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Durante el primer tercio del siglo anterior se produjeron en Europa un conjunto de acontecimientos y de revueltas políticas que desembocaron en totalitarismos de todo ... signo. La atmósfera de terror que fue fraguando en los años veinte y se consolidó en las décadas siguientes se refleja de una manera urgente y precisa en 'El pasajero' (Sexto Piso), de Ulrich Alexander Boschwitz, autor precoz que murió con tan solo veintisiete años al ser torpedeado el barco en el que regresaba a Inglaterra, donde se exilió, tras su deportación en Australia. Otra vida más segada en este tiempo de ignominia. Esta novela, fundamentalmente dialogada y por tanto de lectura ágil, la escribió al calor de los acontecimientos, en noviembre de 1938, justo después de los pogromos que tuvieron lugar en Alemania, sobre todo a partir de la tristemente famosa Noche de los Cristales Rotos. Es probablemente, pues, «el primer documento literario de aquellas atrocidades». La escribió al parecer en pocas semanas, en Luxemburgo y parte también en Bruselas, mientras escapaba del nazismo. Se publicó un año después en Londres como 'The Man that Took Trains' y al siguiente en Estados Unidos bajo el título, tan significativo como el anterior sobre su contenido, 'The fugitive'. Hasta el año pasado no vio la luz en su lengua originaria: el alemán. De todas estas vicisitudes da buena cuenta la ejemplar edición en nuestro idioma.
El protagonista, Otto Silbermann, próspero negociante judío casado con una mujer aria, que lo abandona para refugiarse en el pueblo de su hermano, con el miedo metido definitivamente en el cuerpo tras un intento fallido de arresto en su propio piso, huye como un sonámbulo estigmatizado, sin rumbo, a través de Alemania, empalmando trenes y decepciones. Huir, casi deambular, escapar, si pudiera hasta de sí mismo, es su única voluntad tras librarse de la redada: «temía el campo de concentración, la prisión, pero sobre todo temía las palizas», está por encima de todo, de cómo acabará su errática escapada o de si podrá cruzar clandestinamente la frontera belga. Así, como señala en el posfacio el editor alemán, «confiere rostro a todas las víctimas anónimas». Y Boschwitz alcanza a través de su persona la autenticidad, por encima incluso de lo real, que da una ficción conseguida, no tanto verosímil, que también, cuanto verdadera, que escudriña la terrible verdad interior, mediante monólogos y 'flashbacks', en general, en la que el espanto de la violencia ambiental de los totalitarismos sumió a millones de personas en Europa. De paso muestra el encanallamiento de la sociedad, sin duda los peores se aprovechan e imponen su ley, aunque de todo hay, el autor se muestra ecuánime y matiza también la moral, su pérdida generalizada como es lógico en semejantes circunstancias, de los perseguidos, despojados de su dignidad humana, capaces igualmente de rechazar a los compañeros en el sufrimiento y el miedo atroz.
Del mismo año, con idéntico temor arraigado, procede la primera fotografía, de su madre junto a su abuela, que forma parte de la edición española de 'Mi madre era de Mariúpol' (Libros del Asteroide), de Natascha Wodin, publicada en alemán también muy recientemente, hace dos años en este caso. Con el listado de las siete fotos familiares procedentes del archivo privado de la autora, su árbol genealógico y las referencias bibliográficas, empezando por el escalofriante 'Réquiem' de Anna Ajmátova, se cierra este libro, una indagación exhaustiva en el pasado familiar que la capacidad narrativa de Wodin convierte en una apasionante narración, extensa, pero que atrapa desde su inicio. Su condición de novelista brilla en pasajes como el que recrea, hacia el no por esperado y sabido menos espantoso desenlace, su tremenda niñez; el de la supervivencia de su madre en los campos de trabajo nazi; el de la crónica de sus antepasados hacia 1915 en Mariúpol o el minucioso y muy logrado de la reserva ecológica desde la que escribe. E igualmente en las partes en las que aprovecha el hallazgo de los diarios de una tía, tildada de «intelectual canija» por los prebostes comunistas, o se acerca a «la oscura biografía» de su padre, siempre en su «exilio interior impenetrable».
Obsesionada por el desconocimiento –«en mi memoria era una pura sombra, un sentimiento más que un recuerdo»– de la vida de su madre, una mujer tan bella como desdichada de origen aristocrático, que se suicidó con sólo treinta y seis años, cuando ella tenía diez, al arrojarse al río Regnitz, situado junto a una colonia para «extranjeros apátridas», eufemismo para referirse a los extrabajadores esclavos, la autora, entre hipótesis y conjeturas casi detectivescas, acaba desvelando al modo de las matrioskas y reconstruyendo, gracias al comienzo a una referencia en el buscador ruso de internet y luego con la ayuda de un genealogista y «forofo de la informática», amén de «detective magistral», mediante intercambio de una media de doce emails diarios, la desgraciada, trágica historia de su familia ucraniana, de origen italiano por parte materna.
Aunque retuvo poco de su pobre madre, a Wodin no se le va de la cabeza la cantinela que repetía: «si tú hubieras visto lo que he visto yo…». Y es que la narración recorre la sanguinaria historia de Rusia desde principios del siglo XX y, desde la deportación de sus padres como trabajadores forzosos, un trabajo inhumano en la fábrica de armamento del consorcio Flick de Leipzig, a la Alemania hitleriana –episodio no muy conocido y escasamente testimoniado de las monstruosidades nazis–, la no menos abyecta del Tercer Reich. El trasfondo del libro son los atracos y pillajes durante la Revolución, las detenciones, purgas y hambrunas de la Unión Soviética, «la maquinaria de aniquilación, el insaciable apetito de víctimas humanas» de Koba el temible, así como las atrocidades del nacionalsocialismo. La autora resume así el fatum histórico de su madre: «Había quedado atrapada en la trituradora de dos dictaduras, primero la de Stalin en Ucrania, luego la de Hitler en Alemania».
Por su parte, Maja Haderlap, aborda en 'El ángel del olvido' (Periférica) otro episodio poco frecuentado: el de la represión de la minoría eslovena de Austria durante el nazismo. Avalada por Peter Handke, también originario de Carintia, por lo que conoce bien el paño, que califica la historia como «impresionante» –y creo que el autor de 'Lento regreso' no es precisamente aficionado a los halagos ni se prodiga en recomendaciones de contemporáneos, la novela, también de tintes autobiográficos, recobra un mundo primitivo dominado por la desesperación y el dolor, constituye otro fresco de la época a través de la memoria familiar –un padre desmesurado y autodestructivo, una madre desesperada y sumida en la amargura y, sobre todo, una abuela maga y maestra de la narradora autora, que concita lo mágico y ancestral y se familiarizó con la muerte en Ravensbrück, destino final del texto– y de los lugareños de los alrededores, muchos supervivientes de campos como Dachau, Natzweiler, Stein, Mauthausen o Auschwitz. Es una memoria viva de la conciencia de quienes sobrevivieron y tuvieron que practicar «la aritmética del olvido, un duro aprendizaje».
La voz narrativa va creciendo a medida que avanza el relato, hilvanado a tramos, sin capítulos, desde que de entrada nos sumerge de lleno en una cocina de las de antaño, cual «gruta oscura y mal aireada», con suelo de barro, ennegrecida, rezumando olor «a tierra, humo y aire ácido», la guarida de la abuela de donde salen platos poderosos y donde esconde el biberón de café de cebada que le encanta a la niña narradora. Por sus páginas, luego, hasta la guerra yugoslava, desfilan vidas sencillas, campesinas, apretadas a la tierra, azacaneadas en cuidar cochinos, vacas, cabras o colmenas, cortar leña, segar la hierba o amasar y hornear el pan, con la herida aún sin cicatrizar de los funestos sucesos acaecidos durante el nazismo. Si pudieran, se fundirían con el terreno de los valles y los bosques, con sus rincones secretos donde aprovisionarse de bayas u hongos, que fueran refugio en la guerra y emplazamiento de búnkeres donde se ocultaban los partisanos.
Si Wodin nos transportaba hasta una ciudad cosmopolita en la ribera del mar de Azov en la década de los treinta, Guzel Yájina hace lo propio con una remota aldea tártara, Yulbash, en su primera obra, muy reconocida internacionalmente, 'Zuleijá abre los ojos' (Acantilado), título que es a su vez la primera frase de un novelón, crudo y bello, a la antigua usanza, con aire decimonónico, narrado en tercera persona omnisciente y en cuatro partes o movimientos. En su caso el telón de fondo histórico es el periodo de la colectivización, bajo la zarpa de los violentos comisarios rojos, que incautan el grano, la carne, las nueces, las patatas…, hasta que pasan a requisar a las mujeres y deportar a los que motejan como 'kulaks' y contrarrevolucionarios.
De ahí al asentamiento caótico del terrorífico Archipiélago Gulag, transcurre la narración, sin ningún maniqueísmo. Solo el trazado de la inolvidable protagonista del título, una mujer tan menuda como tenaz, abnegada y hacendosa, entregada a su hijo tardío, de una fortaleza épica, espíritu y fierecilla del bosque, del 'urmán', valdría para salvar la novela. Y lo mismo puede afirmarse para secundarios como el comandante comunista que conduce hasta los confines de Siberia, durante más de medio año de un deambular ferroviario que nos recuerda en otro orden de cosas a 'El pasajero', a un contingente de «paletos de campo» e «intelectuales podridos» o un eminente cirujano y ginecólogo de Kazán caído en desgracia. Con el alma en vilo nos preguntamos si sobrevivirán abandonados a su suerte en la colonia penitenciaria fundada a lo Crusoe a orillas del Angará, en medio de la taiga, o sucumbirán como tantos inocentes represaliados en el tiempo de los asesinos.
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