El Norte

Ellos tampoco podían respirar

La gripe de 1918 dejó tras de sí algunas de las páginas más importantes de la literatura universal firmadas por Proust, Woolf, Kafka o Vallejo

Esperanza ortega

Valladolid

Viernes, 15 de enero 2021, 07:57

«¡No puedo respirar!, ¡No puedo respirar!». Este grito no es solo la queja de un hombre negro que agoniza debajo de la bota de un policía en Minneapolis, también fue y sigue siendo la queja de muchos enfermos de la covid cuando sienten ... que se ahogan y piden un respirador. «¡No puedo respirar!», musitaba la joven Miranda mientras luchaba por su vida en un hospital de Denver justo el día en que se celebraba el fin de la Primera Guerra Mundial. Así nos retrata Katherine Porter a su alter ego en 'Pálido caballo, pálido jinete'. Porter había padecido en su juventud la gripe del 18, y quedó marcada por aquella epidemia que sufrió ella misma y se llevó a numerosos amigos suyos en la flor de la edad pues, a diferencia de la covid, atacaba especialmente a los niños y jóvenes. Y como los niños solían morir, no quedan testimonios de haberla padecido en la infancia entre los autores que escriben sus memorias. Una excepción es la de Anthony Burgess, que comienza su relato autobiográfico 'El pequeño Wilson y el gran Dios' con la escena dantesca que se encontró su padre cuando regresó a casa desde el frente:

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«Los primeros recuerdos de uno suelen ser indirectos: te dicen que hiciste o participaste en algo; uno lo dramatiza y guarda la imagen falsa en los anales de los recuerdos verdaderos. Pues bien, a principios de 1919, mi padre, aún no licenciado, llegó a Carisbrook Street en uno de sus permisos y encontró muertas a mi madre y a mi hermana. La pandemia de gripe había atacado Harpurhey. No cabía duda sobre la existencia de un Dios: solo el ser supremo podía inventar un sainete tan ingenioso después de cuatro años de sufrimiento y devastación sin precedentes. Por lo visto yo cloqueaba en la cuna mientras mi madre y mi hermana yacían muertas en una cama en la misma habitación».

Muchos fueron los que se contagiaron al regreso de la guerra, aunque el caso paradigmático, al menos en el ámbito literario, es el de Apollinaire, que se estaba recuperando en París de una herida sufrida en combate cuando contrajo la gripe. El cortejo que le acompañó en su entierro, en donde estaban Picasso y Modigliani, se encontró con una multitud entusiasta que festejaba el armisticio.

Yo sabía algo de la mal llamada 'gripe española' por los relatos de mi padre, Teófilo Ortega, que la padeció cuando tenía trece años y que presumía de contarse entre los pocos que habían sobrevivido, aunque arrastró siempre la secuela de una bronquitis crónica y una hipocondría igual de crónica. En un texto de 1932, identificándose con el licenciado Vidriera, de Cervantes, comentaba:

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«En su juventud, según mis datos, padeció una enfermedad del pecho y era tal el miedo que al frío y a la influencia del viento y de las corrientes de aire tomó desde entonces, que abrigaba y protegía su pecho como si de cristal quebradizo se tratase. Y este miedo a que el puñal del frío le penetrase transformóse después en el estado de su locura en miedo a romperse si golpe de mano humana llegara a tocarlo. Me abstengo de señalar las fuentes donde he leído la información. También los escritores tenemos secretos profesionales».

Sin embargo, la supervivencia a aquella pandemia no fue tan excepcional, como demuestra el número elevado de escritores que la padecieron en su juventud. Josep Pla, por ejemplo, comienza su 'Cuaderno gris', en 1918, comentando que tiene mucho tiempo para escribir porque acaban de cerrar la universidad por la gripe. Un año más tarde, contará cómo él mismo ha caído enfermo:

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«He pasado todo el día de ayer y una parte del de hoy en la cama, con la gripe. He sudado como un caballo. Treinta y seis horas seguidas. Me levanto pálido y deshecho. Por un lado, me parece que me hubiera podido morir y que me he librado por los pelos. Cuando constato que, a pesar de la fatiga, me puedo levantar, pienso que quizá ha sido una gripe benigna (…). Las esquelas son numerosísimas. Pone la carne de gallina».

La historia se repite, podríamos pensar. Sin embargo, entonces no había confinamiento obligatorio. Tampoco hubo la proliferación de textos, sobre todo del género lírico, escritos expresamente para aliviar la soledad de los confinados y de paso satisfacer el ansia de protagonismo de sus autores. No, tras la gripe del 18 no surgió un género 'coronavírico' ni en la poesía ni en la novela ni en el ensayo, aunque sí se publicaron, una vez pasado el peor rebrote, algunas de las grandes obras de la literatura universal.

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Proust, el eterno confinado, siguió buscando el tiempo perdido y publicó 'A la sombra de las muchachas en flor' en 1919, mientras Virginia Woolfe escribía 'Noche y día' y Kafka, que en el mismo año publicaría 'Un médico rural', según nos cuenta en sus diarios, deliraba por efecto de la fiebre y se veía a sí mismo convertido en un enorme escarabajo. ¿Y los poetas?, ¿qué fue de ellos durante la epidemia?: 'La tierra baldía', de Eliot, y 'Los heraldos negros', de César Vallejo, también aparecieron en 1919, cuando ellos y el mundo se recuperaban de la enfermedad. Y el doctor William Carlos Williams constata la tragedia con la que se encontraba en las más de cincuenta visitas que realizaba a diario a las viviendas de sus enfermos. En cambio, Katherine Porter prefiere situar a Miranda en un hospital, pendiente de las noticias sobre Adam, el soldado que acaba de morir de gripe en otro hospital, quizá para denunciar el dolor de tantas personas que morían en la soledad absoluta. Si Katherine Porter hubiera vivido hoy no dudo que podría haber escrito un relato protagonizado por un policía de Minnesota, capaz de asesinar a un 'negro' a sangre fría. Conocedora del racismo de la América profunda de la que ella misma procedía, esta gran novelista sureña nos dejó múltiples ejemplos en sus relatos de su consideración de la literatura como la mejor forma de denuncia. Una muestra son las palabras con las que termina 'Pálido caballo, pálido jinete', con su contenido polivalente y en cierta medida premonitorio:

«No más guerras, no más plagas, sólo el aturdido silencio que sigue al cese de los pesados cañones; las casas sin ruidos con las persianas bajadas, la luz fría y muerta del mañana. Ahora habría tiempo para todo».

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