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Una mujer recoge AFP
En la soledad agreste

En la soledad agreste

La buena literatura nos permite vivir otras vidas, con toda su belleza, a través de la imaginación

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 30 de septiembre 2022, 00:09

La relevancia espacial en la narración es apreciable en 'Punta Albatros' (Seix-Barral), primera novela que publica, en torno a los cuarenta, Margarita Leoz, tras foguearse, como Dios manda, en el relato breve (en su día comentamos aquí los magníficos cuentos de 'Flores fuera de estación'). En vísperas del invierno, el narrador y protagonista acude al lugar del título, solitario en extremo, para sustituir al médico titular, desaparecido, como si hubiese huido o se hubiera esfumado. Y no se lo toma de entrada muy bien, desde luego: «Era inevitable para mí ver todo aquello como un exilio, como un castigo». En realidad se ha escapado hasta esa «costa remota», «el culo del mundo», como lo llama un colega muy cercano, a consecuencia de un fracaso afectivo que ya veremos si logra restañar. Leoz alterna la narración en presente con 'flashbacks' y catas en su pasado familiar y estudiantil, noviazgo, amistades y, sobre todo, escarceos amorosos con una amante, que lo llevaron al desastre. Así teje una trama, fragmentada en varios planos y atomizada temporalmente, muy convincente, tal vez con una salvedad, algunas pinceladas del arranque, para situar la acción, y ciertas fases del desarrollo, resultan demasiado previsibles –igual que el estilo, por lo general bien temperado, se me antoja en ocasiones correcto en exceso– con un aire a serie de Netflix; sin duda contribuyen a enganchar al lector, pero tal vez son deudoras de un facilismo que la escritora navarra esquivaba siempre en sus cuentos.

Mientras asistimos a la recapitulación de su pasado, sentimos muy vivamente lo que es vivir en un faro, «en silencio: sin televisión, sin radio, sin nada», sobre un acantilado propicio al senderismo o al parapente, con una vegetación mínima a la que cubre la niebla, azota la ventisca, despeina la lluvia e ilumina a veces un sol oblicuo, sin ningún acompañante ni rostro humano alguno por los alrededores, por donde el médico pasea como un sonámbulo, sin rumbo, hasta la playa de Nadie: «Las hierbas me rozan las rodillas. Los senderos se bifurcan y se cortan en el vacío», normalmente con un viento demencial, bajo el graznido de gaviotas alocadas. El lector se pregunta si el desamparo del espacio circundante, la dura soledad, lo llevará al cabo a un definitivo solipsismo personal, hasta torcerle y agriarle el carácter o resistirá como si tal cosa y se aclimatará a las circunstancias. «Este litoral te expulsa, te repele», le espeta, a modo de aviso, al poco de llegar, la directora, de armas tomar, de la residencia de ancianos de una isla cercana, Goz, definida como «un meteorito caído en pleno océano», donde tiene la mayoría de su clientela, si bien una empleada del geriátrico, de nombre Irina, inmigrante curiosamente ucraniana, podría aliviarle la añoranza en esa especie de destierro laboral, buscado para purgar sus devaneos pasionales.

A un lugar real, aún más inhóspito, nos traslada Pete Fromm, natural de Wisconsin, considerado por la crítica «como uno de los grandes prosistas actuales del Oeste americano», en 'El nombre de las estrellas' (Errata Naturae). Como 'Indian Creek', que nos deslumbró y recomendamos en estas páginas, la narración se enmarcaría en la llamada 'nature writing', que se traduce últimamente con el palabro «liternatura». La experiencia central de autoficción robinsoniana que se nos trasmite es muy parecida a la anterior: el cuidado y seguimiento del progreso de unos huevos de tímalo.

Bajo la apariencia de notas tomadas a pie de obra, en una cabaña, estación del Servicio Forestal, aislada por completo del mundo, con un petirrojo por toda compañía, en la narración se alternan el registro de la vida retirada, entre lluvia y nublados wagnerianos, en ese paraje natural de Bob Marshall, Montana, adonde pretendió llevarse de acampada a sus hijos, de seis y nueve años de edad, el mes y pico que permaneció allí, aunque afortunadamente se lo impidieron por descabellado, debido a la peligrosidad del lugar, con analepsis de sus anteriores ensayos de supervivencia extrema o pruebas de su irreductible espíritu aventurero, forjado ya en su infancia y adolescencia. Fromm es un defensor a ultranza de la vida asalvajada, como de pionero, tiene inoculado además una especie de «virus de solitario», y nos lo cuenta de maravilla, no es de extrañar que al apartado andurrial boscoso se lleve un libro de Hemingway, al que trata como Ernie.

El paraíso terrenal de Caterina, la protagonista de 'Tres veranos' (Periférica), novela de culto de 1946, quizá la más emblemática de la narrativa griega de siglo XX, de la ateniense Margarita Liberaki, es una casa en medio de una pradera, con jardín y frutales (albaricoqueros, manzanos, cerezos…) plantados por su abuelo seguramente como desagravio por el abandono de su mujer polaca, idealizada por la nieta, que se escapó con un músico y nunca más se supo de ella. Lejos del mundo, «rodeada de vergeles y prácticamente aislada», entre hileras de lavandas florecidas, con «cientos de mariposas bancas» volando en derredor, es el centro de esta novela de iniciación, en tres movimientos estivales, con sus correspondientes ritos de paso, propios y de sus dos hermanas, que la adolescente, a punto de la mayoría de edad, va rumiando en soledad.

Es pues una minuciosa y delicada evocación, una remembranza novelizada en toda regla, de «aquellos años como si fueran un único día». Los personajes (hermanas, padres, conocidos, lugareños) están trazados con una viveza soberbia y durante todo el argumento destaca la habilidad narrativa de Liberaki, no exenta de la poesía que conlleva la pubertad cuando se afronta desde una sensibilidad y una sensualidad exacerbadas. La protagonista, que confunde adrede realidad e imaginación, de un vitalismo arrollador, desbordante, explosivo –el de su abuela polaca, «su vínculo especial con la naturaleza», cuya memoria difusa y secreta tanto le fascina–, confiesa: «Me encanta la vida». Lo que no obsta para que cultive su vertiente meditativa, sabedora de que «todos nos escondemos unos de otros», de ahí que cuando le piden matrimonio, tras una ardua conquista, se encierre una semana en su cuarto para tranquilizarse, «como los ascetas del desierto».

Me imagino ahora al médico apartado en Punta Albatros subiendo por la escalera de caracol del faro para otear la bruma entre el cielo y el mar, mientras el espacio se difumina y el barquero, cual Caronte redivivo, se dirige a la isla de los ancianos, casi de los muertos. O a Pete Fromm, equipado con su gayata con cencerro, «el espray antiosos y la pistola», cantando para hacer notar su presencia, bajo un aguacero habitual, esta vez «extraordinaria y estúpidamente fuerte», camino de la presa de los castores o adentrándose «en el bosque sumido en la penumbra», para cumplir con su rutina diaria de vigilancia de los huevos de una especie de salmones, hasta que una cría de wapití a medio devorar le hace retroceder sobre sus pasos para evitar males mayores si lo localiza el oso grizzly que a buen seguro se ha escabullido tras dejar a medias su aperitivo de almuerzo pero no debe de andar muy lejos. O a Caterina, sola en el pajar, a la hora de la siesta, con «un silencio lleno de sombra y de olor a heno», recreando pasajes de 'La Odisea' o de 'Los viajes de Gulliver'; cantando en medio del aguacero, no para espantar los osos, sino las penas; o bien disfrutando de un paseo por el campo, entre las zarzamoras, los olivares y los pistacheros, bajo un coro de cigarras. La buena literatura nos permite vivir otras vidas, con toda su belleza, a través de la imaginación.

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