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Fermín Herrero
Sábado, 13 de enero 2024, 00:32
El neonaturalista Baptiste Morizot tiene maneras de emboscado «ecosensible», de ahí que acuda de entrada, como preámbulo, a este vocablo, con frecuencia metafórico, si bien lo usa en su forma verbal: «emboscarse», es decir, interactuar con «los territorios vivos» gracias al «doble movimiento de recorrerlos ... de otro modo, conectándose a ellos mediante otras formas de atención y otras prácticas» y al tiempo «dejarse colonizar por ellos, dejarse ocupar, dejar que se instalen en nuestro interior». Y a fe que lo cumple, a fondo, lejos de miradas ecologistas epidérmicas. Por eso, al referirse a un grupo de amigos, «rastreadores dominicales del matorral», refuta de plano, siguiendo a Descola, el concepto de naturaleza implantado por nuestro errado paradigma occidental antropocéntrico.
En 'El rastreador' (Errata Naturae) se adentra con fruición en el placer de la búsqueda en todos los órdenes, sus orígenes en «las fuentes del Pleistoceno» y evolución, a partir del «discreto arte del rastreo» en sus dos modalidades: especulativa y sistemática, actividad que aviva el pensamiento, permite columbrar lo invisible, ayuda a compartir, además de empatizar, y transforma en suma al que lo practica, sin olvidar su papel en el salto imaginativo, de las aptitudes cognitivas lógicas, las facultades interpretativas y simbólicas, así como de la capacidad de investigación racional de la especie, de la palabra, e incluso a modo de detonante de la aparición del diálogo político.
Morizot, avezado lector de lo natural, está muy dotado para la narración, algunos pasajes se leen como relatos de aventuras, y maneja con soltura referentes antropológicos, mitológicos, animistas o del chamanismo. En las curiosísimas digresiones que jalonan el texto cita también a poetas tan dispares como René Char, Gary Snyder, Omar Jayyamm o Walt Whitman, lo mismo que a expertos en sus respectivas disciplinas como el precursor de la etología Konrad Lorenz, Edward O. Wilson, Aldo Leopard o Claude Lévi-Strauss.
Atiende en definitiva, en esta especie de ensayo, minuciosamente, con precisión, la respiración del planeta a través de las sutiles relaciones en el medio ambiente, escruta camuflado, hasta identificarse con el animal, cualquier manifestación. Es capaz de estar una noche casi en vela para asistir al acecho astuto, merodeador, de un lobo a un rebaño o de descubrir a lobos pescadores de cangrejos en los ríos franceses; de perseguir, a modo de prueba iniciática, a un oso grizzly en Yellowstone a partir de una zarpa impresa en un charco; de explorar a lomos de un caballo, «por cantiles de vértigo», la estepa y alturas de Kirguistán para tratar de avizorar al leopardo de las nieves; de trazar la cosmología de las lombrices en un vermicompostador casero…
Qué experiencias. Se trata de indagar, con «un sentido filosóficamente enriquecido», basándose en «la espera, la inminencia, la paciencia ardiente», sobre indicios o huellas para reconstruir «perspectivas» en «el arte de habitar de otros seres vivos». Es lo que, aplicado no al reino animal asilvestrado, sino a su familia, particularmente a su enigmático padre y a su abuelo paterno, partícipe en la ejecución de la Shoah, hace el periodista madrileño Ricardo Dudda, con tintes de biógrafo curtido, en 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide), una trepidante investigación, que, como resume el autor, «no es una hagiografía, sino un collage, es una exploración del pasado familiar, es una reflexión sobre la culpa y el desarraigo, es una biografía y una autobiografía, es una larga conversación frente al mar y llena de digresiones entre un padre y un hijo».
Y a mayores, añadiría por mi parte, un friso histórico en toda regla, una auténtica inmersión muy documentada, particularmente en relación con el abuelo de turbio pasado nazi, y con la huida, tras el fin de la guerra, en compañía de su madre y su hermano, de niño, de su padre, todo un personaje, publicista afamado luego en España, tiburón de los negocios, «maniático de la logística», agitador de saraos y proyectos y a la vez solitario, aislado en una antigua casa de pescadores enfrente de un mar hipnotizador y absoluto, en El Hoyo, «entre Mazarrón y Águilas», en suma «el único alemán prusiano luterano trombonista refugiado de la Segunda Guerra Mundial que le reza a la Virgen del Rocío».
Sobre la base de un testimonio escrito del padre alemán y de conversaciones grabadas con él a lo largo de años, a lo que añade a posteriori cientos de papeles y fotografías familiares que le dona la viuda de su tío, el ritmo narrativo de Dudda es trepidante, muy cinematográfico, a la manera de las historias que le cuenta su progenitor, cuyas andanzas y amoríos casi siempre frustrados, cuando no frustrantes, no dejarán al lector indiferente, jalonado por lecturas complementarias muy bien incorporadas al argumento y por testimonios paralelos, así como por algún documental y visitas a los lugares donde vivió su padre, empezando por su ciudad natal, «triste y ventosa y melancólica».
En 'El libro de las despedidas' (Periférica), escrito en francés, publicado en 2020 por Gallimard, Velibor Čolić, de quien soy devoto desde su escalofriante, como ráfaga de metralleta, 'Los bosnios', visión fragmentaria, impresionante, del conflicto yugoslavo, nos muestra autobiográficamente al refugiado político, inmigrante bastante perdido, como rastreador infatigable, con olfato que se adapta a las peores situaciones, de oportunidades, algunas desperdiciadas, otras de cierto provecho, en tierra extraña, desde que llegó a Francia hace más de un cuarto de siglo tras desertar de la guerra balcánica («la alegría de salvar la vida rápidamente se sustituye por el miedo»). Al desmañado y corpulento Čolić («ocupo un espacio de ciento siete kilos y de ciento noventa y cinco centímetros») siempre lo he emparentado, en un orden de cosas muy distinto, con el serbio, fallecido el año pasado en Estados Unidos, Charles Simic, escritor también de raza, igualmente volcánico, un tanto a lo Kusturica en lo cinematográfico, con un humor parecido, sombrío, exultante a pesar de los pesares.
Ya en la obra sobre los horrores bélicos y en 'Manual de exilio' nos había deslumbrado (como aquí al describir sus correrías y devaneos, sus entusiasmos y problemas con las mujeres, en suelo galo, con incursiones en Alemania y viajes a Suecia al entierro de su hermano, a Brasil como literato y a su Croacia natal, en la parte bosnia, de veraneo) su estilo en crudo, forjado en frases cortas y martilleantes. En este recorrido del superviviente nato, tirando de sarcasmo y de autocrítica, lo pone al servicio de retratos de personajes excéntricos como él, con un laconismo quirúrgico, y de escenas entre lo sublime y la impostura, entre lo grotesco y lo desopilante, entre lo erótico subido, lo poético tajante, lo onírico sideral y el desbarre etílico preferentemente en las barras de garitos. A Čolić se la refanfinfla todo, salvo su inquebrantable vocación de escritor, pasa olímpicamente de la corrección política y demás imposiciones.
Decía nuestro vecino, el sabio editor y diarista Julio Martínez, en 'La noche de los granados', que «En la navegación de altura los indicios están muy considerados y sus expertos (gente señalada) gozan del respeto de la tripulación y, sobre todo, de los pilotos». Así estos escritores recomendados ventean las señales ocultas que se nos escapan al común de los mortales.
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