![El reino perdido de Hervás](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/201910/11/media/cortadas/hh-kRo-U90369251440uEI-624x385@El%20Norte.jpg)
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Hervás es uno de los municipios más judíos que he visto hasta ahora, con sus piedras grises, sus tejados de pizarra, y sus casas de madera cruzada, entre sombríos bosques de castaños, colinas llenas de cerezos y un río montañés y revoltoso.
Es un mundo ... tan recogido como espiritual y agreste. No en vano, Hervás se halla cerca del monasterio de Yuste, donde el emperador Carlos pasó los últimos años de su vida, con todos sus maestros cerveceros y sus concubinas. Yuste fue algo así como el primer Versalles, pero con monjes alrededor para sacralizar más el espacio y darle verdadera entidad católica a la molicie aristocrática.
El año pasado llegué a Hervás y llamé a la puerta del amigo de un amigo. Me abrió un hombre vestido de negro y de casi dos metros. Era Matías Robles, y lo vi dispuesto a dedicarme el día. Antes de recorrer la judería, estuvimos desayunando en el bar de una plaza en la que había una fuente de granito y castaños que aún no habían perdido parte de las hojas, rojas y amarillentas. En el bar Matías me dijo que sus padres eran judíos sefarditas afincados en el Líbano, que se habían exiliado a París en los años sesenta. En París había oído por primera vez el nombre de Hervás, en voz de un viajero extremeño, y seis años después buscó en Hervás las fuentes de la judería que no había encontrado ni en París ni en ningún otro lugar. Ahora Matías anda investigando el universo judío en Hervás antes de la expulsión, con el propósito de escribir un ensayo y quizá también una novela, que más que un relato histórico va a ser una narración intimista y subjetiva sobre el horror, en la línea de Canetti y Primo Levi, según me dijo cuando ya estábamos tomando el café.
Esa tarde, mientras caminábamos por el gueto y se iba oscureciendo el cielo, creía estar paseando por el gueto de Praga. Parecía un barrio centroeuropeo de una ciudad medieval. Casas de madera de cerezo cruzada, como se hicieron durante todo un tiempo por toda Europa, puertas inmensamente viejas, que parecían las mismas que habían dejado tras ellos los judíos de la diáspora sefardita.
Matías dijo:
–Aunque Hervás y Toledo no están demasiado cerca, Hervás es el mejor pórtico imaginable para entrar en Toledo. Observas esta judería y puedes adivinar cómo era la de Toledo, qué tipo de casas tenía y como se apiñaban, o la de Zamora, o la de Estella…
También estuvimos paseando por un bosque de robles y castaños que cercaba el pueblo por el flanco más montañés, y allí Matías me habló seriamente de la vida y de la muerte.
Me dijo que estábamos aquí de paso, y que él lo sabía mejor que nadie. La única habitación que había sentido suya en su vida, la del Líbano, ya no existía, ni siquiera existía la casa. Todas las habitaciones que vinieron después eran como habitaciones de hotel. También la habitación que tenía en Hervás. No solo los hombres eran mortales: todo era mortal en el universo. Había que aceptar la muerte como aceptamos la vida, pero no convenía hacer demasiado caso a los médicos, porque todo cuerpo era impredecible, estuviese o no condicionado genéticamente.
De pronto Matías se detenía, cerraba los ojos, rozaba mi mano y musitaba:
–Yo sé que ahora mismo estamos pisando la eternidad, pero la eternidad del instante, la eternidad del momento. Y no hay más formas de eternidad. Solo existe la eternidad del presente.
Cenamos en un restaurante a la entrada del gueto, donde una anciana nos sirvió ciervo con salsa de almendras y vino nuevo. El restaurante era acogedor y muy pequeño. A nuestro lado había una estufa de leña, afuera soplaba el viento y caían copos mínimos. Sabiendo que me iba a ir al día siguiente, Matías me dijo:
–¡Brindemos por Hervás y por todo lo que se llevó el viento!
Y brindamos a la salud en aquel rincón del mundo, entre castaños y casas viejas y huellas del pueblo hebreo, cuando se estaba acercando la media noche. No me hubiese extrañado ver pasar por la calle al golem de Praga trasladado a Hervás. Praga quedaba muy lejos, pero a la vez uno la sentía muy cerca y muy cerca aquella febril intimidad que nos describe Gustav Meyrink en su novela 'El Golem'.
Salimos a la calle. Un silencio hondo reinaba en el gueto de Hervás, un silencio abismal. Miré a Matías y sus ojos me parecieron tan profundos como la noche. Desde el bosque llegó de pronto el canto de un búho y un rumor envolvente y húmedo llegó a nosotros. Temblé de miedo. Daba la impresión de que los muertos, todos los muertos de Hervás, querían esa noche acudir a nosotros para desvelarnos sus secretos.
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