El recuerdo de las palabras
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La búsqueda de la palabra original, aún no contaminada, sería la clave de esa forma tan rara de utilizar el lenguaje que llamamos LiteraturaEl día 23 de noviembre fue el Día Internacional de la Palabra. También se podría celebrar un Día Internacional del Recuerdo, ¿por qué no? Y yo me adelanto al escribir este artículo sobre del recuerdo de las palabras. Regreso a mi infancia y veo ... que, así como las palabras de los libros me las explicaba mi padre, las del lenguaje coloquial manaban de mi madre, como la leche de sus pechos. Y recuerdo que Pascal Quignard identificaba la voz materna con el hilo de Ariadna en el mito del laberinto del Minotauro: «¿Cómo el pequeño que nace reconoce el cuerpo perdido de dónde proviene? Por la escucha de su voz. Ese es el hilo psíquico de Ariadna. La voz de la madre se volverá lengua materna, dieciocho meses más tarde». Algo semejante expresa Manuel Rodríguez Tobal en los versos de 'Esto era', su último libro: «Y un día fue la voz / Tenía la frescura azul de la evidencia, / la claridad sin sol de la aventura / Podíamos tocarla / como quien toca un labio, un vientre o unas manos / Olía a cuerpo nuestro aquella voz…».
Pero no siempre son las madres las encargadas de introducir las primeras palabras en la boca del niño. Rosa Chacel, en 'Desde el amanecer', rememora cómo su padre intentaba enseñarle a hablar en edad muy temprana:
«Un amigo nos había hecho una foto en su jardín, teniendo yo tres meses. Mi madre estaba sentada conmigo en brazos y mi padre de pie, al lado. La foto, de quince o veinte centímetros, estaba puesta en la pared y mi padre me llevaba ante ella, cogía mi mano derecha y me hacía ir poniendo el índice en cada una de las tres figuras, repitiéndome una y otra vez: «Papá, mamá, nena». A este ejercicio me sometió durante más de dos meses, cuatro o cinco veces al día. Uno de ellos, llevándome mi madre en brazos, se paró ante el espejo y mi padre se acercó por detrás; yo señalé con mi índice extendido y dije las tres palabras. Pero esto, para mí es leyenda. No lo pongo en duda, porque, dada la obstinación de mi padre, creo que podría haber hecho hablar a un gato. Y resulta que lo que hizo, sin saber, pero con decisivo trazo en mi destino, fue enseñarme a mirar. Me hizo mirar, podría decir; estableció un istmo o un cable conductor con mi brazo extendido hasta la imagen, haciendo que mi índice tocase tres puntos, tres breves contactos, que junto a mi oído se convertían en palabras, como si cada una de las tres voces fuera el ruido del roce de mi dedo en el papel.»
La idea de que las palabras se pueden ver y tocar coincide con la percepción sinestésica de Rimbaud, que atribuía un color a cada una de las vocales. Rosa Chacel hacía algo semejante, aunque en la gama cromática vuelve a disentir: «Yo tenía adjudicado un color a las vocales –con tanta convicción como Rimbaud–. Claro que no los mismos colores porque nuestras vocales son cromáticamente muy distintas: nuestra A es blanca, nuestra E es amarilla, nuestra I es roja, nuestra O es negra, nuestra U es azul. Por esto el nombre de Leticia me hacía imaginar las dos gotas de sangre que deja caer en la nieve una reina.» Y Vladimir Nabocov recuerda en 'Habla, memoria' que elaboró un sistema cromático mucho más completo para clasificar los sonidos: «Presento un único caso de audición coloreada. La 'a' larga del alfabeto inglés tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la 'a' francesa evoca una lustrosa superficie de ébano (…) De los blancos se encargan el color gachas de avena de la 'n', el flexible tallarín de la 'l' y el espejito manual con montura de marfil de la 'o' (…) En el grupo verde están la 'f', hoja de aliso; la 'p', manzana sin madurar; y la 't', color pistacho…». Las palabras también pueden adquirir movimiento, como nos cuenta Janet Frame que sucedía cuando escuchaba las conversaciones familiares en su infancia neozelandesa: «Aprendía palabras, convencida desde el principio de que las palabras significan lo que dicen. En aquellos días de Outram, en que numerosos parientes vivían cerca, había muchas idas y venidas y conversaciones y risas (…) y las palabras viajaban como el viento en cables invisibles (…) entonces me explico mi excitación, aunque no la entendiese, mientras iba de acá para allá en la red viajera de las palabras.»
Pero más allá de su materia sonora, ¿cuáles fueron las primeras palabras que representaron algo comunicable y memorable? Así las recuerda Eudora Welty en 'La palabra heredada': «Alrededor de los seis años, estaba sola en el jardín esperando que llegase la hora de cenar, a esa hora en que en un día de finales de verano el sol está ya debajo del horizonte y la luna llena deja de ser borrosa y comienza a iluminarse. Llega un momento, y yo lo vi entonces, en que la luna pasa de ser plana a ser redonda. Fue la primera vez que mis ojos la vieron como un globo. La palabra 'luna' me vino a la boca como si me la hubiesen dado en una cuchara de plata. Al tenerla en la boca, la luna se hizo palabra. Tenía la redondez de una de las uvas moscateles que el Abuelo cogió de la parra y me dio para que la sorbiera todo el jugo…».
En todos estos casos, las palabras poseían un carácter celebrativo, inaugural, y la niña las escuchaba como si fueran dichas por primera vez. Sin embargo, otros escritores recuerdan el aprendizaje de las palabras como una renuncia a la lengua primigenia, aquella que el bebé escuchó cuando aún no tenía conciencia del lenguaje, incluso antes del nacimiento. La lengua poética supondría el regreso a aquella lengua primera, luego sustituida por la lengua común, tras la ruptura del hilo materno del que hablaba Quignard. José Ramón Ripoll expresa este sentir en su libro 'La lengua de los otros', al que pertenecen los versos del poema que se titula precisamente 'Hilo de sangre': «¿En qué lugar del útero celeste / dejé las instrucciones de la vida, / las rutas de los sueños / y la disposición de ser el germen de mi propio albedrío? / ¿En qué revestimiento olvidé el verbo / que habría de conjugar para ser libre?».
En fin, la búsqueda de la palabra original, aún no contaminada, sería la clave de esa forma tan rara –y tan liberadora– de utilizar el lenguaje, que hemos dado en llamar Literatura.
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