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Javier Figuero
Valladolid
Viernes, 26 de noviembre 2021, 07:21
Aunque no se nos dio oportunidad de encontrarnos, el conocimiento que le tengo como persona y creador me anima a dirigirle esta carta, que le exonero de contestar; no disturbaría su trabajo, por más que me conste su disposición a la epístola. Le confieso que, ... aun de forma tan modesta, dudé en participar en el bicentenario de su nacimiento. Rechazó usted hacerlo en el centenario de Voltaire, pues, por los dones de ese hombre, los otros parecían ridículos. Quede mi humildad por los que le adornan. Se dijo «hombre-pluma», «maniaco» en el amor «frenético y pervertido» por la escritura; «místico de lo estético» para su amiga George Sand.
Mas la mía, monsieur Flaubert, no es la baba del incondicional con su evangelio, como el de todo genio plagado de imposturas. Alimentó muy pronto esa aureola de pesimista que haría fortuna. Pero, leer a tan temprana edad, como usted hizo, el 'Quijote' o a Byron provoca ambiciones de héroe, y no sé mejor forma de amar la vida. Acabar con los gigantes, liberar Grecia, no son empeños mayores que el que se propuso de «hacer sentir con la palabra». Si crear le evitó vivir, la vida fue un proyecto literario.
Nacía este de la observación minuciosa del hombre, hecho de «barro y mierda» y con instintos «más bajos que los del puerco y la ladilla»; el amor por la humanidad era sentimiento tan pobre como «el amor a Dios». La misma estima «al galeote, que a sí mismo; a las vírgenes, que a las rameras; a los perros, que a los hombres». Los evitó cuanto pudo, pues, «si necesitas a los demás, te pareces a ellos». El mundo, que convirtió en «proscritos» a los amantes de lo Bello, era conjura contra la poesía y la libertad, un «homicidio». El Arte fue recurso, «la menos mentirosa de las mentiras». Arte sin moral ni sentimientos personales, pues «la lira no está hecha para un hombre, sino para el hombre». Si el lector no extraía del libro su moralidad, era «un imbécil» o este «falso». En síntesis, su método «objetivo» de narración.
Pero no hay Arte «sin forma», escritura sin «estremecimiento». Su empeño, Flaubert, fue darle a la prosa «el ritmo del verso, la precisión de las ciencias al lenguaje», el estilo que «entraría en la idea como el estilete». La desviación «en una línea» le apartaba del objetivo; la frase más sencilla tenía «un alcance infinito para el resto». «No sabe», le retó a George Sand, «lo que es permanecer todo un día con la cabeza entre las manos, estrujándola, ¡la pobre!, para encontrar una palabra». Mientras escribía el envenenamiento de la Bovary sintió el sabor del arsénico en la boca y, el asalto de Cartago en 'Salambó', le llenó de agujetas los brazos.
'Madame Bovary' se publicaría por entrega en 1856. Época autoritaria la del imperio de Napoleón III, sostenida por fuerzas tradicionales como la Iglesia católica, la presunta obscenidad del texto le sentaría ante la Justicia, vía al fin para la celebridad. Indemne de la acusación alentada por los periódicos, se burló de estos, vehículos de «embrutecimiento», mientras se ganaba el respeto de los grandes colegas, Hugo, Baudelaire, Gautier, Turguénev o Zola, entre muchos, y se aseguraba la de ilustres por llegar, Kafka, Joyce o Proust, también entre otros. «Padre de la Bovary», el dicho llegaría a exasperarlo. No fue lo peor, según Gautier viviría, además, con el «remordimiento» de haber puesto en la obra dos genitivos seguidos. Pero las interpretaciones no siempre le llenaron de amargura; recuerdo el placer que experimentó al saber que en dos iglesias de París los curas fustigaron el libro.
En la linde del melodrama, los hombres de letras verían en 'Madame Bovary' la novela del romanticismo desengañado. De rigurosa construcción, el tiempo ha cimentado su prestigio en la presunta rebeldía de la protagonista ante el destino escrito para la mujer en la sociedad católico-burguesa, empeño de grandeza que el tiempo envejece. Novela de dualidades, yo encuentro en los antagonismos su modernidad: marido/ esposa, mujer/ madre, ciudad/ ruralidad, progreso/ reacción, cientifismo laico y volteriano, que mamó de su padre, frente al catolicismo ortodoxo de su madre. Y, así, doy valor a su propio convencimiento de que la de Bovary es «novela de ideas», guante apenas recogido en voces autorizadas, más sensibles a la acción. Por encima de todo, quedan escenas magistrales, como las idas y venidas por la ciudad del fiacre, donde se fía a nuestra imaginación (abstenerse frígidos) la primera vez que Emma se entrega a Léon. Pero no es la sutileza aprecio de dogmáticos.
Privado de la fe, a usted, Flaubert, los dogmas le resultaban «repulsivos». Liberal, odió todo despotismo, incluido el socialismo, «muerte de todo arte y toda moralidad» a lomos de un nuevo déspota, «la multitud… la razón de Estado». El sufragio universal era tan estúpido como el derecho divino, el número no podía ser superior a la inteligencia. La democracia se apoyaba en la moral del Evangelio, «la inmoralidad misma». La enseñanza gratuita y obligatoria de nada servía, «excepto para aumentar el número de imbéciles». Platoniano, creyó en el gobierno de mandarines, «siempre y cuando los mandarines sepan mucho». A la masa le daría libertad, pero no poder. Con las banderas manchadas «de sangre y de mierda», tocaba no tener ninguna. Usted, Flaubert, hubiera tirado «el guardapolvos del trabajador y la púrpura del monarca» a las letrinas. Y el mismo destino daría a ese clero católico «inmundo, que bendice todas las tiranías y anatemiza la libertad».
Abundo, monsieur Flaubert, en la imagen de oso en que se reconoció, mientras a la Bovary, el personaje de su posteridad, le mueve el amor, palabra extraña en su diccionario, aunque puede que la tuviera registrada en la 's' de sexo. Buena parte de su vida, en París como en sus viajes por Oriente, se desfogaría con prostitutas y en la elección mostraba sus gustos. Los Goncourt, esos chismosos del ambiente literario parisiense, aseguraron haberle oído que la belleza no era erótica, que «las mujeres bellas no están hechas para ser jodidas y que su pareja sexual ideal era a la vez fea y sucia». En verdad, tampoco le faltarían mujeres cultas de conducta relajada a las que marcó la frontera de su intimidad. A ese juego se jugaba con sus reglas: a la mujer le pide inteligencia antes que corazón, «menos personalidad femenina». De Luise Colet, la amante más sostenida en el tiempo, intentó hacer «un hermafrodita sublime» y, el fracaso en el empeño, acabó con la relación: «Me agobias, me alteras y te degradas con el elemento hembra». Le horrorizó el compromiso convencional: «un coito normal, regular, nutrido y sólido me alejaría demasiado de mí, me perturbaría», y es que «la unión legítima es la antilegítima», la que «expulsa el amor». No le gustan los niños porque «se parecen demasiado a los hombres». La familia merma la libertad; el matrimonio es «una apostasía espantosa» y, la «poetización exagerada» de la mujer, una de las causas de debilidad moral de su siglo. Su rechazo, le sumerge aún más en el Arte. «Es más fácil dibujar un ángel que una mujer», confunden «su culo con su corazón y creen que la luna está hecha para iluminar su alcoba». Apuesto, que una de las causas por las que usted, Flaubert, acabó cansado de la Bovary es la obstinada búsqueda del amor de esa provinciana. En asuntos de pasión carnal le veo más auténtico en la deliciosa narración que incluiría en 1877 en 'Tres cuentos' con el título 'Un corazón sencillo, amores de una vieja solterona con su loro'.
Tras procesos titánicos de investigación y elaboración, para entonces había publicado 'Salambó' (1862), y versiones definitivas de 'La educación sentimental' (1869) y 'Las tentaciones de San Antonio' (1874). Desarrollada en el Cartago precristiano, la primera novela alcanzó reconocimiento de lectores y de las vestimentas que describía en sus páginas hizo moda en París. Pero los periódicos le zahirieron de nuevo y no juzgaron mejor las otras citadas. Confieso, Flaubert, que ninguna de ellas me «estremecen». En las dos restantes, la ambigüedad de los personajes se me presenta como lastre, pero he visto autorizadas defensas de La educación. Quien aspiró a hacer «un libro sobre nada», mantenido por la fuerza del estilo, sometía sus narrativas a demasiadas exigencias. Ya le anuncié, Flaubert que no comulgaría con todas sus ruedas de molino. Mas creo con usted que el escritor no elige el tema; «lo padece».
En diciembre de 1880, siete meses después de su muerte, se publicaría la primera entrega de la inacabada 'Bouvard y Pécuchet', en cuya fase de preparación leyó usted 1.500 libros sobre todos los campos del saber y con el único objetivo «de escupir» sobre sus contemporáneos «el asco» que le inspiraban. A lo que dejó con ese título se le dijo el Quijote francés y a fe que le hubiera gustado oírlo. «¡Gigantesco libro!», le dijo a Sand sobre el de Cervantes, para concluir así el comentario: «¿Hay alguno más hermoso?». La suya no era la intención del manco, pero en la historia abortada de esos dos imbéciles se intuye el despropósito de las grandes quimeras literarias. Lo es su correspondencia, recogida en varios tomos de La Pléiade que no dudaré en calificar como su gran obra literaria, afirmación que quizá escandalice: el desmesurado esfuerzo puesto en sus novelas frente a la espontaneidad de lo epistolar; la Bovary, el Fréderic de 'La educación', la hija de Amilcar del 'Salambó' frente al personaje Gustave Flaubert, oso blanco conservado entre las nieves del tiempo que sale a pasear de nuevo los escaparates de las librerías del mundo por el bicentenario del nacimiento.
Recuerdo haberle leído a Vargas Llosa que el episodio del suicidio de Emma Bovary le proporcionó el equilibrio para superar la idea que un día le llevaba a lo mismo. Por contra, yo le debo parte de mi integridad. Al modo de las muñecas, para mantenerse erguido usted tenía un alambre «metido por el culo», la «indignación» contra las inconsecuencias de los hombres. Créame que le reconozco en la lectura de Rabelais y de Montaigne, de Shakespeare y de los griegos clásicos y en viajes por lugares en que uno pudiera llegar a olvidarse de los otros y de sí mismo. En su bicentenario, haré de tales indicaciones, monsieur Flaubert, la mejor razón para celebrarlo. Atentamente, suyo…
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