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Bombay es la ciudad más desbordante que me ha dado a conocer la vida. Atiendo al significado del verbo desbordar: salirse de los bordes de un cauce o un recipiente.
Si Bombay es un océano de almas y de cuerpos, se trata de un ... océano que no cabe en sí mismo, cuyas olas sobrepasaran continuamente sus playas, sus promontorios y sus acantilados, huyendo de sí mismas y alcanzando cotas dignas de la más envolvente de las pesadillas. Pero si nos olvidásemos del mar y comparásemos Bombay con un conjunto de ríos, se trataría de ríos que se derraman en deltas y más deltas, que colman los espacios con sus arabescos líquidos, brillantes, espejeantes, enloquecidos. Todo se desborda en Bombay: las calles, los trenes, los autobuses, los templos, las estaciones, los muelles, los barcos, y los ojos del viajero que ya no saben dónde posarse ante tanto color, ante tanto exceso, ante tanta magnificencia y tanto horror. Se desbordan los vientos, se desborda el sentimiento, se desborda la lluvia, se desborda la miseria, se desborda la opulencia, se desborda el cielo, se desborda el infierno en el cuenco hirviente de Bombay.
Es difícil no enamorarse de una ciudad tan excesiva como Bombay, es difícil no enajenarse al perderse por sus calles en el rojo y asfixiante atardecer.
Al detenerme junto a la Puerta de la India, que era el primer monumento que atrapaba a los viajeros que llegaban en barco, sentí una amplitud de horizontes desmedida. Ante mí veía el mar, y tras de mí se desplegaba la ciudad con su populosa y rugiente materia. Más que la Puerta de la India, me parecía la Puerta de la Vida en toda su complejidad, en toda su efervescencia. Sentía al mismo tiempo el sueño más incandescente y la más incandescente realidad. Bombay me obligaba a vivir en dos dimensiones diferentes: la una líquida y escurridiza, la otra carnal y oleaginosa; la una fluida y evanescente, la otra sólida y pegajosa; la una espiritual y elevadísima, la otra terrenal y absorbente.
La lluvia, brusca y absoluta, que envolvió la ciudad con un poder demencial durante media hora, acababa de cesar y el pavimento brillaba como la plata pulida en la que se reflejaban los cuerpos de los transeúntes como en un espejo que de pronto se me antojaba una imagen del mundo en su cualidad de materia y en su cualidad de reflejo de mi deseo y mi locura. Bombay me trasmitía su viveza y yo me sentía un ser ígneo y desmedido, con un alma que no me cabía en el cuerpo. Yo no cabía en mí mismo como Bombay no cabe en sí misma. Mi ser se dilataba y se abría a las más amplias moradas de la existencia. Mi ser se desbordaba siguiendo el destino y los fluidos de Bombay. Era como habitar el ojo del huracán, y era como experimentar de una manera tan pacífica como violenta la unión de los opuestos, tan celebrada por toda la filosofía oriental.
A Bombay llegan emigrantes de todas las partes de la India arrastrados por la pobreza, y se instalan como pueden en barrios como Daravi, donde la gente convive con las ratas entre canales llenos de basura, y los detritus colman las calles donde los niños juegan como animales frágiles en la jungla de la inmundicia. Lo visité con un amigo francés y me pareció que nunca había estado en un hades tan maloliente y laberíntico. Un millón de personas conviviendo, discutiendo, copulando, jadeando, gritando, rezando, susurrando, escupiendo, durmiendo y despertando en menos de dos kilómetros cuadrados. ¿La gente parecía infeliz? En modo alguno. A menudo nos cruzábamos con caras y sonrisas de una trasparencia cristalina: pétalos húmedos brillando en la grisura, rosas frescas y vivas festoneando el muladar. Viéndolo uno comprendía lo que había dicho Naipaul cuando visitó Bombay: «Los pobres de la India solo rechazan el rechazo».
Aunque es bueno ver el lado negro y el lado blanco de todas las ciudades, uno se olvida pronto de Daravi ante la grandeza de Bombay, ante la estación de trenes más monumental y frecuentada de la India, la Chhatrapati Shivaji Terminus, donde la agitación no cesa nunca, ni siquiera por la noche, ante los edificios de la época Raj, ante el barrio del Fuerte, ante las Torres del Silencio, ante la isla Elafanta y las grutas que celebran la grandeza de Shiva, ante el templo Mahalakshmi, y ante los estudios cinematográficos de Film City, en el suburbio de Goregaon, donde te puedes volver loco.
Una ciudad para soñar y delirar. Vuelvo al punto de partida de mi narración: la Puerta de la India bajo la lluvia del monzón. Allí pisé por primera vez el suelo de Bombay, y allí me despedí, con la intención de volver.
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