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Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 12 de febrero 2021, 09:48
En 'Evocaciones y presencias', sus diarios póstumos recientemente publicados, José Jiménez Lozano reflexionaba así, al final de uno de sus apuntamientos: «Y tal es la desdichada conciencia de la vida, me parece a mí, del que no puede sentir la armonía y serenidad ... del vivir, situado ante el cuadro de los campesinos rezando a la hora del ángelus de la tarde de Millet, y cree que es una estampa costumbrista». En esa ceguera completa hacia cualquier manifestación de lo espiritual nos encontramos casi todos en estos tiempos posmodernos y pandémicos, con lo que lleva aparejada de darle la espalda a las preguntas primordiales que nos han hecho personas. Satisfechos de nosotros mismos, del bienestar con que el progreso nos somete a la banalidad tecnológica, nos regodeamos en nuestra poquedad, en nuestra insignificancia materialista.
Por fortuna no es el caso de los tres autores contemporáneos cuyos libros comentamos hoy; su obra, un aldabonazo para nuestra conciencia, es de mucho provecho y por tanto nos puede ayudar a vivir más y mejor. José Tolentino Mendonça, especialista en estudios bíblicos, teólogo y desde el año pasado cardenal, es uno de los ensayistas más reconocidos de las letras portuguesas actuales, además de poeta. En estas páginas recomendamos en su día 'Pequeña teología de la lentitud', donde ya recetaba el reposo y el recogimiento para encontrarnos con nosotros mismos. Ahora se publica en español, en la misma línea, también en la editorial Fragmenta, 'El pequeño camino de las grandes preguntas'.
La clave de lectura del volumen, formado por apartados con título, breves, pues ninguno sobrepasa la página de extensión, la proporciona el segundo texto, a partir de una serie de preguntas, once, de entre las que planteó en su escritura Clarice Lispector, pues forman la columna dorsal de las reflexiones de Tolentino, «ventanas inolvidables» que se abren a la existencia múltiple, plural, desde todos los campos del saber y el arte. Nada le es ajeno a su mirada abarcadora: de la antropología (Augé, Le Breton) a la danza (Martha Graham, Merce Cunningham), de la sociología (Bauman) al cómic (Pratt), de la escultura (Miguel Ángel) al teatro (Beckett), del psicoanálisis (Dolto) a la mística (maestro Eckhart), de la pintura (Cézanne) a la música (Dylan), de la historia (Plutarco) a la teología (Michel de Certeau, John Henry Newman), por espigar algunos. Del cine nos trae a Tavernier, Moretti, Tarkovski, Allen, Wenders u Oliveira, su compatriota. Y, por supuesto, muchos filósofos, poetas y narradores, cuyo simple índice onomástico sería impresionante. Sin contar con inclasificables esenciales, que no me resisto a nombrar, como Etty Hillesum, Simone Weil o Edith Stein.
De todos nos ofrece lo más granado. Entiende cada vida como el lugar de Dios, que no deja de ser una interrogación, sobre todo «en los pequeños gestos, en las tareas poco heroicas, en el silabario minúsculo de los días». La vida, asombrosa, indescifrable, «que no es solo pura biología, facticidad elemental, sino amor, intencionalidad, ética, arte, deseo, sueño y búsqueda». Entiende cada pregunta como «una posibilidad de nacer», al modo del arranque de 'El cielo sobre Berlín', en la seguridad de que «el verdadero viaje es aquel en el que la pregunta queda sin respuesta o se hace más amplia». En este sentido aboga por la amistad, el silencio, la bondad, la ternura, la vuelta al campo, la desacralización del dinero, el entusiasmo ante la creación, la búsqueda de la sabiduría, la soledad, el abrazo, el perdón, la levedad, la oración, la esperanza, en fin, por encima de todo el amor al prójimo. No puede decirse que no muestre salidas, respuestas.
Elogia también la espera y la atención, «como tarea espiritual primordial»: «con frecuencia aquello que nos parece más insignificante revela, para nuestra sorpresa un interés que al principio no vimos», lo mismo que Guadalupe Arbona en su dietario 'Enredada en azul' (Encuentro). De hecho confiesa que lo escribe literalmente «para darme cuenta de lo que me pasa», es decir para fijar aquello en lo que no solemos reparar, atolondrados por nuestro ritmo laboral ajetreado. Arbona, profesora de larga trayectoria académica y autora de numerosas monografías críticas, debutó en la creación literaria, si bien a tenor de alguna de las entradas va a publicar pronto un libro de relatos y deja caer en el libro poemas y prosas poéticas que atestiguan su condición última de poeta, con otro original y espléndido diario, 'Puerta principal', con la enfermedad como telón de fondo y en cuya estela se sitúa éste, de título procedente de una canción del mentado Dylan.
Junto a la cita dylaniana, con parte de la letra de la canción, abre el libro una referencia al azul de Jiménez Lozano, de quien partíamos, sin duda uno de sus escritores de cabecera, al que ha estudiado en profundidad, en concreto sobre el valor primigenio del color y su «trasunto de la pureza primitiva». Y en verdad Arbona es capaz después en sus entradas de recoger el azul sobrante de la creación, lo luminoso, si bien frágil, su prodigio, y entregárnoslo en forma de afectos y de sentido, con una humildad tan generosa que conmueve. Su norte, como el de Tolentino, es mantener, en la medida de lo posible, frente a la tristeza inmanente y congénita, lo que el luso llama «la perfecta alegría» a partir de san Francisco de Asís, «un Evangelio necesario, pero difícil». Da igual que esté como de costumbre en Madrid o de investigadora en Cambridge, en la costa dálmata o en la gaditana por Caños de Meca, en las inmediaciones de los Dolomitas, en Edimburgo, en Monza o en Londres, siempre, a pesar de los pesares y dolores, agradece y eleva, con un amor dichoso, la belleza innegable del mundo, que nos entrega sin más, como el don que es.
Igual que Tolentino, cuenta con la ventaja de la fe, salvoconducto para los que la tienen, muro infranqueable para los que no. Si bien el portugués nos recuerda su carácter de aporía, de «arte del riesgo», hipótesis, expectativa siempre en combate, a tientas, insegura de por sí, aun siendo «ancla, verdad, sentido». Acude Arbona en su defecto, como decíamos, a lo poético, para superar lo «áspero y escabroso» de la existencia y de uno mismo, esparce por sus páginas quietud, admiración, agradecimiento, cualidades que advierte en el monumental 'Salón de Pasos Perdidos' de Andrés Trapiello –referencia del presente, al lado de J. Á. González Sainz o José Mateos; entre sus cómplices espirituales: María Zambrano, Teresa de Jesús, recientemente Rachel Carson… se sitúa en primer término Flannery O'Connor, de la que es especialista consumada– para hacerlas suyas y al cabo del lector, con el misterio, pues todas las preguntas decisivas son retóricas, a la cabeza, si exceptuamos el amor, familiar y a los otros, incluido a la palabra.
La iniciación al misterio y la atención contemplativa son asimismo motivos latentes y capitales de 'Los imperdonables' (Siruela), que son los poetas, de Cristina Campo –que comparte también con Arbona su devoción por 'Los novios' de Manzoni y Zambrano, su amiga romana–, hasta ahora, increíblemente, inédita en español, si bien hace poco ha aparecido su exhaustiva y lúcida biografía, 'Vida secreta de Cristina Campo' (Trotta) a cargo de Cristina di Stefano y Pablo Fidalgo Lareo ha recreado en 'Qualcosa nascerà da noi' sus amores difíciles con el poeta Mario Luzi; esperamos que se vierta pronto al español su poesía.
Figura heterodoxa e insólita de las letras italianas, de la literatura en general, medio monja, medio hada, «frágil por fuera, férrea por dentro», como la describiese una amiga, de una sensibilidad aguda, turbadora, luminosa, Campo es una escritora incómoda, por única y por «colocar la verdad delante de todo», visionaria, enigmática a fuer de mercurial, en la que se entra o no; como sucede con su querida Simone Weil, con ella no hay término medio, o encanta o desespera. William Carlos Williams, en cuya obra rastrea, se sumerge en uno de los ensayos, se quedó estupefacto, flasheado, se diría hoy, ante su exégesis. En una carta le confiesa: «Usted me ha vuelto de revés como un guante, me ha desnudado enteramente». «Hilandera de lo inexpresable», la llama el bárbaro Guido Ceronetti, arrimándola a Santa Teresa, Catalina de Siena o la Dickinson, «en un espacio espiritual de exilio y canto, sin medida», ni impostura alguna, cabría añadir.
'Los imperdonables', en edición de lujo total, tanto por su factura como por contar con magistrales presentación y epílogo de Ceronetti y prólogo de Victoria Cirlot, más pertinente nota biográfica de Margherita Pieracci Harwell, es una recopilación, póstuma como gran parte de su obra, que apenas tuvo un puñado de lectores en vida, de escritos que no me atrevería a denominar ensayos. Campo dialoga, media, con multitud de autores en busca de respuestas, a cuerpo gentil, como siempre se mostró la escritora, en palabras suyas, mediante «un solo discurso en diversos tiempos, como una serie de piezas musicales en las que siempre vuelven los mismos temas y también las mismas palabras». Con un estilo al que bien podrían aplicarse los tres adjetivos con que define la escritura de Marianne Moore, otra que tal, «meticulosa, especiosa, inflexible», va trazando al tiempo, de forma elíptica, el tapiz de su pensamiento, de su vida. Los textos, con algo de ordalías, de erudición imaginativa, digamos inspirada, intuitiva, han sido calificados como «órficos», yo añadiría desfloradores, litúrgicos. Su singular prosa, radicalmente libre e inclasificable, me causa una gozosa y feliz extrañeza.
Respecto a los interrogantes que como mencionábamos se desprenden de la obra de Lispector, concluye Tolentino que «hay un momento en que comprendemos que las preguntas nos acercan más al sentido, a la apertura del sentido, que las respuestas. Las respuestas son útiles, sí, las necesitamos para seguir viviendo, pero la vida transforma esas respuestas en preguntas». Quien se pregunta, a mi juicio, aunque no la tenga, aunque sepa incluso que nunca podrá alcanzarla, está ya en la respuesta. Justamente por eso resulta tan importante frecuentar libros que nos interpelen desde lo crucial.
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