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Sólo existe un bien: el conocimiento. Y sólo existe un mal: la ignorancia. Eso nos dijo Sócrates, por boca de Platón. Sobre las observaciones, las pruebas, las hipótesis de la ciencia, la filosofía trata de alcanzar el entendimiento profundo: la 'sofía', la sabiduría. Por eso ... tanto una como la otra son imprescindibles para el auténtico conocimiento humano. Por eso ambas deben formar parte esencial del currículo de las personas en formación.
La llegada de Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea, a la presidencia del Senado, vuelve a llamar la atención sobre la necesidad de hacer realidad, en esta nueva legislatura, el acuerdo al que todas las fuerzas políticas llegaron en el Congreso, el pasado mes de octubre, para devolver a la filosofía el rango que le corresponde en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) y en el Bachillerato. Él ha sido, en los últimos años, uno de los grandes defensores de subsanar la quiebra que se produjo en diciembre de 2013 con la aprobación de la Lomce (la conocida como Ley Wert), en la que se suprimían la Ética (entonces Educación para la Ciudadanía) en el programa troncal de cuarto de la ESO, y la Historia de la Filosofía, en el de segundo de Bachillerato. Un vacío que, por otra parte, ya habían tratado de rellenar, total o parcialmente, nueve comunidades autónomas, utilizando su capacidad de incidir en los respectivos currículos académicos.
Tanto el Consejo y el Parlamento Europeo, como la propia Unesco, criticaron en su día la eliminación de dos tercios de las horas dedicadas a la filosofía en la Secundaria española. No es para menos. Suprimiendo la ética de los estudios troncales se impide que los adolescentes reflexionen, en una etapa vital para su formación como adultos, sobre asuntos como la dignidad del ser humano, el respeto y la tolerancia hacia las ideas de los otros o la consecuencia de los actos individuales, tanto sobre los demás como sobre uno mismo. Una invitación a la pluralidad, frente al monolitismo de los pensamientos únicos, que forma parte de la esencia misma de nuestra convivencia democrática.
Excluyendo o limitando la filosofía en la formación de jóvenes entre 15 y 18 años, se reduce su capacidad de aplicar el pensamiento racional en sus actitudes y actuaciones, pero sobre todo se impide la reflexión y el análisis en profundidad de las cosas, por no hablar de las mermas en la lectura comprensiva, la habilidad para la argumentación o la capacidad de elegir de manera sistemática la confrontación dialéctica antes que la física. En definitiva, se restringe el pensamiento crítico de la persona, eso que distingue el auténtico sentido de la democracia frente a los totalitarismos. Una barbaridad.
«No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa», dice Ortega en su defensa de la filosofía como modo de ser humano. La filosofía nos ayuda a saber qué nos pasa, auxiliándonos de paso en la toma de decisiones, uno de los mayores problemas del hombre contemporáneo, sumido permanentemente en el mar de la incertidumbre. Al lado de la filosofía como método de conocimiento, por no decir como actitud ante la vida, el repaso a la historia de la filosofía, desde los griegos hasta hoy, nos ayuda además a interpretar el presente como consecuencia de todos los pasados –lejano, reciente, inmediato- que conforman nuestra cultura. Y que están definiendo nuestra realidad. «Una vida que no ha sido examinada no merece ser vivida», nos dice Sócrates. Ni vivida, en el caso de los que ya han pasado sobre la tierra una buena parte de su existencia, ni por vivir, en el de los que comienzan a caminar por ella.
Y siempre con el ateniense, con el padre de la filosofía: «Dejad que quien vaya a mover el mundo primero se mueva él mismo». El mundo de nuestros valores, de nuestros derechos, de nuestras conquistas humanas en el tiempo y en la historia, merece ser movido por generaciones nuevas formadas, conscientes y responsables. No es poca, la utilidad de esa vieja sabia que llamamos filosofía.
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