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La Guerra Civil alargó su negra sombra sobre el cine español hasta por lo menos 1977, año en que desapareció la censura previa que tantos quebraderos de cabeza originó a guionistas y directores. Y todavía colearon sus efectos y miserias hasta 1982. El triunfo electoral ... del PSOE cerró definitivamente la herencia bélica: puso en la Dirección General de Cinematografía a Pilar Miró, una de las víctimas de esos años endebles de la Transición, y las miradas empezaron a dirigirse hacia el futuro.
Algunos territorios ya habían sido ganados a la censura en los últimos años franquistas. El destape, consentido desde comienzo de los setenta, llenó las pantallas de desnudos femeninos. Pero las obras que chocaban con el Régimen en lo político o ideológico tuvieron que aguardar a 1977 para ser estrenadas. Fue este un año de salida a la luz de los topos ocultos, de películas rodadas años atrás de forma casi clandestina. 'El desencanto', de Jaime Chávarri, que con su título bautizó las esperanzas defraudas de tantos en la Transición, encabezó ese nuevo destape a pesar de ser retirada del festival de San Sebastián en 1976, como protesta del productor Elías Querejeta por –dijo entonces– la represión del Gobierno sobre el pueblo vasco. Basilio Martín Patino aprovechó la ocasión para estrenar nada menos que tres películas rodadas a principios de los setenta, ajenas a permisos oficiales: 'Caudillo', 'Queridísimos verdugos', y sobre todo 'Canciones para después de una guerra', que se convirtió en un éxito inmediato de taquilla y crítica. Eran documentales que respondían a la urgente necesidad de llevar a la pantalla la realidad del país, ya fuera de los años de penitencia del franquismo en el caso de Martín Patino, o el viento de actualidad en el seno de una familia que no resistía el empuje de los nuevos vástagos mostrado por Jaime Chávarri. Pronto otros documentales enriquecieron la oferta: 'La vieja memoria', 'El proceso de Burgos', 'Ocaña, retrato intermitente'…, más la propina del estreno de 'Viridiana', de Luis Buñuel, aparcado desde 1961 por una mala digestión del Caudillo en la que mandó destruir todas sus copias. La apertura cinematográfica tuvo también que resistir los embates violentos de sectores minoritarios que no estaban dispuestos a ceder fácilmente el monopolio político de cuarenta (o forrenta, según cómputo de Forges) años.
Carlos Saura lo había sufrido con 'La prima Angélica' en 1973, cuando estalló una bomba en el cine que la exhibía. En la democracia naciente otra bomba interrumpió la proyección de 'La portentosa vida del padre Vicente', de Carles Mira. Y las películas que en esos años se atrevieron a reflejar a sus potenciales agresores pasaron por dificultades continuas: 'Camada negra', de Manuel Gutiérrez Aragón, 'Siete días de enero', de Juan Antonio Bardem. Con recursos judiciales, más difíciles de sortear que los gritos y los petardos, se paralizó durante casi dos años el estreno de 'El crimen de Cuenca'.
Pero el empuje de los nuevos tiempos ya era imparable, y el cine no podía sino contagiarse de él. En 1978 se convocó el Primer Congreso Democrático del Cine Español, auspiciado por el PSOE y apoyado por la mayoría de los partidos. Solo UCD, entonces en el Gobierno, rechazó las conclusiones finales, que entre otras cosas pedía la supresión del NO-DO, la desaparición de la Junta de Clasificación, una cuota de películas nacionales en televisión… La Junta de Clasificación parecía ser un simple órgano administrativo que ponía etiquetas: X, S. Este apartado S, de Sexo, o de Sensibilidad, que incluía «películas que pueden herir la sensibilidad del espectador», llevaba a los márgenes del sistema de exhibición cintas eróticas o violentas, pero también a Pasolini, o a Oshima. Y al 'El crimen de Cuenca'.
Al final ganaron los mejores. Las ganas y el desparpajo del cine español de finales de los setenta y principios de los ochenta desbordaron las barricadas del Antiguo Régimen. 'Arrebato', de Iván Zulueta, se estrenó en 1979, adelantándose en pocos meses al debut de Pedro Almodóvar, 'Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón', escaparate de la movida. José Luis Garci abrió con 'Asignatura pendiente' lo que la crítica llamaba la tercera vía, un supuesto surco entre apocalípticos e integrados. Y Fernando Trueba inauguraba su carrera con 'Ópera prima', su apuesta por la comedia madrileña. Los restos del pasado, al menos sus trabas legales, fenecían con las nuevas leyes impulsadas por Pilar Miró. Hasta Rafael Gil, el poderoso director del franquismo, se empeñaba en hacer su propia gracia con «…Y al tercer año resucitó». La guerra había terminado.
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