![Objetos al acecho](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202004/03/media/cortadas/vangogh-kvBG-U100760492966UBI-624x385@El%20Norte.jpg)
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tomás sánchez santiago
Viernes, 3 de abril 2020, 07:19
Quienes necesitamos habitualmente vivir confinados entre cuatro paredes, para acercarnos entre palabras mejor al mundo, escuchamos con oídos extrañados la quejumbre general ante los días que nos esperan. No hablo de los estragos del coronavirus sino de esas nuevas modulaciones de la vida cotidiana ... que se empiezan a imponer. Era el recientemente desaparecido George Steiner quien decía que su patria estaba siempre allá donde hubiera una mesa para trabajar. Con eso le bastaba. Cualquier escritor suscribiría eso porque vivir de puertas para adentro es el territorio natural del pensamiento. Antes de esta estampida que ha dejado vacíos todos los espacios públicos no imaginábamos que atender lo inmediato que nos rodea –eso que hasta ahora no tenía rostro de tantas veces como lo veíamos a diario– puede convertirse en la aventura radical de estas semanas. Hace casi treinta años tuve que soportar algo parecido a este mismo acuartelamiento. Fue un arresto domiciliario severo, con añadidos que me menguaron las fuerzas del cuerpo y la entereza del ánimo. ¿Qué me salvó entonces? ¿A qué me aferré? A eso, a la contemplación de la vida mínima de la casa: el fulgor decreciente –día por día– de la fruta en los aparadores; los dibujos del sol al entrar cada mañana, cada vez de manera distinta, con su alcance luminoso en las habitaciones; la misteriosa altivez de la utilería de la cocina, colgada y dando la espalda desdeñosamente a todo; el parque temático de las sustancias con que nos enjabonamos el cuerpo en el baño… Todos estamos rodeados de objetos domiciliarios llenos de inadvertencia pero que, de repente, salen de su inercia cuando los observamos con otros ojos, con otro detenimiento.
Y es que cualquier casa es realmente un museo donde nos esperan, agazapadas, las cosas en sus posturas de silencio como esas cabezas disecadas de animales, ancladas en las paredes y que advierten de algo con la boca abierta y los colmillos al aire. Las cosas, las cosas… Su potencia imprevista a la espera de una mirada que las sepa despertar. Siempre me acompaña un poema de Raymond Carver que trataba de esto mismo. El poeta cierra sin querer la puerta de la casa y queda afuera, bajo la lluvia, sin poder entrar; se asoma por el ventanal y ve las cosas de siempre allí, muy solas («La taza del café y el cenicero esperándome / en la mesa de cristal, y mi corazón / que se iba hacia ellos. Les dije: Hola, amigos»). Entonces se le ocurre subir a la terraza ayudado de una escalera de mano, por si pudiera entrar por alguna ventana superior. Y no, de momento no lo consigue pero ocurre esto: Carver se asoma al interior donde suele trabajar y ve algo prodigioso; ve su propio cuarto ya desde otra perspectiva: «Estar allí dentro y no estar. / No sé cómo explicarlo». Así lo expresa en el poema. Es como si su mirada hubiera renovado el manotazo macilento de la costumbre y los objetos vibraran de otro modo ante él. La lección del poema –la necesidad de poner una mirada distinta ante las cosas para verlas siempre por primera vez– nos concierne a todos en este episodio inaudito de restricción general que ahora mismo estamos viviendo a duras penas.
Seguramente en breve se apelará a psicólogos y terapeutas del espíritu para ayudar a sobrevivir a quienes naufraguen en este viaje impuesto alrededor de una casa. Pero en el repliegue exigido por la circunstancia actual –'disciplina social', dicen los La vida urbana, donde casi todos hemos encallado, nos atrae con sus numerosos estímulos gregarios (bares, restaurantes, cafés, auditorios, museos, discotecas…) que han sido dispuestos para sacarnos de nosotros mismos. gobernantes– ha aparecido el fantasma de una intemperie desconocida. La intemperie provocada por tener que estar de pronto, inermes obligatoriamente, ante nosotros mismos. Sin más escolta que la que pueda ocurrir bajo el techo de la casa; sin más escenario que ese que abandonamos precipitadamente cada mañana cuando cerramos con llave la puerta y salimos al mundo suponiendo que la vida es lo que está afuera, esperándonos. Pero ahora es ese mundo domiciliario –tan a mano, tan consabido– lo único que tenemos con nosotros. Y nuestros objetos inmediatos nos interpelan, nos acosan con la hinchazón de su presencia enmudecida, nos muestran la fuerza de su quietud engañosa. «Se ha cambiado la ley: / mis posesiones me presencian», dice Olga Orozco en ese otro poema, 'Objetos al acecho', que parece complementar suavemente el de Carver. Y tal vez esa es la enseñanza que podríamos sacar de este acuartelamiento general. La posibilidad de desdibujar por fin la costumbre amortecida de la mirada, el reavivamiento de la importancia de esa galería de menudencias que tenemos tan cerca y ahora parecen cuchichear sobre asuntos nuestros, «esta extraña asamblea que me acecha, / este cruel tribunal que me expulsa otra vez de un irreconocible paraíso, / recuperado a medias cada día», tal como dice cuando llega a su final el poema de Olga Orozco.
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