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Sí, reconozco que me produjo una inesperada sensación de frialdad y desasosiego ver tanto nenúfar seguido en un espacio tan reducido. Hablo de la exposición de la obra de Claude Monet en el número 1 de la madrileña plaza de Cibeles que permanecerá abierta hasta ... el 25 de febrero. La mayoría de los lienzos que se exhiben pertenece a la etapa de Giverny, esa bella localidad normanda en la que el artista se instaló a inicios de la década de 1880 y donde moriría en 1926, después de tirarse casi medio siglo atrapando la luz que, en ese escenario, se fundía con una vegetación exuberante e idílica.
La verdad es que era precisamente la belleza de ese entorno paisajístico, como de viñeta, y las películas de Monet moviéndose en él, mientras pintaba frente a un caballete o fumaba o le mostraba la hermosa flora a una visita, lo que me producía inquietud. Había en aquellas imágenes del «artista feliz en su mundo» algo de naïf y simplón, de mecánico y teatral, de impostado. A esa sensación de estar viendo a un muñeco moverse dentro de un guiñol, a ese mecanicismo de las escenas, contribuía, sin duda, la precariedad de las cintas cinematográficas que acompañaban la muestra, ese ruidoso silencio en un parpadeante blanco y negro característico del cine mudo; esa velocidad robótica y charlotesca de los andares, las sonrisas, los brazos gesticulantes.
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Roberto Terne
Me parecía todo demasiado simple: un creador metido en su medio como un pez en una pecera y haciendo únicamente lo que sabía hacer: pintar nenúfares en serie. ¿Podía ser así de pobre y limitada la vida? ¿Podía consistir sólo en dar con un paraje de ensueño y en entregarse al arte de reproducirlo en los distintos momentos del día? ¿Podría limitarse a moverse dentro de esa tarima natural como un autómata sobre una peana o como un barbudo Papa Noel en una caja de música? Un día y otro día pintando un nenúfar tras otro nenúfar… No digo yo que ese ser no fuera un genio del impresionismo, ni que careciera de sentido cazar a lazo una planta en los distintos momentos de la jornada en los que se expone a una luz cambiante. No digo yo que no represente Monet ese momento en el que, gracias a la industria química de los fabricantes de pinturas al óleo, e imitando el ejemplo de los fotógrafos, el artista podía salir de su estudio y pintar al aire libre una realidad sorprendida en unos encuadres novedosos y revolucionarios. No pretendo quitarle a Monet el reconocimiento que merece por su original aportación a la historia de la pintura. Simplemente me limito a comentar un sentimiento, una impresión tan impresionista como el arte que me la inspiró: el desasosiego que puede suscitar una representación sin fisuras aparentes de un medio vital amable, confortable, tanto como monótono. Lo diré de otro modo: era como si en medio de ese medio vegetal 'monetizado' por el pincel, Monet fuera un nenúfar más, una parte del decorado, un elemento no discrepante sino añadido a ese esteticismo hueco, desolado, despoblado de seres vivos, exento de palpitación humana.
Los cronistas han idealizado aquella casa en la que el jardín adquiría cotidianamente un particular protagonismo por un colorismo y una luminosidad que sintonizaban con las voces infantiles y juveniles de una numerosa y bulliciosa familia. El pintor, viudo desde 1879 de Camille Doncieux, se había dejado consolar de esa irreparable pérdida por Alice, la esposa de su amigo Ernest Hoschedé, un magnate de los grandes almacenes caído en la bancarrota en 1877. Alice no se casaría con Claude hasta 1892, una vez muerto Hoschedé. O sea, que seguía siendo la esposa de este último cuando se unió con Monet y cuando ambos se trasladaron a Giverny llevándose los hijos que uno y otro habían tenido durante sus respectivos matrimonios. Lo cuenta magistralmente la escritora judía-alemana Eva Figes en una 'nouvelle' publicada en 1983 que aborda la etapa de la que hablo: 'La luz y Monet en Giverny'.
Volvemos al desasosiego. El gran hallazgo del libro reside en el contraste entre las deliciosas descripciones de los rayos del sol rodando sobre las maderas de los muebles o los rosales del jardín y una Alice contrariada por su irregular situación conyugal, insomne, aquejada de fuertes jaquecas, rencorosa con el hombre que se levanta ruidosamente en la madrugada para trabajar y por el que tuvo que «renunciar a su clase social sin ni siquiera obtener a cambio un anillo de boda».
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