Ver a través de sus ojos el detallismo doméstico de Brueghel, los manuscritos de los Machado o la huella de los celtas. Caminar a su lado por el British Museum, el Prado o la recién ampliada Fundación Helga de Alvear. Saludar a ... sus amigas, comprar poemas a espontáneos digitales y comer boquerones en vinagre. Eduardo Moga escribe la decantación de sus paseos por exposiciones recorridas durante los últimos siete años y recoge sus impresiones en 'Expón, que algo queda' (Editorial Polibea).
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El poso aludido adquiere forma de narración, sin caer en la tentación sinestésica. Moga convierte cada muestra en un pretexto para aliñar el contenido de la misma con sus impresiones y con los cabos que esa realidad, por remota que parezca, lanza a la suya. El lector se entrega así a la agenda y preferencias del diletante que recorre galerías y museos sin más compromiso que el disfrute. Y el escritor abona generoso las entradas a las que nos invita.
Moga entiende los precios que estipulan los países vecinos –hay placeres impagables–, la paciencia natural en las colas británicas, le molesta tropezar con el exceso de público y añora los tiempos en los que el Prado no era parada turística obligada y cualquier español podía entrar blandiendo su D. N. I.
Curioso omnívoro, el libro comienza con una visita al CaixaForum de su ciudad, Barcelona, y los objetos diseñados por los surrealistas. Prosigue con la saga de los Brueghel en el Palacio de Gaviria, de Madrid. Los cuadros de los flamencos cuentan la vida de las Provincias Unidas, pero también las mercancías exóticas del Lejano Oriente, todo un reportaje gráfico del XVII. El emplazamiento le lleva a Galdós y a la oposición de los coetáneos conservadores del canario que minaron sus posibilidades de lograr el Nobel.«La España cainita nunca defrauda», escribe.
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La remembranza de los Machado en el Instituto Cervantes le hace reparar a Moga en la pelea entre editores y escritores. Antonio pide epistolarmente 500 pesetas por sus 'Soledades' y Gregorio Martínez Sierra le contesta que es una petición«desmedida y usuraria». «Estas prosaicas vicisitudes de los poetas contrarrestan cierta hiperbólica tendencia a idealizarlos», apunta el narrador.
Los cortos dedos de Picasso y los paisajes industriales desolados de Lowry –un recaudador de alquileres e incondicional del verismo italiano– preceden a la parada de Sorolla en Londres. Moga se cerciora allí de que su 'costilla' tiene ensimismamiento propio y que él corrió el peligro de quedarse fuera del museo. La oferta de Huntington al pintor valenciano le llevó a recorrer España con el correspondiente rédito en lienzos que escaparon a su hipnótico tratamiento de la luz mediterránea. Los 'skaters' que rodean los paños racionalistas del MACBA relativizan los interrogantes que dejan las esculturas de Plensa. Lee Miller pasó de ser modelo a aprendiz y amante de Man Ray imprimiendo su leve huella en el surrealismo inglés. Moga, traductor de la última monumental edición bilingüe de 'Hojas de hierba', de Whitman, tiene la certeza de que los movimientos irracionalistas arraigan apenas en la tradición británica,«pese al punk y a José Mourinho».
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De los fugaces surrealistas a los pertinaces dadaístas rusos en el Reina Sofía, donde el catalán reflexionó ante un 'relaxing' café –Ana Botella devino en clásica– sobre el aserto bretoniano «la belleza será convulsiva o no será».
No siempre la belleza es la finalidad de una exposición, ni el placer del visitante, el objetivo. Así Eduardo recuerda estar al borde de las lágrimas en Mautahusen ante la recreación de Auschwitz que acogió el Centro de Arte Canal. Y si hay un pintor que epata al público inglés es Goya, cuyo predicamento es, a decir de nuestro lázaro, «similar al de la sangría y las playas de Lloret». La colección Gesternmaier, bretones, vikingos o chinos, son otras paradas en el paseo del diletante incansable.
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