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Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Valladolid
Viernes, 21 de febrero 2020, 07:32
A finales del siglo XIX los Estados Unidos habían cambiado tanto que apenas podían reconocerse en lo que habían sido antes de la Guerra Civil. La industrialización y la vida urbana a la que cada vez más gente aspiraba, cambió la textura social de una ... sociedad que veía, entre asombrada y asustada, que los valores que la habían gobernado estaban desapareciendo a demasiada velocidad.
A principios del siglo XX surgieron tres modos de reflejar literariamente la nueva textura social: Sinclair Lewis buceó en las simas más degradadas de la sociedad: allí donde la pobreza y la corrupción reinan; William Faulkner, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald o Djuna Barnes construyeron historias que, por el modo en que estaban narradas, se alejaban mucho de las preocupaciones sociales e indagaban en la sensación de extrañamiento de unos personajes que no terminaban de encontrar sentido a sus vidas; por último, Willa Cather prefirió un realismo que no fuera doctrinario –como sí lo era el de Lewis– y que tampoco cayera en los experimentos formalistas que dificultan la comprensión de lo narrado como fue, con tanta frecuencia, el caso de las novelas de Faulkner.
Cather, por razones familiares pero también por propia elección, fijó su atención en las tierras despobladas de Nebraska en un tiempo en que aún existían los pioneros. Sin embargo, no animó su escritura el impulso rabioso de la conquista o del futuro que se abría ante quienes decidieron poblar esas tierras. Cather aprendió de Mark Twain y también de Sarah Orne Jewett y Mary Wilkins Freeman, quienes habían escrito sobre un mundo que iba desapareciendo irremediablemente, y que dejaba en ellas y en los lectores una angustiosa sensación de desamparo. Es la escritura regionalista –costumbrista en un sentido muy ajustado– de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Frente a la amenaza de las grandes ciudades y sus fábricas oscuras, Cather prefiere indagar en la vida de las pequeñas ciudades donde todos se conocen y donde el tiempo parece detenido. Así hace en 'Los mejores años' –sin duda, uno de sus mejores cuentos– en el que narra la historia de Lesley Ferguesson, una muy joven maestra que vive con su familia en un pueblecito de Nebraska. Su vida es la escuela y sus alumnos. Al final muere en unas circunstancias trágicas, y quien la había apoyado para que fuera profesora vuelve al pueblo para visitar a la madre. Todo ha cambiado desde la última vez que estuvo. Entonces, aunque más pobres, los Ferguesson eran también más felices. Esos fueron, cuenta la madre, sus mejores años: aquellos que pasaron trabajando sin descanso pero con un puñado de certezas pétreas y un hogar que les pertenecía.
Lesley lucha por sobrevivir a la neumonía que tiene desde el día en que una tormenta de nieve asoló el pueblo y ella se quedó encerrada en la escuela con sus alumnos. No es extraño que 'Los mejores años' lleve a los relatos épicos de Jack London en que el hombre se enfrenta a una Naturaleza desatada y ciega. El paralelismo se acentúa al acabar el cuento y percatarse de que, al igual que en, por ejemplo, el de London 'Hacer un fuego', en 'Los mejores años' la factura es impecable y nada sobra ni falta en el relato. Todas las descripciones, todos los comentarios del narrador, todas las acciones de los personajes tienen una razón de ser. Hay diferencias, por supuesto, pues en Cather no aparece determinismo alguno y la lucha es más bien indirecta. La escritura seca de la fragilidad humana, por el contrario, los emparenta.
Otro de sus cuentos más logrados es 'El caso de Paul': la historia de un adolescente que se rebela contra la mediocridad de la sociedad en la que vive, representada por el colegio y por su familia. Paul es un rebelde sin causa o quizás con la causa que otorga la adolescencia. Vive en Pittsburgh, una ciudad de la que la escritora da pocas indicaciones, y en la que su rebeldía toma la forma de la evasión artística. El joven se enfrenta a la sociedad, lo castigan en el colegio y en casa el padre es una presencia imponente que coarta su libertad. Ante ese panorama, Paul solo tiene dos salidas: el teatro, donde encuentra trabajo de acomodador –y gracias al cual sueña otras vidas– y el suicidio, único recurso en una sociedad que no permite ni la libertad ni la disidencia.
Son dos relatos muy diferentes a primera vista. 'Los mejores años' recuerda a sus mejores novelas, 'El caso de Paul' es una aproximación a la rebeldía adolescente que años después se encarnaría en James Dean o en Dean Moriarty. En cualquier caso, en los dos sigue el consejo de Poe –que Cather entendió obligatorio– de contar con la precisión de quien sabe que lo superfluo lastra todo cuento.
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan es compilador de la antología 'Pioneros. Antología del cuento norteamericano del siglo XIX' (Ed. Minotaruo, 2011)
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