Fermín herrero
Valladolid
Viernes, 9 de abril 2021, 07:22
Anne Hathaway, la mujer de William Shakespeare, siempre ha permanecido en la penumbra biográfica del dramaturgo inglés, ya de por sí poco clara. Como casi todo en la vida del genio, ha sido, ante la ausencia de datos seguros y fiables, objeto de especulaciones de ... muy diversa naturaleza en estudios y semblanzas concienzudos, pero siempre, al cabo, susceptibles de revisión por falta de consistencia indiscutible.
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En 'Hamnet' (2020), la consagrada novelista norirlandesa Maggie O'Farrell ha tirado por la calle de en medio recurriendo a su vida para apuntalar una ficción casi pura. Para empezar, aunque la cita primero con su nombre de pila, nos la presenta siempre como Agnes y no sólo no la mantiene en un segundo plano sino que, a pesar del título, le concede, en contraste con lo habitual, un protagonismo absoluto respecto a su marido escapista, a menudo abatido y melancólico, permanentemente frustrado hasta que emprende su aventura teatral, en la que apenas se repara, sólo sabemos que le sirve para prosperar, en Londres, lejos de su familia, y adquirir al tiempo bienes raíces en su ciudad natal. De hecho, a Shakespeare ni siquiera se le nombra como tal, el narrador alude a él, entre otros epítetos poco épicos, como «el preceptor de latín», «el hijo del guantero», «el marido» a secas o el «profesorzuelo paliducho»», pero según su santa esposa con «muchas cosas escondidas dentro». Y tanto, si atendemos no ya a su obra entera, cumbre de la dramaturgia universal, cuya autoría ha sido también puesta muchas veces en entredicho, sino simplemente a cualquiera de sus tragedias o dramas históricos, pese a su apariencia despistada, pusilánime sin remedio e incapaz por completo para sus allegados, como subraya O´Farrell en la novela.
Agnes, pues, protagoniza la narración. La novelista elige su versión más asilvestrada, con una cernícala al hombro al presentarla, en un momento dado se la moteja como «elfa» o «espíritu del bosque». En su condición de curandera se pierde con frecuencia, cogiendo bayas o herborizando, «guardando en secreto ciertas flores, hojas, vainas, pétalos y semillas en la faltriquera de cuero que lleva en la cadera». Su inclinación telúrica la lleva literalmente a emboscarse o a internarse en lo más intrincado del bosque para parir; tan apegada está a la tierra que es incapaz de dormir en el piso superior de la casa. De una «belleza inquietante, anormal», tiene desde su nacimiento una magia, un don, que la convierte en mitad pitonisa mitad visionaria, premoniciones incluidas. Al tiempo, se pone el foco en su vida rutinaria, familiar, criando sus tres hijos en ausencia de su marido, como ejemplo de la abnegación y sacrificio de las mujeres de la época.
El título, sin embargo, y el magnífico arranque de la novela, situada en la casa de sus abuelos, paredaña mediante «cañizo y palos» a la de los Shakespeare, se lo dedica O´Farrell a Hamnet, el único hijo varón de la pareja de Stratford-von-Avon, que está buscando a su hermana gemela, afectada sin que lo sepa por la peste que, según la novela, pues no se saben con exactitud los motivos de su prematuro fallecimiento, provocará su muerte. La explicación del título, en relación con la obra cumbre del dramaturgo inglés, se completa con el desenlace, en un corral de comedias londinense, durante la escena del espectro del padre en una representación de 'Hamlet'.
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Con independencia del argumento, la novela resulta conmovedora y es una muestra más de la escritura poderosa, bien armada, con un nervio narrativo que nunca defrauda, de O´Farrell que, al menos en lo que respecta a lo publicado en español, siempre intenta algo nuevo y de entrada difícil. En esta ocasión profundiza con mucha sutileza en las entrañas de los personajes, en particular, como recalcamos antes, en la figura problemática de la mujer de Shakespeare, desde la extrañeza ya en su niñez: «crece con la sensación de hacerlo todo mal, de estar fuera de lugar, de ser muy oscura, muy alta, muy ingobernable, muy testaruda, muy callada, muy extraña. Crece sabiendo que solamente la toleran, que es irritante, inútil, que no merece cariño, que tendrá que cambiar sustancialmente, someterse por completo si pretende casarse».
Pero no es esa la única virtud de la novela. Conviene destacar también cómo se gradúa, con qué pericia, el puzzle temporal que configura la trama hasta la traca con que remata en Londres la historia. O el ritmo sostenido de la prosa, marca de la autora, que se entrecorta y adelgaza, como si se quebrase, durante el duelo fundamentalmente de la madre, en consonancia con el tono elegíaco de esta parte, tal vez la más lograda del libro, si bien la recreación de la sociedad de la época, su atmósfera, los ruidos, los olores, tanto en exteriores como en los numerosos fragmentos domésticos, de una minuciosidad abrumadora, como las descripciones de los paisajes boscosos, es igualmente remarcable. Y ahora recuerdo el episodio, soberbio, de cómo llega la peste negra o pestilencia a Stratford desde la lejana Alejandría, vía Venecia, y a través de diversos portadores, u otros pasajes en los que la acción se remansa y cuaja: el amortajamiento del niño muerto, otra escena protagonizada por Agnes, la de su presentación, en su «huerto de bruja», desemjambrando y castrando colmenas en sus «pañales de cáñamo trenzado», o el mentado desenlace en el que confluye con acierto el argumento.
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