José Luis García Martín
Viernes, 10 de diciembre 2021, 19:56
Al margen de las simpatías o antipatías que cada uno pueda tener hacia la persona de su autor, Pedro J. Ramírez, pocos libros tan apasionantes como 'Palabra de director'. Puede leerse como una novela «basada en hechos reales», con un narrador en primera persona ... que ha estado, como Gabriel Araceli, el protagonista de la primera serie de los Episodios nacionales galdosianos, en primera línea –a veces en los despachos, a veces en las cloacas-- de todos los acontecimientos importantes de la historia española desde los años setenta hasta comienzos del siglo XXI.
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Entre Pepito Grillo y Rasputín, el protagonista de esta trepidante novela ha sabido moverse siempre en todos los círculos del poder. Contribuyó quizá más que nadie a la caída de un presidente, Felipe González, y al encumbramiento de otro, José María Aznar, y fue cercano confidente de Rodríguez Zapatero.
Inverosímiles resultan muchas de las peripecias que nos cuenta, pero las más inverosímiles sabemos por otros medios que son rigurosamente ciertas: que el Cesid tuviera habilitado un chalet para los escarceos sexuales del jefe del Estado y que con dinero público pagara, si no los favores, sí al menos el silencio de alguna de sus acompañantes; que secuestros, torturas y asesinatos fueran cometidos por mercenarios pagados con dinero público o directamente por funcionarios públicos; que un exjefe de la Guardia Civil fuera presuntamente detenido en Laos en una chapucera farsa que parece sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón.
Pedro J. Ramírez tiene muchas cosas que contar y sabe contarlas bien. El libro comienza en 1980 cuando es nombrado director de un declinante Diario 16 y --aunque hay un flash back a los años en que se inicia como periodista y muy pronto entra a formar parte de la plantilla del ABC-- tiene el acierto de no dedicar más de página y media a sus orígenes familiares y a sus años de infancia y adolescencia. Sabe que lo que nos importa a los lectores –no todos los memorialistas lo saben- es lo que pueda contarnos de unas trepidantes décadas que el vivió entre bastidores de los grandes acontecimientos y a veces en el escenario.
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No nos defrauda. De la relación de Aznar con Bush se ha hablado mucho, pero no sabíamos –o no sabía yo- el favor que antes le hizo al anterior presidente. Así se lo confidencia a Pedro J. Ramírez: «Clinton me propuso que saliéramos a fumar un puro al jardín. Entonces me pidió que hiciera una gestión ante Chirac para que apoye la destrucción de todas las infraestructuras de comunicación serbias, incluida la televisión». Muy pocos días después hubo una oleada de bombardeos sobre Belgrado y la sede de la televisión serbia fue borrada del mapa. Pedro J. anota maravillado: «Así funcionaba el club de las grandes potencias, en el que España trataba de asomar la cabeza: un domingo Aznar me había hablado de esa torre de comunicaciones y un miércoles había sido borrada del mapa».
En 1985 acompaña a los reyes en un viaje oficial a la Unión Soviética y allí es testigo de un conato de trifulca entre ellos «a cuenta de algo tan nimio como la tardanza de la reina en arreglarse». De ese detalle no hay constancia fuera de estas páginas, pero sí de otros más graves, como las ausencias del rey sin permiso del gobierno, según era preceptivo, que le impedían a veces cumplir con sus obligaciones. En 1992, se retrasó el nombramiento del sucesor de Fernández Ordóñez porque no se le podía comunicar al rey, fuera de España por motivos privados (acompañaba a su amante de entonces). Y a veces, para no retrasar algún asunto, se tuvo que hacer trampas. Una información de El Mundo afirmaba lo siguiente: «Según el BOE, el rey firmó una ley en Madrid un día que estaba en Suiza». Se atribuyó, qué remedio, a una errata.
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Hay muchos diálogos en Palabra de director, muchas palabras puestas en boca de personajes reales. ¿Son transcripciones directas o recreación del autor? Como bastantes de esos personajes aún viven, ellos podrán confirmarlo o desmentirlo. Una acusación del entonces ministro de Interior y Justicia resulta particularmente grave: «Belloch me había citado, a finales del año anterior, en su despacho del palacio de Parcent y me había pedido ayuda para encontrar a Roldán. 'Se trata de poner a un delincuente a disposición de la justicia… antes de que alguien se nos adelante y le mate'. Le pregunté a quién se refería y me contestó sin rodeos: Narcís Serra».
Juan Alberto Belloch es en estas memorias un intrigante poco de fiar. Su gran aspiración era sustituir a González como jefe del Gobierno y líder del PSOE y no tuvo inconveniente en buscar la ayuda del director del diario que más ferozmente combatía a los socialistas: «Para ganar mi confianza se reunió una y otra vez conmigo, permitiéndome incluso escuchar, al través del altavoz del teléfono, las conversaciones que mantenía con González durante sus viajes en el extranjero». También le consiguió, al parecer, copia de un sumario secreto para que pudiera anticiparlo como exclusiva.
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En este fascinante relato, protagonizado por un «elegido del destino» –así llega a considerarse--, no podía faltar la trama, la trampa sexual. No elude Pedro J. Ramírez los detalles escabrosos de aquel encuentro en que una conocida –solo la había visto media docena de veces y de manera amistosa-- le recibió en ropa anterior, le ofreció una copa, ya preparada sobre una mesita, y le propuso realizar «una serie de juegos sexuales inesperados e infrecuentes». El video de aquel encuentro circuló entre risotadas por toda España, pero finalmente quien rio mejor fue Pedro J. que logró llevar a juicio a todos los implicados, muy próximos a Rafael Vera y a otros implicados en los Gal.
Muchas cosas nos descubre este libro sobre cómo funcionaban, y seguramente funcionan, las cosas en España. Pedro J. tenía un chalet en Mallorca que incluía una piscina ilegal según la ley de Costas. Para arreglar el problema, acudió a la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. La ministra, tras estudiar el asunto, le dijo que no tenía más remedio que abrirle un expediente «por incumplimiento de los términos de la concesión». No conforme con ello, llama a Bono. El ministro de Defensa se quedó atónito y decidió contárselo a Zapatero. Al rato, llama a Ramírez: «Oye, que el presidente no sabía nada. Que él creía que la cosa iba bien. Fíjate lo que me ha dicho: '¡Menudo carácter tiene esta mujer!'. Chico, yo alucino».
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No cabe duda de que quien es capaz de involucrar, no ya a varios ministros, sino a todo un presidente del Gobierno para solucionar un problema administrativo no es un cualquiera. Al parecer para expulsarle de la dirección de Diario 16 tuvo que intervenir incluso el rey, aunque luego se arrepintiera. Tras la publicación del artículo «Un verano en Mallorca», que constituyó «la primera crítica a la conducta de Juan Carlos que se publicaba en un gran diario nacional», el jefe de la Casa Real le invitó a tomar café en la Zarzuela y a poco apareció el rey: «Ya sé que tú sabes que un día yo le dije a Juan Tomas de Salas que no se sentara a mi lado hasta que no te echara como director de Diario 16… pero no pensé que iba a ser tan tonto como para hacerme caso».
Esta primera entrega de las memorias de un periodista «que nunca ha temido a la verdad» terminan cuando se encuentra «en la cumbre de toda su fortuna», cuando aparecía en las listas de los diez hombres más influyentes de España –a veces, «incluso entre los cinco», aclara-, se le consideraba «el periodista europeo más influyente», el jefe del Gobierno y el de la oposición le invitaban con frecuencia a su casa y él les invitaba a la suya. Era en 2006, luego vendrían la crisis económica y las peripecias que acabaron con su expulsión de El Mundo, pero eso queda para otro tomo, que no será menos impactante que esta Palabra de director, más recomendable que ninguna novela negra para pasar entre sonrisas y sobresaltos las noches de insomnio.
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