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Tomás Salvador González, en la Fundación Segundo y Santiago Montes en 2018. Rodrigo Jiménez
La memoria de Tomás Salvador

La memoria de Tomás Salvador

El poeta zamorano murió la pasada primavera y su amiga recorre la presencia del pasado en su obra

Esperanza ortega

Valladolid

Viernes, 27 de noviembre 2020, 07:53

Tomás Salvador murió la primavera pasada. Sin embargo, no voy a hacer de este artículo un panegírico del poeta zamorano que tanto quisimos en Valladolid. De lo que voy a hablar es del lugar que la memoria ocupa en su poesía: Mneme, la madre de todas las musas, de cuyo nombre procede la palabra 'memoria', estuvo siempre a su lado mientras escribía sus versos, quizá por eso son tan inspirados.

Y la manera en que Tomás Salvador aborda el tema de la infancia nos demuestra que era un poeta original. Sus poemas no solo dan cuenta de las experiencias pasadas, sino que acogen también sus visiones y sus ensoñaciones, sin despreciar el halo de invisibilidad que distingue a la memoria cuando posee intensidad poética. Dice en uno de sus primeros textos:

«Yo alimento la llama para alguien que no veo, / aquel que cruza el valle y de no ser por las brasas / se pierde y tienta a ciegas / el camino».

Algo que me llama especialmente la atención en su obra es la ausencia de esa nostalgia con que se suelen recordar los años infantiles. Quizá porque se sabe de la estirpe expulsada del paraíso, no describe su pueblo como un edén que deseara recobrar y, en consecuencia, su escritura no va en busca del tiempo perdido. La belleza se comporta allí de manera arisca, aunque a la postre muestre su rostro y le deslumbre:

«Senté / a la belleza / para injuriarla, / pero ebria y sorda se ha dormido / en mis rodillas».

La casa de la niñez, las figuras familiares, los vecinos… no esperan su regreso, más bien son sorprendidos por su mirada perspicaz mientras realizan sus quehaceres. Ellos no le contestan cuando les pregunta cuál es el secreto que guardan todavía sus presencias furtivas. Y entre todos es su padre el que ocupa el lugar central: su padre cercándole con una mirada que es a un tiempo sostén y despedida, como aparece en este texto:

«En la cuesta del paso a nivel, un hombre sostiene la bici sobre la que va un niño. Corre sosteniéndola unos metros. Después suelta suavemente el manillar y por último el sillín, dejándola irse cuesta abajo. El hombre, una camisa blanca, una mano haciendo de visera que se pierde a lo lejos. Es como si fuera a la estación caminando de espaldas y sin dejar de mirar al niño que aún no sabe que va solo»

Este poema se titula 'Mi padre'. Sin el título, no sabríamos ni quién era el niño ni quién el hombre que le miraba. El título nos informa también de que la escena transcurrió en el pasado, aunque el texto la describa en presente, como si estuviera sucediendo ahora mismo. El autor se desdobla entre el niño que va en la bici y el yo que rememora desde la lejanía, mientras el hombre se difumina en el recuerdo y el padre queda atrás. ¿Era aquella bicicleta la que alejaba al poeta de su infancia, de su aldea, situada en la linde entre la dureza y la ternura? En cualquier caso, nos lo dice mientras mira hacia atrás, igual que el padre recordado, que se aferra a la mano que escribe para no caer en el olvido, para salvarse con el calor de la palabra, a pesar de que la nostalgia elegíaca sea ajena al tiempo agraz de su infancia, en donde la aspereza reclamaba continuamente su botín: «Es pordiosero el tiempo, pide lo mejor sin mirar, se esconde en los soportales, canturrea su rencor y se niega a lavarse los ojos», advertía en otro fragmento.

Quizá para desdecir esa aspereza, aparece otra característica en la poesía de Tomás Salvador, que podríamos llamar su fraternidad poética: en muchas ocasiones, no es la voz del poeta sino la de los personajes que rememoran su infancia la que se escucha cuando leemos el poema, como si el poeta fuera el espectador de una obra en la que solo representara un papel secundario. Siempre huyendo del selfi, ajeno al narcisismo de la autobiografía. Porque, como afirmaba en estos versos:

«No hay penumbra acogedora, / no hay silencio / ni espacio /sin el murmullo de los otros».

Otro aspecto llamativo es su afán de escapar: huye con los gitanos que le despojan de su ropa y de su identidad, huye escondiéndose durante horas mientras le busca todo el pueblo, y le atrae sobre todo el maizal, símbolo del refugio donde se pierden sus perseguidores. Allí se esconde. Pero desde allí continúa oyendo cómo le llaman las palabras suyas y de los suyos: ferruje, berrazas, cañafleja, buchina, restalletes, coscarón, arrañales… Y al escribirlas, las figuras de la infancia olvidada se ponen en pie para seguir con sus faenas, ir por agua, atravesar las vías de los trenes, enterrar a los muertos…

La tarea del poeta es precisamente elegir y guardar las palabras que un día formarán parte de sus versos, y esa vocación recolectora a Tomás Salvador le llevó incluso a recortarlas de los periódicos para terminar descubriendo –en su poesía experimental– que, una vez combinadas hábilmente, las palabras acababan revelándole mensajes capaces de cavar túneles por donde escapar de la banalidad del presente.

Sin embargo, nada dirían las palabras si no se expresara con ellas una emoción íntima, verdadera. En su libro póstumo, titulado 'Restos de infancia', Tomás Salvador confiesa cómo su primera experiencia poética surgió cuando, a los catorce años, recibió la noticia de la muerte de un amigo. Es al final de este libro donde se encuentra esto: «este texto es un intento de desprenderme de una obsesión, de abandonar la pesquisa contándome todo lo que sé hasta pagar la deuda que contraje con él y que tal vez desde el principio consistía en no olvidarlo, en dejar que se acercara con sus torpes rodeos, que encendiera el candil o la linterna y seguirlo por las calles oscuras entrando con él en las casas donde se vivía la vida de antes y donde incluso él seguía vivo y seguía siendo un niño».

Si los lectores le seguimos por las calles oscuras de sus versos, también nos encontraremos con Tomás Salvador, vivo aún, abriendo la puerta e invitándonos a entrar para mostrarnos con ademán hospitalario la memoria suya y la memoria de los otros, de todos, incluso de esa parte de nosotros mismos que desconocíamos y que su poesía nos descubre.

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