Fermín Herrero
Valladolid
Jueves, 16 de mayo 2019, 20:57
Terminaba el anterior artículo con un recordatorio del singular guionista («el guionista es un tipo que ata al amo donde quiere el asno») Ennio Flaiano aderezado con un reguerillo de algunas de sus butades sobre frases hechas cuando hete aquí que me encuentro –más adelante se le califica como «singular personaje: conservador y libérrimo, muy gracioso y tristísimo»– una de ellas: «La situación es grave, pero no seria» al frente del dietario, el autor lo distingue sutilmente de diario, de Marcos Ordóñez 'Una cierta edad' (Anagrama). Desde hace tiempo sigo con devoción sus sueltos de 'El País' –algunos se reproducen en estas páginas– pero desconozco su obra narrativa, no había leído en libro nada suyo salvo el inclasificable 'Big time: la gran vida de Perico Vidal' (Libros del Asteroide).
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Aunque hay poco íntimo en los apuntamientos, que van de 2011 a 2016, por los detalles laterales en torno a sus estados de ánimo y a partir de algunos pasajes, como el que principia: «antes podía a ratos pero cada vez puedo menos con lo que suele llamarse vida social», referida a veladas, cócteles, estrenos o presentaciones, e incluso a través de su «vagabundeo mental», cabe deducir que Ordóñez le ha dado la espalda a la «esfera política y social», al mundo, para hallar un «refugio atómico», un cobijo contra la tormenta –en metáfora de su admirado Bob Dylan– en la belleza que refleja el arte, preferentemente el cine, la música y la literatura, sobre todo la dramática, de la que es consumado especialista. Y qué amor al teatro y todo lo que lo rodea, a los cómicos de la legua, se desprende de sus impresiones; siempre desde un vitalismo a prueba de cenizos, siempre a favor de lo bello y de lo verdadero, de la bondad, por encima de las miserables incomodidades y pejigueras del día a día.
En consonancia con el tercer motivo que el autor reconoce que le impulsa a escribirlos –los otros son más comunes: «tratar de sujetar lo que escapa del paso de los días» y «pensar con un poco de calma»–, esto es, «correr en libertad, jugando con tonos y géneros», más que diarios al uso –con Uriarte, Pla, Piglia o Vidal-Folch como faros de este género tan proteico–, nos encontramos con lo que antaño se llamaba un cosero, en el que cabe un surtido de anotaciones: estampas callejeras captadas a vuelapluma en el metro o en cualquier bareto; sabiduría popular o primores de lo coloquial recogidos a veces de esas escenas («Una gitana, en la consulta de la Seguridad Social: la niña, que tiene escocío el regocijo»); súbitos resplandores poéticos («La belleza de la luz regala el día»); flecos de lo onírico; símiles con aire de greguería; agudas exégesis librescas; anécdotas espléndidas de gente de la farándula; trazos líricos impresionistas de la llegada de las estaciones…
En todas ellas, siguiendo lo que una noche le dijo Nuria Espert: «lo peor siempre es fácil y lo mejor hay que conquistarlo», se afana en fijar «lo bello, lo alegre, lo pequeño pero sorprendente, lo luminoso, aunque sea entreverado de melancolía» y, en su conjunto, conforman una lectura, aparte de variada, placentera y provechosa. Siendo barcelonés hasta la médula y retratando la ciudad a fondo, me sorprende, además de su repudio de la prosa hipotáctica ferlosiana, que ni tangencialmente aparezca la escalada de los graves acontecimientos del 'procés' en marcha que condujeron a la asonada separatista, tanto más cuanto comenta la corrupción política, el terrorífico atentado islamista de Berlín o el de 'Charlie Hebdo', avecindándolo al poema aquel de los fusilamientos de Blas de Otero. No sé si frente a semejante desafío los intelectuales, desde el punto de vista ético, pueden permanecer indiferentes.
Por su parte, Emilio Barco, profesor de la Universidad de La Rioja, ha optado por apartarse en la medida de lo posible del mundanal ruido recogiéndose en un huerto de su pueblo natal, Alcanadre, «nueve celemines de tierra en la ribera del Ebro», con una higuera en la linde a cuya sombra peligrosa descansa y piensa, y da buena cuenta de todo ello en unos textos que ha agavillado e hilvanado bajo el título 'Donde viven los caracoles', otro acierto y van… de la editorial logroñesa Pepitas de Calabaza, un manojillo de artículos frescos, que siempre dan en la diana, casi todos publicados previamente en periódicos y revistas, en los que ha retratado a algunos paisanos y vertido lo que piensa «del trabajo en el campo, de la vida en los pueblos», transformado radicalmente desde el éxodo de los años sesenta del siglo anterior y la progresiva mecanización hasta el momento presente regido por la PAC, sus topinadas y tropelías.
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Barco, que ha alternado despachos y majuelos, principia con el clarificador epílogo de 'Puerca tierra' en honor y recuerdo de John Berger, tal vez quien mejor haya escrito sobre la desaparición del campesinado europeo y de su cultura ancestral. En todo momento sabe muy bien de lo que habla, a diferencia de la generalidad de quienes se ocupan de las cosas del campo, que diría Muñoz Rojas, aquí sobre todo en lo que concierne a los viñedos de su terruño y a sus vendimiadores domingueros o jornaleros. Conoce al dedillo la realidad agraria y sus juicios y análisis sobre las perspectivas de la agricultura actual («como si los campesinos y algún que otro letrado, entre los que me incluyo, no supiéramos, a estas alturas, que el mundo rural no tiene ningún futuro») se me antojan acertados y convincentes. No se anda con chiquitas y llama al pan, pan, y al vino, vino. El problema es que casi nadie, ni siquiera aquellos a los que se les llena la boca con la naturaleza, sabe nada de cuanto sucede de verdad en el agro ni en qué medida afecta al paisaje y a la vida en nuestro planeta.
Desde luego, en absoluto los personajes que retrata Giuseppe Scaraffia en 'La novela de la Costa Azul' (Periférica), en las antípodas, en cuanto al modo de entender la vida. Mediante un conglomerado de pequeños relatos biográficos, a cuál mejor, de sus estancias en esta franja costera mediterránea llamada hasta finales del siglo XIX la Riviera, por sus páginas desfila un amplísimo y variopinto conjunto de conspicuos escritores, genios en su mayoría elegantes y excéntricos, por lo general convencidos, como un amigo de uno de los más perseverantes, Scott Fitzgerald, de que «sólo la parte más artificial de nuestra vida consigue crear una armonía verdadera y una belleza auténtica». Desde más o menos mediados del XIX hasta los sesenta del XX, Scaraffia hace un exhaustivo y detallado recuento vivencial de cuantos personajes –aparte de literarios, musas como Kiki de Montparnasse, mecenas como Coco Chanel o divas y estrellas del cine, Marlene Dietrich o Romy Schneider, con Greta Garbo a la cabeza– pasaron por allí, de sus correrías, vicisitudes, chismes, dimes y diretes, por lo menudo. Un portento de erudición, lo que no empece su amenidad, antes bien, el encanto y la gracia de la escritura, tal y como comprobamos y comentamos hace años a cuenta de 'Los grandes placeres', propicia una lectura absorbente.
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El recorrido por este, según Maupassant «jardín incomparable», más bien a la larga, con el paisaje arrasado por el turismo, parque de atracciones de cartón piedra y «país de los sueños», «zona franca, excluida de obligaciones sociales», «edén de frivolidad» para Giono, con Niza, y en menor medida Cannes, como centro de gravedad, empieza por Menton, y termina a lo grande en Marsella, con una orgía organizada por el marqués de Sade en 1772 como aperitivo. A cada lugar de este «largo bulevar de sesenta kilómetros flanqueado por villas, casinos y lujosos hoteles», al decir de Simenon, se le adjudican sus visitantes más ilustres y se narran, en orden cronológico, las peripecias de su paso por allí. En el primer capítulo Casanova, Flaubert, Nietzsche, Mansfield, Céline, Cocteau, uno de los más asiduos, o los hijos libertinos de Mann. El breve apéndice está dedicado a Dalí, con Gala, y a Hemingway, otro de los feligreses durante un tiempo. De los nuestros, sale el hollywoodiense Blasco Ibáñez, que tuvo casoplón con finca a costa de sus derechos cinematográficos, se supone. Entre los frecuentadores de los casinos, quién lo diría, Benjamin, Chéjov, Maiakovski, Eluard, Sagan o el mentado Simenon.
En 1902 Jean Lorrain apunta que «todos los chalados, desequilibrados e histéricos del mundo se han dado cita aquí» y a seguido los enumera: un «ramillete de príncipes y princesas, marqueses y duques, verdaderos o falsos, reyes con hambre y exreinas sin un duro, matrimonios prohibidos, crupieres casados con millonarias americanas, gitanos secuestrados por princesas para disfrute propio…». Katherine Mansfield va más allá en su censo: «una procesión ininterrumpida de putas, chulos, politicastros… arpías marchitas, ricos capitalistas obesos». Diletantes y dandies camaleónicos, gente del 'bon vivant', en suma, si bien para muchos intelectuales y artistas, algunos de los que destaca Scaraffia, la Costa Azul fue justo lo contrario: «lugar de soledad, de creación, de reflexión». Y añade el ensayista italiano: «Estos turistas tan peculiares solían despreciar la vulgaridad de esa otra tropa petulante y su inagotable hambre de fiesta». A unos y a otros parroquianos, con sus camisetas a rayas, trajes claros y sombreros de paja, nos los muestra con maestría.
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