Beatriz Montáñez.

Maneras de estar en el mundo

Opciones vitales en torno al arte

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 7 de mayo 2021, 07:52

Si Petrarca, peregrinando por Europa para completar su biblioteca, puede considerarse el primer humanista, acaso George Steiner, en su casa de Cambridge, sin ordenador ni demás cachivaches de la era digital, haya sido el último. Su vida estuvo consagrada a los libros y a la ... cultura con mayúsculas, el norte que guio siempre, que debería guiar a cualquiera metido a exegeta o reseñista; su ejercicio de crítica literaria fue «un instinto primordial de comunión», la «deuda de amor» contraída con las lecturas, lo que «nos impulsa a comunicar y a compartir con los demás un enriquecimiento incontenible», tal y como expresa en el proemio, impagable como cualquiera de sus escritos, de 'Un lector' (Siruela), una generosa autoantología de 1984, en cinco apartados, de lo más granado de su obra.

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Claro está que por mucho conocimiento, y en Steiner la erudición es ilimitada, si no se sazona con humildad, no puede haber sabiduría. Reparemos por lo pronto en el título, el lector de nuestro tiempo por antonomasia de la literatura universal comparada, creo que por encima de Harold Bloom, acude al indefinido de modestia, como si fuese uno cualquiera. Así con todo, porque nada más arrancar el libro, confiesa la «sensación de vergüenza, incluso de irritación» en que lo abisma, válgame Dios, la comprobación de la presunta insuficiencia de lo escrito.

Su hermenéutica y sus consideraciones estéticas se sostienen de continuo en lo teológico, en el amplio sentido del término, se mantuvieron siempre en los terrenos de lo que él mismo llama «la vieja crítica», alejada por completo de los nuevos modos sociológicos, ideológicos, biográficos o historicistas, en el mejor de los casos del posestructuralismo y la deconstrucción, de los estudios culturales al cabo, ya en boga cuando comenzó a velar armas universitarias. Debido a esa fidelidad y a la increíble penetración y tino de sus análisis, cada uno de la treintena de prodigiosos ensayos que componen la selección es una gozada literaria sin parangón.

Una elección afín de vida, desde siempre ligada al fracaso social, al apartamiento, es propiamente la artística, en cualquiera de sus variedades, cada día, si cabe, más en precario, menos considerada. El escritor bonaerense Pedro Mairal, que hemos traído varias veces a estas páginas por su originalidad, canalizada por una especie de instinto narrativo infalible, vertebra la novela 'Salvatierra' (Libros del Asteroide), anterior a su exitosa 'La uruguaya', en torno a la figura del pintor inventado, telúrico desde su nombre, que le da título, cuyo mito «nace a raíz de su silencio», no se sabe si consecuencia de un accidente ecuestre o fruto de una determinación existencial, en cualquier caso metáfora que atañe tanto «a la larga existencia secreta de su obra y la desaparición casi total de ella» cuanto «al hecho de que haya sobrevivido una sola tela». Pero menudo cuadro, se reproduce, tras diversos avatares, en un museo holandés, a lo largo de un pasillo curvo de casi treinta metros por el que «va pasando como un río», durante un día entero, «son casi cuatro kilómetros de imágenes», como «una suerte de diario personal», en las que trabajó el pintor sesenta años.

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Mairal le da la voz narrativa al hijo menor del artista, para que indague y reconstruya junto al lector el enigma biográfico y la estética sobrehumana de su progenitor, según algunos 'art brut', mera ingenuidad autodidacta; para otros, genialidad señera bajo el influjo de los iluministas mallorquines o bien del 'emakimono', el arte del Lejano Oriente a base de largos dibujos enrollados. Todo ello me ha traído a la cabeza a otro raro provinciano, transvanguardista, por motejarlo de algún modo, en este caso real, el poeta de culto también entrerriano Juan L., Juanele, Ortiz, partícipe igualmente de un «tiempo luminoso» y secreto, aquí en la ficticia Barrancales, consagrado al arte. De hecho, el colofón del libro: «¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!» es el final de un poema suyo, con esa manera única de estar traspasado por el paisaje tal y como Salvatierra transustancia y vierte las circunstancias de su día a día en la tela interminable.

El hijo, pues, levanta la vida pictórica, y la otra, de su padre a partir del descubrimiento de los rollos pintados, abandonados en un galpón. La recobra desde su infancia hasta su popularidad 'post mortem'. Va comprendiendo, incluso, la difícil relación que tuvo con él, al estar obsesionado, absorbido por la pintura, causa de que eligiese la anarquía vital y la misantropía feliz, mediante la simplificación a lo mínimo en lo material y la renuncia a toda formalidad hipócrita, incomprendido por la familia, ajeno al mundo. «Vivir su vida, para él, era pintarla», a razón de entre uno y cinco metros de óleo por semana, sin dejar los pinceles ni un solo día. Cuando notan que falta un rollo, un año de existencia, se desencadena una intriga detectivesca que aporta un nuevo nivel de lectura y culmina con el desenlace pirotécnico, en cierto modo purificante y a fin de cuentas, a pesar de los pesares, redentor.

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«Yo lo arriesgué todo, un presente complaciente, un futuro prometedor, un amor honesto…». En esta sociedad tan competitiva resulta excepcional que alguien que goza del éxito mediático renuncie a él y se aparte, como decidió, hará unos seis años, la visceral Beatriz Montañez, famosa presentadora de 'El intermedio' y otros programas televisivos, que se retiró del mundo de manera radical, como los inigualables escritores de la Dinastía Tang y se fue a vivir a una vieja casa de piedra habitada por «telarañas, polvo, insectos, animales vertebrados e invertebrados, diminutas sombras…», aislada en una colina boscosa, «sin cobertura telefónica, sin agua caliente, sin electricidad, sin rastro de un ser humano en veinticinco kilómetros a la redonda», para seguir una rutina austera, espiritual, casi tolstoiana: «siempre visto de negro, pantalones y sudadera, cuando se rompen, los remiendo», vegana, de entrega a la lectura de los clásicos, empezando por Goethe, y a la escritura a lápiz, al amor de la lumbre de la chimenea, que nos entrega, con la que alcanzar un «estado de ignorancia natural» y en definitiva la felicidad, que es «al fin y al cabo, simplicidad, simplicidad, simplicidad».

Bajo esa premisa, mediante entradas vagamente diarísticas que la balizan, nos ofrece su experiencia solitaria, con esporádicas visitas de su pareja, que le ayuda a «adecentar la guarida», por aquellos lares, durante un año, con epílogo cinco años después, cuando aún sigue en sus trece, además de recuerdos purgantes de sus padres o de su niñez silenciosa. Su percepción de toda la belleza de su entorno, de una «quietud sobrehumana», es poética, de índole panteísta, pues personifica a los árboles, el musgo, la madreselva,…, de fusión con la naturaleza: «soy la hormiga cuando la observo, soy el pájaro en su ascenso…». La traslada a un estilo de impresionismo lírico, sustentado en un fraseo entrecortado, sin complicaciones sintácticas, directamente epifánico, salpicado de tropos: los diminutos ojos de un petirrojo amigo «son una esfera redonda, perfecta, negra, hecha de humo tierno y carbón templado». Es una huida para encontrarse –nos narra también alguna previa, asiática– que a base de cultivar la paciencia y de mirar, sobre todo mirar, contemplar para favorecer la meditación, cuaja en una admirable precisión ornitológica y botánica y termina siendo franciscana, pues convierte en su familia a un carbonero y un herrerillo, a un jabato, una zorra que come de su mano y sus cachorros o una culebra de escalera.

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Álvaro Tato optó por «escrivivir», por la vida artística desde muy joven, como actor y dramaturgo. Es uno de los rostros más conocidos de la exitosa compañía de teatro Ron Lalá, puede decirse que ha volcado su inmenso talento en la juglaría, pues además ganó muy joven el Hiperión con 'Cara máscara' y con posterioridad ha publicado al menos tres libros más de versos. Ahora, con 'Año luz', nos ofrece una corona de sonetos apurando las posibilidades, hasta tipográficas, un ejemplo de «puño y letra» se reproduce tal cual, de la forma métrica fundamental, «son neto», como señala, de nuestro idioma. Excepto dos con serventesios, todos según el molde estrófico tradicional, menos uno que teóricamente se dejó a medias y otro con tres estrofas más estrambote. Pero con variantes y combinaciones varias de metro: desde los clásicos, con endecasílabos canónicos, la mayoría, hasta el más difícil todavía con bisílabos (una poética para reverdecer de continuo), pasando por trisílabos, tetrasílabos, hexasílabos, heptasílabos, octosílabos y sólo uno con alejandrinos, muchos polisílabos. Con reverberaciones, entre otros, de Dante, Shakespeare, Lope, Machado o Aníbal Núñez, se muestra, pues, como un virtuoso de la prosodia, seguro de que «el mundo en un soneto cabe».

Ya en entregas anteriores había rescatado bulerías, fandangos y demás palos flamencos o recreado y dialogado con nuestra lírica popular antigua. Me da la impresión de que su dominio versal le ha servido para adaptar o versionear celebradas piezas del teatro español clásico y a la vez la frecuentación de éstas ha obrado a favor de su poesía leve y alada, con gracia y salero, así como de su potestad sobre las formas métricas y su ingenio para jugar con el lenguaje. La temática es varia: amores, reflexiones sapienciales, paisajes marítimos y montaraces, recuerdos nostálgicos…, sobre todo momentos de plenitud en torno a la rosa, la lluvia, la danza, la luna, un gorrión, una estatua, un aliso que se copia en una poza… Como el resto de su poesía, los sonetos de 'Año luz', aparte de demostrar su maestría rítmica y su portentosa imaginación verbal, son jubilosos, desde el primero de amanecida, propiamente inaugural: «mi voz se alza otra vez recién nacida», contagian una alegría de vivir que sólo puede proporcionarnos, y esto vale para los otros tres autores que recomendamos hoy, el arte vivido en primera persona.

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