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Con el extraordinario escritor ruso Joseph Brodsky, exiliado aún joven en Estados Unidos, Nobel en 1987, me pasa como con otros escritores del Este, fundamentales, decisivos en mi forma de entender la literatura y la existencia en general, pongamos los también premiados por la Academia ... Sueca Seifert o Milosz, o quienes lo merecieron como Tsvetaieva, Orten, Mandelstam, Herbert o Zagajewski, entre otros: aun siendo más reconocidos como poetas, los prefiero con mucho en prosa, a buen seguro porque, como afirmara aproximadamente Robert Frost, la poesía es justo lo que se pierde en la traducción, máxime en idiomas tan alejados del nuestro.
Así que, como me sucedió con anterioridad con 'Menos que uno' y 'Del dolor y la razón', comentados en su día en esta sección, he disfrutado muchísimo con las cincuenta y una secuencias venecianas de la nueva edición de 'Marca de agua' (Siruela, con traductora de campanillas, Menchu Gutiérrez), resultado de las dieciocho estancias terapéuticas de Brodsky en la ciudad de los canales, en cuyo camposanto de la isla de San Michelle, cerca de Ezra Pound, reposa tal y como pidió, aunque muriera y fuese enterrado primero en New York. Muy decepcionante para él, por cierto, la visita, acompañando a Susan Sontag, a la violinista Olga Rudge, viuda del autor de los 'Cantos'.
'Marca de agua'. Josepth Brodsky. Siruela. 112 páginas. 16,95 euros.
En realidad, sus estampas de Venecia, amenazada por las hordas turísticas de vándalos, entre los que se incluye, que visitó siempre por Navidad, coincidiendo con sus cinco semanas sin clases de las vacaciones docentes de invierno, funcionan en cada entrada-parágrafo como punto de partida para desvelarnos sus inquietudes estéticas y vitales con ese exquisito puntillismo con el que se adentra en sensaciones, sentimientos o pensamientos, sin olvidar el componente ético, pese a que paladinamente se declare un hombre sin principios. Las lúcidas, a veces divertidas, digresiones nunca empañan lo descriptivo, antes bien lo completan y elevan.
La Venecia crepuscular, decadentista, viscontiana, fue para él una obsesión desde su niñez fabuladora en San Petersburgo. Al pisar la mítica ciudad, lo primero que le viene a la cabeza, estupefacto y tancredo, suspenso, como tantos nos hemos pasmado ante la visión en directo, parado en la 'stazione', en la escalinata del embarcadero de los 'vaporettos', es un verso del triestino Umberto Saba sobre 'El violento Adriático'. Más adelante confiesa que «hay algo primordial en el hecho de viajar por agua» y nos muestra la belleza sin igual de los «palazzos abandonados», las «estrechas callejuelas», el «acqua alta», la «nebbia» o «la laguna». Todo a la luz invernal, imposible de «poseer»: «Nunca vendría aquí en verano, ni aunque me apuntasen con una pistola».
Pese a su cita anual durante tantos inviernos y al hecho de que yazga en la isla de los muertos, Brodsky nunca se consideró veneciano, como, creo, el esteta Paul Morand. Tal vez un título de este último, 'Venecias', le sugiriera a Álvaro Valverde, poeta fundamental de nuestro tiempo, uno suyo: 'Plasencias', en torno a su ciudad natal. Entre esto y su novela 'Las murallas del mundo' se labró fama de escritor sedentario, si bien luego ha publicado, por caso, las prosas 'Lejos de aquí', con una incursión por tierras de Flandes o un libro de poemas situado en Tánger. En su última entrega, de una sencillez honda y emotiva, 'Sobre el azar del mapa', un paso más en la consolidación de una obra cardinal de la lírica contemporánea, recrea también el tópico clásico del 'homo viator', que conduce, como señala la cita inicial de Marta Rebón, al 'homo scribens'. «Tan lejos de casa», dice un verso en un poema que remite, como el título del volumen, a su primera incursión lírica: 'Territorio'. Su poética ha tendido siempre, en el hilo temporal, a la espacialización.
'Sobre el azar del mapa'. Tusquets. 168 páginas. 16 euros.
El libro está dividido en dos partes. La más larga, medio centenar de poemas, muchos breves, bastante minimalistas, uno en prosa, es su visión, casi de continuo bajo la nieve o la lluvia, de la capital de Bulgaria, «que lleva el nombre/de la sabiduría», tanto de su geografía física (bulevares, fachadas, mercadillos, tranvías, parques, estatuas, iglesias ortodoxas, murales, grafitis y pintadas…) recorrida por las huellas de la Historia a la que ha sobrevivido (prehistóricas, tracias, romanas, bizantinas, rusas, fascistas, hasta el horror de la arquitectura comunista de las periferias, una mezquita otomana o una sinagoga sefardita) como de su geografía humana: sofiotas desconfiados, de miradas huidizas, pobres con sus «bolsas de plástico»… Una Sofía, aunque la imagine pletórica de primavera en un poema, invernal, de una belleza melancólica («es la melancolía/el verdadero genio del lugar»), ajada, decadente, neblinosa, desconchada, mustia, deslucida, grisácea, en suma. Lo que no quita, muy al contrario, para que le atraiga y nos la haga atractiva, por ser tan auténtica, lo contrario de un parque temático, y porque «el frío es la expresión/de la pureza./Lo que es limpio/trasluce por el hielo», como reza uno de los poemas sucintos. El poeta sabe encontrar la hermosura en la desolación.
El apartado final, 'Cuaderno suizo' (en 'Lejos de aquí' se narraba un viaje rápido a un barrio de Lucerna), se divide en dos paradas, Grandson, cuyo origen es «un pequeño pueblo/fundado en el medievo/a la orilla de un lago», donde Valverde nos regala estampas contemplativas fruto de una estancia tranquila, y 'Ginebra', centrada sobre todo en poemas de escritores relacionados por vida u obra con la ciudad. Tras una meditación inicial mientras observa el caudaloso Ródano, en contraste con su Jerte guardián, dedica versos a Costafreda, Valente, Aquilino Duque, Gimferrer, Ramos Sucre, María Zambrano y especialmente a Borges, a quien ya se había encomendado en la sección anterior.
El tercer título que recomendamos hoy es el concienzudo y esmerado acercamiento a la controvertida relación, personal y estética, entre Goethe y Beethoven, con Bettina Brentano, la mujer de Achim von Arnim, completando el triángulo, de Romain Rolland, que también recibió el Nobel. Una recuperación más, y van muchas maravillosas, de la joven editorial gaditana Firmamento. Por si fuera poco, se rescata la traducción que hiciera en su día el poeta Luis Cernuda.
'Goethe y Beethoven'. Romain Rolland. Firmamento. 228 páginas. 19,95 euros.
Rolland, escritor hoy bastante olvidado, sintió predilección por lugares ajenos, solo en el espacio, así la India del pensamiento espiritual o la Rusia revolucionaria, por poner dos extremos. En este inclasificable ensayo nos traslada al ambiente cultural de Weimar, en Turingia, así como a las selvas de Bohemia, Teplice, Viena, Bukowan, Karsbald, Berlín o Marienbad, los lugares por donde vivieron los genios de la escritura y de la música, «emperadores del Alma-Universo», cuyo «fuego del espíritu» se recrea con minuciosidad y maestría.
Por desgracia me he quedado sin espacio para resaltar como es debido las numerosas virtudes del libro, que reúne cuatro ensayos, paralelos al monumental 'Beethoven: Las grandes épocas creadoras', sobre la grandeza y la pequeñez de los personajes aludidos y dos breves apéndices: sobre la fortuna de 'La Marsellesa' en Alemania y una fervorosa carta de Bettina a Goethe acerca de la música. El novelista francés («desde que nací soy confidente de vivos y muertos») se mete a fondo, mediante una trabazón expositiva harto curiosa, con admiración y entrega, en las vicisitudes del trío; su prosa apasionada, tan ágil como exquisita, rezuma ternura, emoción y melancolía en el laborioso examen del «encuentro de los dos soles» en la hermandad de la música.
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