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Al empezar a leer 'Yo nací contenta en Oraibi' (Errata Naturae), novela de formación de Bérengère Cournut, en versión de la acreditada traductora Regina López Muñoz y con un pequeño álbum fotográfico complementario, casi una veintena de fotografías maravillosas, como rulfianas, de imágenes del lugar del título y sus alrededores hacia el año 1900, me vinieron a la cabeza, salvando las distancias, 'El último mohicano' de James Fenimore Cooper o 'Crazy Weather' de Charles L. McNichols, sobre los mojaves.
La narradora ecofeminista francesa, de la que ya conocíamos su estremecedor 'De piedra y hueso' recrea, en su conjunto, la vida cotidiana, fraternal, silvestre, salvaje, de los clanes indígenas de los antiguos poblados hopis, encaramados en el paisaje alucinante de las altas mesetas de Arizona, sus labores, hábitos, comidas, intimidades, esponsales, trueques comerciales con los crow o los navajo, plegarias, ceremonias, cantos, danzas nocturnas como las de los apaches, acciones purificadoras de medicina natural o fúnebres… costumbres hermosísimas literariamente, centrándose en lo familiar tras trazar la cosmogonía y las tradiciones primigenias, animistas, bajo la impronta de los espíritus, de los dioses lares.
Cournut se mete en la piel, y de qué manera, de la protagonista, a la vez que narradora, Tayatitaawa, que vendría a traducirse como 'La-que-saluda-al-sol-riendo', contándonos su vida al detalle, desde el comienzo, desde su nacimiento y los ritos iniciales a los que fue sometida como era de ley tribal, hasta su sanación última, apertura a nuevos horizontes por añadidura, mediante la que sufre una especie de metamorfosis y atisba su madurez, después de aventurarse en un delirio por la casa de los muertos. Por el camino, desde una óptica rabiosamente femenina, conviven lo iniciático, con sus juegos de paso, sopores alucinatorios o pesadillas, con lo telúrico (del padre se dice que «sabía leer la tierra como nadie»), en contacto directo con la tierra y el devenir de las estaciones.
Ursula K. Le Guin se preguntaba en una de sus 'Conversaciones sobre la escritura'(Alpha Decay) con David Naimon «hasta qué punto puede hablar por una persona de una cultura que no es la tuya», antes de recordar que su padre era antropólogo y siempre se topaba con ese problema, la delgada línea que separa el ánimo de entender una cultura con la apropiación cultural.
Cournut tiene buen cuidado de no traspasar nunca esa tenue línea. Si bien su relato es fruto de un conocimiento etnográfico vastísimo, nunca lo vierte en forma de erudición enojosa, de la misma forma que nunca muestra experiencias vitales propias en el proceso de documentación, sino, con una sencillez casi naif, «ese latido entre lo interior y lo exterior» de una muchacha hopi inolvidable.
De manera muy parecida, el palermitano Giosué Calaciura aborda la figura de Jesucristo en 'Yo soy Jesús' (Periférica, el original es de 2021), novela en primera persona, centra su vida hasta los treinta años, buceando con delicadeza, no exenta de lirismo contenido, en sus adentros, tal vez con una minuciosidad excesiva, que, cuando no desvela nada de sustancia, puede atosigar al lector.
Elude, por tanto, la parte doctrinal, conocida fundamentalmente por los Evangelios, para centrarse en la cotidiana. Como la narración de Cournut es también, más que un acercamiento, una inmersión pormenorizada en extremo, profunda. Comienza igualmente, como el 'Lazarillo de Tormes' y otros textos de aprendizaje, por el principio, desde el portal-establo de Belén, los pastores con sus mantas, los animales cercanos e incluso aquellos reyes exóticos «atraídos por quién sabe qué creencia en la reencarnación de dioses antiquísimos, quién sabe qué profecía y esperanza en una noche en el corazón del invierno».
La cita es indicativa del tono del libro. Durante su infancia entre «las piedras secas», en Nazaret, el lugar maldito destinado al fuego y a ser atacado por la rabia de jaurías de perros asilvestrados, entre otras calamidades, se recurre a la palabra precisa y sencilla (que es la del estilo de Calaciura) de su padre, de serlo, el carpintero repudiado, y al amor inconmensurable de la reservada, enigmática madre, cuya memoria en el momento en que teóricamente se escribe la historia es ya la de una anciana que «confunde épocas y fechas; ya no recuerda si íbamos o veníamos, el grado de parentesco, cuándo hice lo que hice o lo que habría tenido que decir».
Al llegar la adolescencia se recrean, de manera iniciática, escenas y ambientes de Jerusalén, cuando Jesús se traslada allí en busca de su padre y trabaja como aprendiz de otro carpintero homónimo y a partir de ahí, enrolado en una troupe circense ambulante por Judea, Samaria y Galilea, el protagonista, subyugado por el amor y la sensualidad, fatal y doblemente enamoradizo, acaba mostrándose humano, demasiado humano. La reconstrucción libre de episodios conocidos es convincente, pero su interpretación tiene cierto aire de impostura, y se torna alucinatoria, en medio de una sequía extrema, apocalíptica, hacia un desenlace delirante.
La última recomendación de hoy es otra recreación de una vida ajena, poniéndose en su lugar. Se trata de 'La bóveda y las voces' (Acantilado), nuevo libro magistral del poeta, filósofo, aforista y musicólogo Ramón Andrés, retirado, lejos del mundo, en el Baztán, dueño de una erudición vastísima, portentosa, que ha alcanzado la sabiduría a través de títulos como los dedicados a Bach, Mozart o el reciente 'Filosofía y consuelo de la música', premio nacional, ya era hora, de ensayo, por citar alguno, si bien todos son memorables.
El escritor navarro recupera la figura de Josquin Desprez, 'prínceps musicorum' de la escuela polifónica («esa escritura que enseña la multiplicidad que somos», en connivencia con lo atemporal y el vacío) franco-flamenca, pero no lo hace convirtiéndolo en ficción desde la primera persona narrativa sino que nos lo muestra por completo a partir de sus composiciones, entreverando aspectos biográficos, escasos y dudosos, para trazar, por extensión, un fresco de la cultura renacentista en su totalidad, hasta conformar un ensayo progresivo pautado, encajado e hilvanado en paralelo, con seis siglos de diferencia, de forma harto original, por una especie de diario del propio autor con sus vivencias e impresiones del año duro del coronavirus, el del encierro.
Por tanto, junto al motivo principal, que no es otro que la investigación, en la que lo sesudo no empecé lo entretenido, de las huellas de Desprez, el «más solitario de los solitarios», un ir tras su estela desandando lo andado, como si lo acompañase a la vez que lo celebra, un seguir, a debida distancia, su rastro difuso, durante los siglos XV y XVI, caben anotaciones personales, desde el recordatorio de Luis Eduardo Aute y de otros amigos el día de sus muertes hasta una visita, casi adolescente aún, a la mujer y las hermanas de Miguel Hernández y sabrosas digresiones: recuerdo ahora las relativas a Heidegger, Savonarola o nuestra Juana de Castilla, la Melancólica. Todo ello aderezado con referencias muy provechosas, como de costumbre, entre ellas las de algunos de mis escritores predilectos: Heaney, Burton, Stifter, Hofmannsthal, Frost, Torga, Gadamer, Bachelard, Gilson…
Cada libro de Andrés es una gozada en todos los sentidos, los espero como agua de mayo. Sus meditaciones de sabio nato, clarividente, aunque se tenga por 'trapero errante' de vestigios, son una y otra vez ejercicios de indagación y escucha de primera magnitud, me traen un sosiego grande, fruto de la plenitud conseguida gracias a la humildad inaudita, pues jamás deja de sorprender, del saber asentado. Su estilo tiene, por añadidura, el pulso de un poeta en el timbre de muchos pasajes y alcanza la misma sensación de fluidez, en su caso musical, que otorga a Desprez. E igual que le pide a su querido Josquin que no se muera, el lector desea que el libro no se termine, que no se acabe nunca.
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