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«No me llaméis leyenda, llamadme Miles Davis». Eso solía decir el trompetista de la sordina de acero Harmon, harto de todo y de todos, incluido él mismo. Eso proclamaba, con su voz rasposa y suburbial, hasta que se subía a un escenario, dejaba que ... sus compañeros entraran en calor y, al cabo de un rato, empezaba a construir su propia música. No al lado, sino por encima de ellos. Entonces, tanto si le gustaba como si no, todo el mundo terminaba hablando de él como de una leyenda.
La leyenda de Miles Davis comenzó en el mismo momento en el que el jazz dejó de ser un divertimento de negros para blancos y se convirtió en música-música. Lo vivió al arrimo de los dos grandes entre los grandes de su época, de los que aprendió que el jazz verdadero era aquel que no tenía límites: Charlie Parker alumbrando notas imposibles y asegurando aquello de «eso ya lo toqué mañana», y Dizzy Gillespie, con los mofletes transformados en un fuelle infernal, proyectando hasta el infinito y más allá el sonido de su trompeta doblada. En 1944 Miles Davis tenía 19 años. Y aquel momento mítico lo recordaba así: «Freddie Webster y yo salíamos casi cada noche a pescar a Diz y a Bird dondequiera que actuasen. Teníamos la sensación de que si nos perdíamos el oírles tocar, nos perdíamos algo muy importante. Tío, la mierda que tocaban y hacían evolucionaba tan deprisa que simplemente tenías que estar allí en persona para enterarte».
Allí estaba Miles, en persona, con su trompeta y observando, absorbiendo, haciendo suyo todo aquel trajín musical. Sabiduría en las variaciones rítmicas, ejecuciones vertiginosas, creatividad y poesía en la interpretación. Las aulas del Institute of Musical Art de Nueva York no eran nada comparadas con los antros donde estaba naciendo el bebop. Volvió con su protector Eckstine un tiempo, pero en cuanto pudo se pasó al grupo de Parker. Llegó a debutar como líder de su propia banda, con John Lewis, Nelson Boyd, Max Roach y el propio Bird, pero prefirió seguir acompañando al saxofonista todo el tiempo que pudo. Se lo bebió. Y a Parker le encantó que se lo bebiera Miles.
Una vez que supo todo lo que había que saber sobre «Diz y Bird», Miles Davis se dedicó a seguir incorporando música y músicos, estilos y tendencias según su propio gusto personal. La leyenda siguió creciendo cuando, en septiembre de 1948, el trompetista reunió a su alrededor el grupo que, sobre los arreglos de Gil Evans, tocó durante dos semanas en el Royal Hoost de Nueva York. Una extraña compañía de vientos cuyo sonido empezó a dar cuerpo a aquello que más tarde se llamaría 'cool jazz', en el que tuvieron mucho que ver compañeros de aventura como Lee Konitz, Gerry Mulligan, JJ Johnson o Kenny Clarke. A partir de ahí, ni siquiera la heroína, que le tuvo contra las cuerdas durante casi cinco años, consiguió que Miles Davis siguiera inventando estilos. Una capacidad extraordinaria para desaparecer y reaparecer siempre con algo nuevo, diferente, rompedor: la locura del 'Round Midnight' en el Festival de Newport de 1955; su primer «gran quinteto» con Garland, Chambers, Jones y Coltrane, que sirvió para que este último se convirtiera por sí mismo en un nuevo icono del jazz; la gira por Europa con los Birdland All-Stars, la grabación con Columbia de 'Miles Ahead'…
Cuando, en 1958, se reunió con Barney Willen, Pierre Michelot, René Urtreger y Kenny Clarke para grabar la banda sonora, improvisando mientras veían la proyección en la pantalla, de la película 'Ascenseur por l'échafaud', de Louis Malle, Miles Davis ya sabía perfectamente lo que era capaz de hacer. Su música, antes que nada, era «un sonido que viajaba en el tiempo», como ha escrito el crítico Chema García Martínez en su libro 'Tocar la vida'. Sonidos de ayer, de hoy y de mañana, reconvertidos en puro material jazzístico. Más tarde vino, con 'Milestones', el redescubrimiento de la música modal. Y el bombazo de 'Kind of Blue': dos millones de copias vendidas. Y de nuevo la compañía de grandes que a su lado se hacían más grandes: Coltrane, Evans, Paul Chambers, Jimmy Cobb, Cannonball Adderley. Y sus increíbles 'Sketches od Spain». Y su segundo gran quinteto, con Wayne Shorter, Ron Carter, Herbie Hancock y Tony Williams… leyenda sobre leyenda.
Ahora que todo el jazz de mundo es jazz fusión, conviene recordar que Miles Davis empezó a finales de los sesenta con su jazz rock. Que se sintió tan cómodo tocando con John McLaughlin y Chick Corea como escuchando a Jimi Hendrix, Cindy Lauper o Michael Jackson. Que en los setenta pasaron por sus manos músicos como Keith Jarrett, George Benson o Billy Cobhan, antes de su recaída en las drogas y su accidente… Y que después, tras su segunda resurrección, ya no hubo música que se le resistiese: con él, todas las músicas del mundo entraron en el jazz. Y el jazz entró en todas las músicas del mundo. Hasta hoy.
Vi a Miles Davis por primera y única vez cuando estuvo en Madrid en 1989, dos años antes de morir. Con su cazadora naranja (que había comprado horas antes en una tienda donde trabajaba una amiga) y sus pantalones negros de cuero. En escena más de una hora después de lo previsto, Miles salió con su trompeta al frente de su banda, que dirigía recorriendo el escenario de un lado para otro, siempre de espaldas al público. Sólo le vimos la cara unos segundos: los que tardaba en darse la vuelta en tocar una nota, o dos, o tres, sobre el conjunto maravilloso que tocaban sus compañeros. No al lado de ellos, sino por encima de ellos. Hubo protestas, pero pasadas la una y media de la madrugada la banda seguía tocando. Músicas fusionadas. Músicas de todos los tiempos y de ninguno. Una leyenda. Así que vuelvo a lo que escribe Chema García Martínez en su libro: «Miles no se adelantó a su tiempo, ¿cómo podría haberlo hecho? Más bien recogió, pensó, aplicó, incorporó, integró. Básicamente, hizo siempre lo que le dio la gana». Eso es. Y lo hizo como nadie.
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