No hay consuelo que valga ante la muerte de un ser querido. Ni siquiera sirve en ese caso, a mi juicio, el recurso a la elegía, válido para alguien menos cercano y por tanto susceptible de ser ensalzado, sin pudor, desde la memoria, si bien ... para demostrar lo erróneo de mi afirmación valdría con señalar las 'Coplas' manriqueñas. O mismamente 'Una vaga sensación de pérdida', de uno de los narradores actuales del Este que me parece más admirable, el polaco Andrzej Stasiuk (1960), sexto libro (uno de ellos, 'Mi Europa', a medias con el ucraniano Yuri Andrujovich, por desgracia de candente actualidad) que le publica en nuestro idioma Acantilado. No sé qué me deslumbra más, si sus novelas 'El mundo detrás de Dukla', con la que me hice seguidor de su extraordinaria prosa, y 'Nueve', o sus libros aproximadamente de viajes, sencillamente extraordinarios: 'De camino a Babadag', 'Cuentos de Galitzia' y 'Taksim'.
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Entre la evocación y el relato, con su inigualable estilo de siempre, pleno de don y gracia narrativos, Stasiuk recobra, a modo de homenaje a una época, la memoria de una abuela, de las últimas que «vieron con sus propios ojos el mundo de los espíritus», a tal punto que «la verdad de que el ser humano es más afín a la muerte, la condenación y el azar que a la salvación se materializaba en su vida», una contadora de historias en cuya trama «se vislumbraba el más allá, lo sobrenatural». También levanta el mundo de un escritor de provincias, de Izbedki, Augustyn, antes y después del derrame cerebral que lo aisló. E incluso, «entre obituario canino y elegía», nos acerca, con mención a las durísimas agonías de muchos ancianos, aparcados y escondidos en hospitales convertidos en morideros, a la «lenta y larga muerte» de una perra mansurrona, lo que me ha traído a la cabeza un librillo maravilloso, traducido también recientemente: 'Sobre la muerte de un perro' (Periférica) de Jean Grenier, profesor y amigo de Albert Camus.
Más de la mitad de 'Una vaga sensación de pérdida', redondeada con ilustraciones de Kamil Targsz, la ocupa Grochów, nombre de un barrio popular de la Varsovia natal del autor, de la parte de la ciudad llamada Praga. Se recupera, en primera persona del plural, a un compañero de viaje, a los renegados de una sociedad esclerotizada, de ahí la frase que da título al volumen, como réquiem por su generación, trufado de nostalgia del empuje y la libertad de la juventud aun en las peores circunstancias. Incluye gratas escapadas a Budapest y a Piran, antes Pirano, orilla de Adriático, un lugar costero de Eslovenia cerca de Trieste que me trae también muy buenos recuerdos de mi mocedad. De un cuento del mentado Augustyn se dice exactamente aquello que nutre la «prosa verdadera» de Stasiuk: «detallismo, sentido de la observación, ligera distancia con respecto al tema, leve autonomía, descripción ágil y calidez salpimentada de amargura».
El cuarteto evocativo de Stasiuk se limita a 'Dos vidas' (Sexto Piso) en la narración, sutil y cálida, del romano Emanuele Trevi (1964), merecedora del prestigioso premio Strega del año pasado. Me puse a leerla porque hablaba de Pia Pera, uno de mis últimos descubrimientos, gozoso como pocos, aún tengo el regusto de la lectura de 'El huerto de una holgazana', como el anterior editado por Errata Naturae, que ha afianzado mi deslumbramiento primero con 'Aún no se lo he dicho a mi jardín', verso de Emily Dickinson. Trevi celebra su vida y obra, al igual que la de otro amigo escritor, Rocco Carbone, creo que sin traducir al español, muerto todavía más prematuramente, a causa de un accidente con su moto; Pera luchó en vano, denodadamente, con una entereza modélica y sabia, contra la ELA.
Ambas semblanzas, que se alternan en el texto, parten de la admiración y están como purificadas, traspasadas por sagaces matices psicológicos e incursiones honestas en el terreno de la amistad. Constituyen en realidad plantos celebrativos de primer orden, lejos de cualquier ventajismo sentimental: la cita inicial de otra de mis debilidades italianas, la no menos inclasificable Cristina Campo, alude justamente a la extrema dificultad de ser felices. A su manera, tan distinta, lo fueron Pera y Carbone. De la primera, 'rara avis' donde las haya, «un alma límpida y sensible», encantadora, tímida y a la vez descarada, un crítico dijo, con motivo de su celebrada traducción de 'Eugenio Oneguin', que para llevarla a cabo había «que ser, al menos, leve, rebelde, fatua, valiente, profunda, ágil, algo atolondrada y muy minuciosa», ristra de adjetivos que define a la perfección su carácter. De Carbone, personalidad volcánica y sombría con su malestar existencial siempre a cuestas, propensa a tempestuosas relaciones y crisis maníacas, estructuralista árido y semiólogo, aunque renegó muy pronto de ambas disciplinas, setero experto, se valora su decantación estética hacia lo esencial, casi desesperada, obsesionado como estaba por pulir y simplificar de continuo. Trevi se aplica esta aprensión hacia toda carga retórica y cualquier atisbo de artificio, huye en todo momento del manierismo, la complicación y la confusión, para ofrecernos, al decir de la crítica del Corriere della Sera Livia Manera, «la emoción de una revelación estética cargada de asombro y maravilla».
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No sabía si terminar estas recomendaciones de hoy en torno a la muerte y a la experiencia del duelo con 'La experiencia de la pérdida' (Fragmenta) de Joan-Carles Mèlich o con 'Vivir con nuestros muertos', de Delphine Horvilleur (1974). Los dos son soberbios. Me he decidido por este último ya que hemos comentado aquí algún escrito del filósofo catalán, pero ignoraba la existencia de Horvilleur, una de las tres rabinas de Francia, en su caso en cierto modo laica. Se trata de su último libro ensayístico, del año pasado, éxito de ventas en el país vecino, de lo que se deduce que, por suerte, la literatura y el comercio no funcionan igual allende los Pirineos, pues lleva facturados más o menos, según dicen, el mismo número de ejemplares que aquí, por caso, Paz Padilla, narradora de pro y como tal invitada por los Reyes al ágape del Cervantes.
El ensayo es una gozada, se divide en once partes: la primera, introductoria, se centra en Azrael, el ángel de la muerte, para después referirnos historias de vidas y de duelo, fruto de su experiencia de acompañamiento, desde la de la cineasta Marceline Loridan-Ivens y su amiga, también «chica de Birkenau», la exministra Simone Veil, a una psicoanalista sefardí víctima del atentado terrorista de Charlie Hebdo; desde una pobre criatura a la que se le ha muerto su hermano a otra superviviente, húngara, de Auschwitz, donde llegó viuda y fue gaseada su hija; desde una viejecita del Upper East Side neoyorkino que superó una depresión de caballo aficionándose con celo macabro a su propio funeral a Edgar, tío de la autora y símbolo de sus ancestros, cuya tumba fue profanada por antisemitas en Alsacia.
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Asidua, por su condición, de los camposantos, ha ideado muchas estrategias, más bien estratagemas, mundanas para tratar de mantener a raya a la muerte y sus efectos. En todas ellas da muestras de su dominio de la tradición judía, tan rica en el campo narrativo, y de su capacidad para procurar consuelo o, al menos, alivio durante el duelo, haya o no kadish, esa «plegaria casi mágica», como un mantra de alabanzas. De paso, nos recomienda cómo «aprender a morir», a afrontar las fases ineludibles ante la inminencia de desenlace (negación, ira, negociación, depresión y resignación) y el miedo insuperable a la desaparición. Qué más se puede pedir a un libro con la temática que nos ocupa.
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