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James Joyce. EL NORTE
Juegos y palabras en el 'Ulises' de Joyce

Juegos y palabras en el 'Ulises' de Joyce

«Quizá el error primero que puede cometer el lector es buscar una trama en el libro. No la hay, en el sentido tradicional»

Luis Marigómez

Valladolid

Viernes, 14 de octubre 2022, 00:29

El 'Ulises' de Joyce, que cumple cien años, ha quedado en buena medida hundido entre los sesudos, a menudo plúmbeos, análisis académicos, y corre por ahí la especie de que es un libro aburrido, casi imposible de leer. No creo que su autor, al que le complacería lo mucho que se habla y escribe de su obra, estuviera muy de acuerdo con estos estos resultados. Hay un trabajo muy riguroso de composición en cada uno de sus cuatro grandes libros, hasta el punto de que podrían haber sido escritos por distintas manos y cabezas. Pero ese afán de destacar, de deslumbrar al lector con sus habilidades y sus cambiantes ideas estéticas debería inducir a la curiosidad lectora y no a la pereza. De otro lado, las elecciones del autor siempre tienen una motivación profunda, no solo la de exhibir sus prodigiosas dotes técnicas.

Es un libro que cambia la narrativa del siglo XX. Más que una novela, que un manifiesto literario, a los que eran tan dadas las vanguardias coetáneas, podría ser un tratado de distintos modos de escribir, pero en su cogollo, en sus pretensiones más profundas, es, sobre todo lo demás, una fiesta, una colección de juegos con palabras solo equiparable a los que practicó Picasso en la pintura.

Quizá el error primero que puede cometer el lector es buscar una trama en el libro. No la hay, en el sentido tradicional. Las vulgares peripecias de dos personajes a lo largo de un día de mediados de junio en el Dublín de principios del sigo XX pueden no animar mucho. Tampoco hay análisis psicológicos de estos dos tipos que circulan por ahí, van a un entierro, se ven en un burdel, y encuentran una buena cantidad de comparsas que les permiten hablar de muchísimos temas. Pero sí hay un análisis divertido, a veces feroz, de la vida cotidiana, muy parecida entonces y ahora. De otro lado, Joyce se toma el trabajo de manejar el lenguaje de la calle y convertirlo en literario, traspasando todos los límites conocidos hasta entonces. También atiende a detalles íntimos que un escritor serio habría dejado pasar, hasta entonces: «Dejó el moco seco que se había sacado de la nariz sobre el reborde de una roca cuidadosamente». Hay montañas de humor y de groserías para provocar a los biempensantes: «El paisano no dijo nada solo se aclaró el gaznate de telarañas y la hostia, agarra y suelta un gargajo como una ostra del banco rojo de grande contra el rincón». Estas obscenidades, que provocaron cierto escándalo en su época, hoy resultan bastante inocentes.

Sin duda, en el libro hay un afán de abrir el campo de lo establecido. En el libro anterior, el 'Retrato del artista joven', Joyce utiliza las técnicas literarias más modernas que se habían usado hasta entonces, el estilo libre indirecto que propuso Flaubert, hurgando las posibilidades más extremas. Pero ahora en un párrafo aparecen la primera y la tercera personas juntas. Narrador y personaje superpuestos, el lenguaje se abre a lo vulgar y a lo más refinado. Hace parodias de crónicas de sociedad, casi como collages, y se atreve con maneras medievales o isabelinas.

No deja títere con cabeza, a partir de su gran capacidad para para jugar con todo tipo de expresión lingüística. Pero el asunto, además de querer provocar a los valores consagrados, consiste en apartarse de cualquier rigidez, cualquier norma que hasta entonces se considerara inamovible. La carga de profundidad del experimento es la proclamación de que no hay lenguaje inocente, ni transparente, todo lo que se dice lleva una carga en cómo se dice. Las maneras, y siempre hay alguna, moldean el carácter de quien habla, autor o personaje, y dirigen la atención del lector a lo que ellos quieren, y como ellos quieren. Es el equivalente literario de la mecánica cuántica. En vez de hacer una tragedia, o un drama, con su descubrimiento, decide hacer una fiesta. Nada es muy serio, ni, desde luego, trascendente en el 'Ulises'.

«–¿Eres abstemio total? –No tomo nada entre bebidas». El humor callejero se mezcla con los experimentos lingüísticos /eróticos /poéticos que traspasan todas las fronteras de lo escrito hasta entonces: «Mulvey orondas tetas a mí carro del pan Winckle zapatillas rojas ella en sueño herrumbroso vagar años de ensueños volver trasero Agendath desmayado amorcito me enseñó su año que viene en bragas vuelta que viene en su que viene su que viene».

Ya a mitad del libro aparecen fragmentos de monólogo interior. Estos discursos muestran las tripas de los personajes como nunca antes había ocurrido, llevando otra vez la capacidad de expresión al límite. En ese día de Dublín, hay lugar para episodios oníricos, pesadillas judiciales que recuerdan a Kafka, pero aquí no van a ninguna parte. El capítulo del burdel le hace a algún crítico compararlo con las 'Señoritas de Avignon' de Picasso, pero la comparación va mucho más allá. Si Picasso juega con los modos pictóricos que va encontrando en su investigación continua, Joyce hace lo mismo con su parafernalia lingüística. La mayor diferencia, práctica, es que Picasso fue un hombre rico desde los años 20 hasta su muerte, y Joyce siempre dependió de mecenas para sobrevivir. «Picasso no tiene más prestigio que yo, supongo, y puede conseguir 20.000 o 30.000 francos por unas pocas horas de trabajo. En cambio yo no llego a un penique por línea», se quejaba el irlandés en una carta.

El punto álgido de la novela es su último capítulo. Molly /Penelope habla con una crudeza, una gracia y una fuerza nunca vistas hasta entonces. Sin signos de puntuación. Expresa sus deseos sin tapujos, opuesta al mito que representa.

Sigue siendo refrescante acudir al 'Ulises', dejando a un lado la hojarasca que suele rodearle, sin la sorpresa ni el escándalo que produjeron cuando se publicó, queda el gozo de su lectura.

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