Jean Paul Sartre. durante una conferencia en 1971. AFP

Gritos y susurros

'Un Sartre muy distinto', de François Noudelmann, no es un libro contra Sartre, todo lo contrario, pero sus detractores encontrarán reforzados sus argumentos

José Luis García Martín

Miércoles, 19 de abril 2023, 10:42

Desde el 'Balzac en zapatillas' de Léon Gozlan, muchos son los libros que un amigo o un secretario ha escrito para contar las intimidades, a menudo escandalosas, de un escritor. Podría pensarse que 'Un Sartre muy distinto' está en la misma línea, sobre todo si, ... al hojear el índice, nos encontramos con la pregunta «¿Sartre queer?» encabezando uno de los subcapítulos. Pero François Noudelmann no es un periodista que busca llamar la atención ni un indiscreto confidente, sino un filósofo, especialista en la obra de Sartre, que este libro se adentra en los enigmas que de alguna manera son también los de cualquier biografía: nadie es de una pieza, a nadie conocemos del todo. Su fuente principal es Arlette Elkaïm, primero devota seguidora y luego hija adoptiva de Sartre, y los papeles y filmaciones privadas que ella custodiaba.

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No es un libro contra Sartre, todo lo contrario, pero los detractores de quien, a partir de 1945, se convirtió en el principal referente intelectual de la izquierda revolucionaria, encontrarán reforzados sus argumentos. Tras visitar, casi como estrella invitada, la Rusia de los años cincuenta y la China en la que se está incubando la Revolución Cultural, en privado —muy en privado— expresa algunas reservas, pero nunca en público para no desagradar a sus generosos anfitriones. Rompe con los comunistas en 1956, tras la invasión de Hungría, pero no tarda en dejarse volver a querer por ellos. En 1963, presenta a la Unesco el proyecto de una reunión de intelectuales para facilitar el diálogo Este-Oeste. La verdadera razón es que su traductora rusa y amante, Lena Zonina, sea invitada a París. Así se lo cuenta en una carta: «Por primera vez en mi vida pondré los pies en esa casa de putas. Por ti, amor. ¡Si la gente supiera lo que se esconde detrás de esa pasión por la confrontación de culturas! ¿Sabes que sin ti, nada de esto habría ocurrido, que esa reunión en la Unesco no se habría celebrado, ni siquiera para los demás? Tú eres la confrontación Este-Oeste. O mejor dicho, el Este y el Oeste se confrontan en nuestra cama». Cinismo se llama esa figura. Como Pablo Neruda, como Miguel Ángel Asturias, el fervor político de Sartre escondía a veces muy particulares intereses.

Pero no por eso dejaba de ser de algún modo sincero, como sincera fue la toma de partido a favor de la independencia de Argelia. Su indignación ante el recurso a la tortura de los militares franceses, le llevó a apoyar expresamente la violencia terrorista de los insurgentes argelinos. En el prólogo a Los condenados de la tierra, el libro de Frantz Fanon que serviría de inspiración a los movimientos anticolonialistas y a las organizaciones guerrilleras de los años sesenta, llegó a escribir: «Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido».

Sin su postura de escritor comprometido, Sartre no se habría convertido en una figura pública, no habría conseguido la resonancia mundial que tuvo. Quiso ser como Víctor Hugo, que se enfrentó a Napoleón III; como Zola, defensor del injustamente condenado Dreyfus; como Gide, que denunció la explotación colonial del Congo. Para ello tuvo que sobreactuar, que representar un papel en el que no sentía a gusto del todo. François Noudelmann explora las grietas de esa figura pública. Una de ellas, su relación con las drogas. Tras una primera relación con la mescalina, que se provocó varios meses de depresión y un miedo a la locura que le duraría toda la vida, sus compañeros inseparables fueron el alcohol, el tabaco y, a partir de 1950, otra droga legal: el Corydrane, una mezcla de anfetamina y aspirina. Sin el Corydrane, no habría sido posible su ingente trabajo intelectual. Comenzó a abusar de esa sustancia cuando trabaja en la que quiere que sea su obra mayor, la Crítica de la razón dialéctica. De tomar un comprimido al día, pasa a tomar diez, y el resultado parece milagroso: «Las frases se suceden, interminables, y el resultado son magmas teóricos de varias páginas sin párrafos que, posteriormente, Arlette Elkaïm tendrá que espaciar y dividir en capítulos para hacerlos legibles». No tarda en recurrir al Corydrane para responder a cualquier encargo y, si le piden un texto urgente, es capaz de trabajar veinticuatro horas seguidas. Pero no solo lo utilizaba para eso. «El whisky era su bebida preferida y solía mezclarlo con Dorydrane, una combinación que demora la sensación de borrachera e incita a beber más». Las intoxicaciones etílicas de Sartre fueron numerosas y varios de sus banquetes en la URSS, tras los brindis con escritores y altos cargos, los terminó en el hospital. La factura de esos excesos la pagó durante los últimos años de su vida. Ciego y cada vez más deteriorado físicamente, siguió siendo una figura pública, utilizado por unos y por otros, pero sobre todo por su secretario, Benny Lévy.

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François Noudelmann quiere centrarse en otro Sartre, en un Sartre apolítico que contradice el retrato oficial, un Sartre «más cerca de Stendhal que de Marx», un Sartre que gusta de viajar como un simple turista, de tocar el piano, cantar y hacer un poco el payaso, que prefiere la fantasía y lo imaginario a los rigurosos análisis económicos, que padece frecuentes depresiones, que se deja seducir por la inacción y la melancolía.

Fue un triunfador que fracasó quizá en lo que más le importaba, un defensor de causas justas —aunque no siempre— hasta la injusticia. El tiempo no ha sido demasiado piadoso con su obra. Hoy le vemos como un representante de algo de lo mejor y de mucho de lo peor del siglo XX.

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