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Fermín Herrero
Sábado, 27 de enero 2024, 00:41
Decía el excelente escritor villanovense Antonio Reseco en su último libro de aforismos, 'Gases y sólidos', que «las obras completas se editan para recuperar a un autor, o bien para acabar con él». En el caso de la 'Poesía completa' del poeta abulense Jacinto Herrero ... no cabe duda alguna de que se trata de un rescate absolutamente necesario. Que además se antojaba problemático, toda vez que pasaban los años, ya una docena desde su muerte, y la imprescindible, a efectos de la poesía castellana contemporánea, recopilación, con mucho de redención, de sus versos no veía la luz.
Y afirmo lo de imprescindible con total seguridad. Tres meses después de su fallecimiento, en estas mismas páginas de La sombra del Ciprés, el palentino César Augusto Ayuso, voz autorizada donde las haya en lo que respecta a la poesía y la crítica en nuestra región, con motivo del libro 'La poesía de los árboles' y a raíz del árbol en mitad del desamparo del campo que se yergue, recio y esencial, en el poema 'Invierno en Langa', señalaba que la obra lírica de Herrero «parca y escueta pero honda y reflexiva, quedará, a pesar del aislamiento y discreción de su vida, como una de las más acendradas y trascendentes de la tierra castellana».
Estamos ante una poética que se atiene por lo general a la métrica clásica de ritmo impar, alternando poemas cortos ceñidos al molde clásico con extensos textos discursivos. Herrero siempre fue fiel a ella, a su «decir desnudo» hacia lo profundo del espíritu, del mismo modo que toda su poesía es un ahondar en el mismo venero de lo primordial, lo numinoso, lo sagrado, en el que se situó desde sus inicios y del que nunca se movió, ni literaria ni vivencialmente; el que bebe de lo que permanece inadvertido e inalterable en medio del tráfago de lo cotidiano y del ruido ambiental, que nos impide percibirlo: las hogueras de setiembre, el campo nevado, la hombría de las lágrimas, el corazón derramado entre los amigos, el camino junto a Dios, 'sus' pájaros.
En definitiva, «lo que deja en vilo nuestras almas», lo que une «lo remoto y lo vivo en la sola palabra que fulgura un instante», que es para esta poesía la parte fundamental de su materia y de su sustancia, incluso de su sentido. Tal vez de ese arraigo de índole noventayochista derive al cabo la inmovilidad de su poética, su entrañamiento entre la nostalgia y la melancolía en torno a lo constitutivo del campo castellano, a su niñez en Langa, a donde siempre volvía, y a su madurez en Ávila.
Y es que el paisaje forja en parte el carácter, que a su vez acaba reflejándose en la palabra, hasta perfila el estilo. Así que esa sequedad sanjuanista, teresiana, no andaría lejos de la orografía de La Moraña. «La naturaleza es sólo una imagen o imitación de la sabiduría, que es lo que está más allá del alma», decía ya Plotino. No es menos cierto, además, que, conservando siempre ese núcleo de neto hondón religioso, en el amplio sentido de la palabra y en prudente diálogo con los místicos, Herrero fue capaz de abrirse a temáticas diversas, hasta a la poesía cívica, edificante, de 'Tierra de los conejos', donde al modo unamuniano recela de la Historia con mayúsculas en beneficio de una identificación con los ancestros, a favor de la sencillez y la simpleza frente a los grandes acontecimientos.
De esta diversidad, cabe fijarse en los catorce sonetos del libro capital, 'Ávila, la casa', especie de 'tour de force', cuyo último verso corresponde a cada uno de los que componen el poema de Leopoldo Panero 'Quietud amurallada (Ávila, la noche)' sobre la berroqueña piedra abulense, el Adaja, la ciudad labriega y su pasado heroico, el agro circundante, los monumentos, las gentes…En realidad no hay rincón o aspecto de esta ciudad, que lo nombró hijo predilecto, que no haya cantado Herrero. En este libro se encuentra también el tríptico, fundamental en su obra, sobre Langa: «Vuelvo a la tierra que nacer me viera/y se aviva el rescoldo de la brasa/del alma. Madre viva. Nuestra casa…».
Pero no menos destacable es el demorado homenaje a los citados, y cruciales en la conformación de su lírica, Santa Teresa y San Juan, y también a Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Góngora o Torcuato Tasso a través de grandes poemas narrativos en 'La trampa del cazador'. O a la inocencia de los pajarillos, junto a los dibujos de Miguel Ángel Espí, de la oropéndola, la curruca rabilarga, la picaza, el alcaraván… en 'El solejar de las aves'. O la aparición del aliento bíblico y grecolatino, de reminiscencias nicaragüenses, del ascetismo y la paz campestre y de su fijación última en el soneto, con frecuencia blanco, como molde expresivo, en 'La golondrina en el cabrio'. O la poesía de raigambre clásica y particularmente mitológica en el libro anterior, cuyo título procede de 'La Odisea', en poemas sueltos y en 'La herida de Odiseo', en su conjunto una exégesis, más bien lectura propia de la obra de Homero, desde el hombre concreto que fue Ulises, a quien suele dirigirse en segunda persona, despojado de su heroicidad y que vuelve a nosotros como un exiliado regresa a su patria, en la estela de 'Ítaca' de Kavafis. Libro en apariencia épico, pero en realidad reflexivo, donde Herrero, en cierto modo, se transmuta en el protagonista odiseico y a las puertas de la vejez desgrana su pensamiento y su visión del mundo.
Y, por no apurar lo temático, los asuntos misceláneos, de varia lección, que integran tanto 'Analecta última' como 'Bootes niño', desde hobbies como la papiroflexia a llagas como la de los niños bosnios bombardeados, desde la caída del imperio romano tan de actualidad en estos tiempos de crisis en todos los órdenes a glosas navideñas incluso a la manera de Berceo. Y tantos otros aspectos de la vida que interesaron y conmovieron su mente siempre alerta. Incluyendo el sesgo irónico, cómo olvidar las catilinarias epigramáticas que cierran 'La golondrina en el cabrio', a las que era muy aficionado, y manejaba con destreza como persona, en poemas como 'El cine-club', 'Tchaikovski in blue' o 'Dioses con blue jean'.
Mención especial, aparte del inmenso agradecimiento por su ímprobo trabajo por parte de sus lectores, merece la impecable y concienzuda, hasta el último detalle, labor de Antonio Pascual Pareja, que fuera alumno de Herrero y es discípulo dilecto de su poética cristalina, en cuanto a la fijación textual, el prólogo y las notas de esta magnífica edición ya desde el formato y la tipografía. Han debido ser años de estudiar y cotejar con mimo, celo y sumo cuidado los originales y los libros publicados, los sueltos de revistas y demás; es más, se nota en cada apreciación el respeto admirativo que guarda a su maestro.
Pascual Pareja ha reunido, por añadidura, en un apartado final, de título hermosísimo y que define a la perfección el quehacer lírico de quien fuera su profesor: 'Un caz de agua limpia', algunos inéditos. Y desgrana en las jugosas notas, siempre muy bien traídas, indispensables «para indicar variantes textuales, elucidar referencias y citas, añadir comentarios», noticias por lo menudo, soberbias, a partir de las alusiones en los poemas, en particular acerca de nuestros clásicos. En el ajustado prefacio, que resume lo sustancial de sus sucesivos libros, se pregunta cuál podría ser el epítome de la poesía de Herrero y nos remite, junto al comienzo de 'La golondrina en el cabrio', a estos versos del poema 'Alcaravanes': «Porque lo bello es inasible/y el misterio reside oscuro/en las raíces de la infancia». No puedo estar más de acuerdo.
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