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Antonio Machado en el madrieño café de Las Salesas. Abc
La (in)felicidad de los escritores

La (in)felicidad de los escritores

Otras latitudes ·

Las personas felices no escriben: se limitan a disfrutar de su felicidad. A las que hacen literatura, en cambio, siempre les falta algo

Eduardo Moga

Valladolid

Jueves, 6 de junio 2019, 21:02

Algunos libros nos dan felicidad; los mejores, mucha, si es que la felicidad puede medirse. Y, ante ese derroche de alegría y plenitud, de excitación y sosiego, pensamos que sus autores han sabido compartir con nosotros la que ellos sentían: que la han cocido ... en el horno de las palabras y nos la han entregado, caliente aún, recién salida de la conciencia. Se comprende. Es difícil leer el Quijote –pese a la mucha violencia que lo recorre, y que llevó a Nabokov a aborrecerlo por su crueldad– sin experimentar una satisfacción que conmueve de arriba abajo y que no es descabellado identificar con la felicidad. Algo muy parecido pasa con los poemas de Antonio Machado o Walt Whitman. El español, aun melancólico o doliente, inspira una serenidad moral que asombra y ennoblece. El norteamericano, enumerativo, desordenado, canta al mundo y al hombre que nace, y proclama, con alborozo, la grandeza de ser. Los ejemplos podrían multiplicarse. Y, sin embargo, esa felicidad no ha sido objeto de transmisión, ni siquiera de transformación, sino, propiamente, de invención. Esa felicidad no estaba en la persona del autor, sino en el alambique imprevisible de sus necesidades y sus circunstancias. Las personas felices no escriben: se limitan a disfrutar de su felicidad. A las que hacen literatura, en cambio, siempre les falta algo. Los escritores son, sin excepción –por normales que parezcan, aunque pocos lo parecen–, gente enferma: enferma de dolores muy materiales, de esos que aquejan igualmente a los fontaneros y los actuarios de seguros, pero también, y sobre todo, de ansias de ser otro, de ser más, de ser siempre. La literatura es una gran prótesis para rellenar aquello de lo que carecemos, ya sea pelo en la cabeza, dinero en la cuenta corriente o alguien que nos consuele de las desgracias cotidianas y nos bese en la cama todas las noches. La literatura es un bastón o unas parihuelas, un pecio al que nos aferramos, el clavo ardiendo que nos constituye. Y cuando lo entendemos, entendemos por fin que esos escritores que tanta felicidad nos han procurado tuviesen una vida de mierda, y que esa felicidad no sea sino el fruto de su propio sufrimiento, contra el que se rebelaron con una palabra regeneradora, que los sanaba, que los justificaba. Cervantes se pasó media vida persiguiendo un empleo bien remunerado –para lo que hubo de lamerles el culo a muchos mecenas–, sin conseguirlo; huyó de la justicia y tuvo que refugiarse en Italia por un altercado con un maestro de obras; conoció las miserias y horrores de las guerras que España libraba insensatamente en Europa, y perdió el uso de un brazo en una de aquellas refriegas; estuvo preso cinco años en Argel, donde siempre que intentaba huir –y lo intentó cuatro veces– era encerrado en un baño cargado de cadenas; hubo de trabajar en los desagradables oficios de comisario de provisiones y recaudador de impuestos, y fue excomulgado por embargar bienes de la Iglesia y encarcelado en Sevilla por apropiarse del dinero recaudado; vivió sus últimos años con –y quizá de– las mujeres de su familia, las cervantas, con grave quebranto de su honra; vio cómo no se le apreciaba como poeta, lo que él más quería ser, y cómo un miserable le pirateaba el Quijote con una segunda parte apócrifa; y, en fin, murió, diabético, a los 68 años. Antonio Machado arrastró su melancolía y su menesterosa condición de maestro de escuela por las provincias de España, siempre luchando por conseguir destino en Madrid; se enamoró de una niña de trece años, con la que se casó a los quince y que se le murió, de tuberculosis, a los dieciocho; casi dos décadas después, se prendó de una mujer casada, derechosa y catoliquísima, escritora de versos lamentables, que lo tuvo enfrebecido de amor con cartas y encuentros clandestinos, pero que no le dejó tocarle un pelo; y acabó sus días, tras el fracaso de la República en la que tanto había creído y una huida dramática desde Barcelona, en un triste hostal francés, con 64 años. Whitman, en fin, tuvo un padre y un hermano alcohólicos, otro hermano mentalmente desequilibrado y una hermana, probablemente psicótica, maltratada por su marido; vio cómo su padre se arruinaba varias veces; a los once años, tuvo que dejar los estudios, salir de su casa y ponerse a trabajar, primero de chico de los recados y luego de cajista en una imprenta, para luego ejercer de maestro rural y, por fin, de periodista mal pagado en múltiples periódicos neoyorquinos; las dificultades económicas lo persiguieron siempre, y, ya mayor, hubo de recurrir a los amigos para que le facilitaran algún trabajo en la Administración, del que era siempre despedido cuando sus jefes descubrían que se pasaba el tiempo escribiendo poemas; vivió los horrores de la Guerra Civil en su país, en la que combatieron dos hermanos suyos, uno de los cuales resultó herido; fue denunciado por la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio por la inmoralidad de su obra y perseguido por la justicia; y nunca salió del armario (poéticamente lo hizo a medias), lo que lo condenó a una vida de relaciones encubiertas e insatisfactorias. No sé si Cervantes, Machado y Whitman fueron felices. Supongo que sí: a ratos, como todos. Hasta en las hambrunas de Somalia la gente encuentra un pretexto para serlo, y quizá en las hambrunas de Somalia sea más fácil serlo. Sin embargo, no parecen vidas objetivamente afortunadas; no parecen vidas deseables. Sus obras, en cambio, regalan una luz inacabable, construida por el entusiasmo y la razón: el entusiasmo de una existencia que se debate consigo misma y que emerge de las sombras de la incertidumbre y el dolor, de la conciencia desgarrada de la transitoriedad, al orden y la entereza del lenguaje; y la razón de un yo que no renuncia a abrazar al mundo, y que lo abraza, en efecto, con la fuerza de la esperanza y el consuelo de la música. Todo eso capta al lector, esa felicidad enredada en palabras, ese decir que es ser.

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