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George Steiner es el último de una especie –aunque quizás esta frase represente una suerte de fatalismo contemporáneo narcisista. Steiner fue alguien para quien la cultura regía nuestras vidas; entendiendo cultura como el conjunto de obras artísticas que la Humanidad ha producido a lo largo ... de los siglos. Hace ya tiempo que el concepto tan restringido fue lanzado por la borda de una Modernidad urgente e irreflexiva para dar paso a la idea de que es todo aquello que las personas hacemos: entre el nacimiento y la muerte nos dedicamos a crear cultura y a vivir en una cultura. Tan cultura es la última obra pictórica de cualquier artista como las tragedias de Esquilo o los ritos funerarios de un poblado polinesio. Sin duda es así, pero esto nos conduce a la banalización y a la ausencia de criterio, pues si todo lo humano es cultura, ¿de qué sirve categorizarla?, ¿para qué decir que tal obra literaria o musical es mejor que las demás? ¿Pueden esas grandes obras servir para algo más que para el mero entretenimiento?
A tales preguntas se enfrentaron Steiner y Harold Bloom, y con anterioridad T. S. Eliot. Los tres pensaron que el crítico literario tenía algo de prescriptor, que debía aconsejar, si no guiar a los lectores, entonces sí una minoría muy numerosa. Establecieron un canon literario que en sus inicios iba contra la inercia de sus respectivos tiempos que al final de sus vidas fue la inercia contra la que otros lucharon. Fueron artífices de algunas frases que suenan ahora como prescripciones lapidarias de las que no podemos disentir, y sin embargo, sabían contra lo que muchos obvian que la cultura era una institución viva y cambiante.
T. S. Eliot dio forma al canon que imperó durante la mayor parte del siglo XX. Sin duda la impronta de su poética fue determinante en la elección de los autores. Eliot escribió, al menos en los inicios de su carrera, una poesía que recogía el desamparo en que la civilización occidental se encontraba y la realidad nerviosa, cambiante y degradada –al menos a su entender– de la vida moderna. Reaccionaba también contra la mala poesía romántica de finales del siglo XIX y los albores del XX. La revitalización implicaba necesariamente un cambio en la propuesta literaria; una renovación que constaba de dos movimientos, el arrumbamiento de la poesía romántica –tachada injustamente de sentimental– y la recuperación de poetas olvidados con una propuesta estética que, renovada, permitiera la representación de la vida moderna. Así, las constantes alusiones a la tradición que hay en su obra –y en especial el ensayo 'La tradición y el talento individual'– eran una invitación a la exploración de aquellos poetas que habían quedado en los márgenes de las historias de la literatura. En cierto sentido, Eliot venía a sugerir que toda propuesta poética era válida si el poeta lograba encontrar la expresión poética más depurada. También venía a advertirnos que la evolución no existe en el campo del arte, que todo es presente y solo necesita una reinterpretación.
Harold Bloom –de personalidad explosiva y exaltada, y de raciocinio sosegado y titánico– se enfrentó al canon eliotiano con su recuperación de los Románticos; una empresa que muchos debieron pensar que estaba abocada al fracaso pues ir contra el gran poeta y crítico del siglo XX era tarea condenada al fracaso. Triunfó a pesar de todo por fortuna porque, contra los intentos de Eliot, la poética romántica tenía la potencia intelectual suficiente como para perdurar en el siglo XX –incluso en la obra de Eliot–. La imaginación romántica fue en los siglos XIX y XX y en lo que llevamos de este, una fuerza poética que, con todas las matizaciones que se quiera, fecunda la literatura. Bloom elaboró la teoría de la ansiedad de la influencia para explicar el modo en que los jóvenes poetas buscaban su voz poética en contra y, sobre todo, más allá de los poetas consagrados. Todo poeta se encuentra con predecesores de quienes aprende en los inicios pero de quienes, en un momento temprano de su carrera, ha de renegar si quiere escribir una obra que no sea una simple imitación y recreación de lo ya dicho, y represente el mundo en el que vive de un modo que tenga sentido y atractivo para sus coetáneos. El miedo a que la influencia de los precursores sea tan grande que no deje salir su voz lleva a los poetas principiantes a realizar un esfuerzo titánico por individualizarse y de tal empuje surge una obra valiosa. La tradición, en su caso, coarta pero también obliga a un impulso que, en el caso de los buenos escritores, tendrá su recompensa.
Steiner nunca dejó de recordarnos que la literatura es siempre afán y resultado cosmopolita. Las literaturas nacionales existen desde que el nacionalismo invadió la política, el pensamiento y la cultura. Sin embargo, si la literatura tiene sentido –al igual que la filosofía, el arte o los derechos humanos– es en un mundo cosmopolita. Las literaturas nacionales son el reconocimiento de la derrota de la cultura, podríamos concluir. La cultura no solo pierde su sentido cuando es nacional. Cada generación ha de 'traducir' lo que otros dijeron con anterioridad. No es una mera cuestión filológica de edición y contextualización del texto. El significado primigenio del texto ha quedado sepultado bajo las ruinas de los tiempos anteriores. Hay que trabajar para que los sentidos olvidados vuelvan pero también que esos sentidos alumbren un nuevo significado en nuestra época. Toda obra excelente ilumina el presente con nuevos matices, algunos de los cuales quizás pasaron desapercibidos en su momento. De ahí que escritores como William Shakespeare, Leon Tolstoi o Marcel Proust sean presencias reales en su época y en la nuestra. Lo que escribieron no ha perdido su vigencia porque aún resuenan sus palabras, con acentos nuevos y muchas veces inesperados, en nuestro presente, entonces sí, intemporal como Eliot intuyó.
No es de extrañar que Steiner y Bloom provinieran de familias judías en que la palabra es el centro de la cultura e incluso de la vida. Es imposible entender el Judaísmo sin la potencia de la palabra escrita; un legado que ha llegado hasta nuestros días no solo en la forma de los libros sagrados sino como literatura secular interesada en explicar el mundo mediante representaciones verbales. Una obra clásica es aquella que logra expresar de manera clara y hermosa algunas ideas que atesoran valor ético. Las ideas son importantes, qué duda cabe, pero no lo es menos el modo en que están expresadas, pues el lenguaje no tiene como función única la trasmisión de información; más allá del quehacer comunicativo, el lenguaje nos permite crear mundos imaginarios en los que las mejores ideas de la humanidad han encontrado el lugar propicio para su desarrollo. Ahí radica la permanencia de algunas obras literarias: en ellas se condensa lo mejor expresado de una manera que aúna intensidad, síntesis y apertura de nuevos horizontes. Por ello la obra en que lo ideológico prevalece sobre la escritura apenas tiene trascendencia. Contra ello lucharon Steiner y Bloom. Steiner tenía la sensación de que su palabra apenas encontraba eco en la sociedad moderna. Bloom sabía, al igual que Steiner, que pertenecían a un tiempo preterido, a una fase ya superada de la civilización occidental.
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