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Landero y el regreso a la inocencia
'La última función' supone tanto una vuelta a la simpática reciedumbre del viejo castellano como al encanto de los ideales y las ilusiones de los personajes
Iñaki Ezquerra
Sábado, 10 de febrero 2024, 00:26
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Iñaki Ezquerra
Sábado, 10 de febrero 2024, 00:26
Cuando publicó en 1989 sus 'Juegos de la edad tardía', el lector español se reencontró con una literatura que apelaba, con una sencillez no exenta de humor y ternura, a los resortes más esenciales y humildes de la precaria condición humana, como lo habían hecho ... los grandes de nuestra literatura, empezando por Cervantes, y que sintonizaba a la vez con la sensibilidad del presente al ofrecer una parodia del intelectual carismático y revolucionario capaz de enfrentarse a la Dictadura con riesgo de su vida. Eso es lo que nos brindaba Landero: la historia de una pobre gente necesitada de sueños condenados a colisionar con la realidad dura y triste, utilizando un castellano entre popular y culto que contrastaba con la frialdad y la asepsia a las que nos había acostumbrado el lenguaje heredado de las traducciones. Tras el éxito de esa primera novela, Landero ha ido volviendo de manera intermitente a la celebrada sencillez de aquel léxico y de aquel registro sentimental, aunque intercalando otras obras en las que parecía querer despojarse, como de una carga, de aquella «narrativa de la inocencia». Sería el caso de 'La vida negociable' (2017), en la que el personaje central era un ser maleado y carente de empatía, incluso con sus propios padres, o de 'Lluvia fina' (2019), su siguiente entrega, en donde persistía la atmósfera de desafecto y fatalidad enrareciendo las iniciativas más benignas de sus personajes. Es como si el mal hubiera entrado en la literatura de Landero en la misma medida en que esta se alejaba de las cálidas y familiares resonancias léxicas de nuestra lengua. En este contexto, 'La última función' supone, tanto un regreso a la simpática reciedumbre del viejo castellano, como al encanto de los ideales y las ilusiones de los personajes.
Dividida la novela en dos actos, como si fuera una obra de teatro, el primero de ellos se abre con la llegada de un actor ya metido en años al bar de uno de esos pueblos de la denominada 'España vacía', que es casualmente donde nació y se crió. El personaje, que es el protagonista del libro, se llama Ernesto Gil (Tito para los amigos) y presenta un aspecto desastrado de vagabundo o borracho sobre el que se impone un porte digno y una voz dramatúrgica o cinematográfica que inspira curiosidad y respeto. La descripción que se nos brinda de este ejemplar de la bohemia que, pese a una azarosa trayectoria profesional, fue en su día una leyenda para el pueblo, es uno de los primeros aciertos de un texto que abunda en logradas descripciones y que, gracias a su trabajado estilo literario, se hace ligero en sus 220 páginas. En ese primer capítulo, nuestro hombre pronto es reconocido por sus paisanos y se nos pone al corriente de una santina, la Niña Rosalba, que es venerada en esa localidad y en torno a la cual existe un guión versificado que va a cobrar un gran protagonismo. Tanto, que llega a constituir esa última función a la que alude el título del libro y en la que Tito logra embarcar a toda la comunidad rural como una oportunidad de despegue ontológico, un señuelo para atraer al turismo, así como un freno a la espantada hacia las grandes urbes y –en realidad más allá del objetivo material– como una tabla de salvación colectiva y un norte que dé sentido a sus existencias.
Pero, para la representación de esa obra, el héroe necesita una heroína, una buena actriz que encarne el papel antagónico al suyo a modo de réplica. Y la va a encontrar en Paula, una mujer que, a sus cuarenta años, siente que su vida ha sido un fracaso gracias al peso de unas rutinas laborales y un matrimonio que recuerda como «absurdo». En este personaje, que toma un tren que está a punto de perder en la estación de Atocha, y que llega guiada por azar al pueblo que constituye el escenario de la acción novelística, se centra el siguiente capítulo. A partir de ahí, y en torno a ese proyecto teatral, se urde una trama argumental que da lugar al desfile de un nutrido grupo de personajes coloristas, genuinos y depositarios de ese tipo de entrañable peculiaridad que es un reconocible 'sello de la casa' en la literatura de Landero. Trama en la que no faltará la presencia motriz del amor.
A todo ello se suman dos detalles que añaden un punto melancólico a los hechos: pertenecen a un lejano plano temporal de 1994 y son narrados desde una voz colectiva del presente que nos remite directamente a la voz anónima y rural de 'Caballeros de fortuna', obra que Landero publicó casualmente en aquel mismo año de 1994 en el que ahora sitúa la historia de 'Última función'.
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