El aristócrata, narcisista y muy célebre escritor de novelas policiacas Andrew Wyke (Laurence Olivier) se toma la vida como un juego sin demasiada gravedad existencial. O esa es la impresión al conocerlo. Quien acude a su casa para hacerlo es Milo Tindle (Michael Caine), peluquero y amante de la mujer del escritor.

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Ya solo llegar hasta Wyke, nada más arrancar el filme, supone una prueba de ingenio: Wyke se halla en el centro de un laberinto trazado con setos, en el que a cada giro hay un espejo deformante, una escultura amenazadora... Tindle termina por manifestar su impotencia, y Wyke abre una puerta oculta en el seto para revelarse.

(Tomado el desplazamiento de Tindle desde un punto de vista cenital, es una metáfora visual de un asunto clave en el filme: el placer que siente Wyke desconcertando a su oponente, yendo uno o dos pasos por delante de él en el juego de que se trate).

Una vez se conocen, el escritor invita al peluquero a pasar a su mansión —cuya ubicación, se ha informado al espectador por boca del visitante, es remota y escondida—, y le plantea el motivo de su convocatoria: conoce del 'affaire' de su esposa con él, pero no, no le importa en absoluto, de hecho el propio Wyke tiene uno —«El sexo es el juego, el matrimonio es la condena»—, con su esposa ya hace mucho que solo juega muy ocasionalmente y por pura rutina. Y tampoco le importa concederle el divorcio.

¿Entonces, cuál es el problema? Un problema de pecunia: con los ingresos de Tindle, no será capaz de mantener el tren de vida a que ella está acostumbrada —y que sin duda espera mantener, de lo que ya tiene el peluquero pruebas—. Wyke le propone entonces a Tindle que se haga pasar por ladrón y «robe» el collar de perlas de su esposa; Tindle se lo podrá vender a un prestamista de confianza y Wyke cobraría el seguro de las joyas. Resultado del timo, ciento setenta mil libras libres de impuestos. Todo muy sencillo, ¿no? No tanto. A partir de aquí, la trama se interna por unos senderos tan sinuosos e imprevistos como verosímiles —uno de los más grandes logros del filme—.

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Y de filme hay que hablar, no de 'teatro filmado'. Pese a su vocación teatral, ya asentada en los créditos iniciales, y a basarse en una obra para las tablas (vertida en la pantalla de manera magistral por el propio autor, Anthony Shaffer), 'La huella' es un producto genuinamente cinematográfico.

J. L. Mankiewicz, en el que sería su canto del cisne, maneja recursos propios de la gramática del cine con una sutileza y una fluidez exquisitas, y es justo esto lo que puede hacer que se pasen por alto o no se les dé la debida importancia. Pero ahí están: los insertos de los rostros de los autómatas y demás cachivaches como signos de puntuación de lo recién dicho; los picados y contrapicados que aluden a la posición de fuerza, a veces con ironía, en que se hallan los personajes; el encuadrar a uno de ellos en plano entero contra el fondo atestado, como aislándolo o aludiendo a la opresión; los puntos de vista subjetivos... Resulta un milagro que en un espacio cerrado y tan abarrotado, y con solo dos personajes que no se la pasan corriendo de acá para allá, se consiga una narración tan cinética, tan dinámica.

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Dinámica que por otro lado es difícil concebir con otro par de actores. Michael Caine y Laurence Olivier ofrecen una clase magistral de registros —desde el desdén hasta el pánico— y de ritmo, pero es una clase magistral a dúo, donde el resultado de los dos juntos es superior al de la suma de cada cual individualmente considerado, que es por otro lado lo que siempre debería ser en cine y desde luego en teatro. Más allá del juego interpretativo en el plano técnico (quizá no sea ocioso recordar que en inglés se emplea el mismo verbo para definir 'jugar' que para 'interpretar'), los personajes representan dos clases sociales todavía separadas, aunque cada vez menos (como no deja de lamentar el elitista escritor: «En los buenos tiempos, antes de la televisión»), y hasta dos topografías: Tindle es el virus urbano, urgente, que penetra en el sanctasanctórum campestre y de pulso autónomo, más pausado, del escritor. Puede, incluso, verse como la aparición del talento emergente de la escena inglesa (Caine) dispuesto a desbancar al monstruo sagrado (Olivier). Pero esto quizá sea romper las reglas de de la reseña e internarse en la especulación.

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