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En una de las, entre tantas, maravillosas leyendas de los pueblos inuit, se cuenta la historia de Kunut, apodado Uiartoq, que dio la vuelta al mundo. Quien la recogió, Knud Rasmussen, etnógrafo, antropólogo e intrépido explorador polar, natural de Groenlandia, de madre inuit y padre ... danés, circunscribió su mundo al vasto Ártico que recorrió y examinó al dedillo para conocer a fondo a sus moradores y compilar durante treinta años de intenso trabajo la mitología y las leyendas de los pueblos esquimales. Del amplísimo corpus de transmisión oral que atesoró, Siruela nos ofrece, en primorosa edición de cartoné, una selección bajo el título 'Mitos y leyendas inuit'.
En su extraordinaria narración 'Un tiempo más salvaje' (Errata Naturae, dentro de su nueva línea editorial ecológica y sostenible en sus hechuras) el aventurero William E. Glassley describe Groenlandia, territorio esquimal por excelencia, en particular su naturaleza salvaje y virgen, la mayoría enterrada «bajo el único manto de hielo permanente del hemisferio norte», si bien retrocede y se encuentra en peligro por los efectos del cambio climático, como un vasto lugar inexplorado «por encima del Círculo Polar Ártico», cubierto de liquen, sobre todo del llamado de reno, de inigualable belleza e «insólita exuberancia en sus mutaciones», que «cautiva los sentidos».
El misterio que se desprende de esta «cruda pureza», añade Glassley, es «irresistible». No es de extrañar que muchas de las leyendas inuit que incluye la recopilación de Rasmussen, a quien la traductora Blanca Ortiz Ostalé moteja en la semblanza de su proemio como «el hombre al que precedía su sonrisa» también nos encanten y seduzcan, aparte de que, como también señala Glassley, a través de los mitos y leyendas heredados «puede observarse una callada perspectiva de sus hogares y sus prácticas tradicionales». Es un libro poblado de hombres invulnerables, chamanes, espíritus, enanos y gigantes montaraces, espectros…, ideal y necesario para tenerlo a mano en casa y disfrutar de su imaginación animista, portentosa, o ir leyendo a los más pequeños por su ingenio y didactismo, en especial las fábulas.
El californiano Glassley, surfista de joven, geólogo especializado en la evolución y derivas de los continentes al cabo, vive en Santa Fe, Nuevo México, y relata en 'Un tiempo más salvaje' sus experiencias «en las tierras inhóspitas de Groenlandia Occidental», para él paradisiacas, a lo largo de seis expediciones, agrupadas en tres partes mediante un montaje por atracción acerca de las impresiones globales y particulares, sin orden cronológico. Publicado hace tan sólo dos años, obtuvo los premios John Burroughs y KirkusReviews al mejor libro de NatureWriting, sin duda merecidamente. El indicativo subtítulo reza: «Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos»: otro mundo, «en un territorio así el tiempo se detiene. Aquí nadie podría estar seguro de encontrarse en el siglo XXI y no en una Edad de Hielo primigenia».
La base del libro son las investigaciones geológicas sobre el terreno, a partir del debate sobre la teoría tectónica de placas y otros aspectos de la historia de la Tierra. Acompañado de dos colegas daneses, se dedica a «tomar muestras, realizar mediciones y registrar datos», con muchas fatigas y aprietos, navegando por los bordes de los fiordos entre bloques desprendidos de hielo. Ya esta vertiente sería harto interesante, pero además el volumen tiene la rara virtud, máxime en nuestros tiempos de especialización castradora, de aunar ciencia y poesía. Así, aunque con una contención digna de encomio se limita «a guardar registro de su magnificencia» en vez de «intentar apuntalar su sentido», Glassley nos ofrece una serie de soberbias y serenas contemplaciones, en medio de un silencio y soledad absolutos, de carácter epifánico mientras medita en medio de la inmensidad inconmensurable de los glaciares, se topa con la aparición súbita de un halcón gerifalte, persigue a una esquiva perdiz nival y sus polluelos, observa la magia de las poblaciones de erizos o de alucinantes nueces marinas o escucha la canción de las ballenas jorobadas o los bramidos de los bloques de hielo al resquebrajarse. «Aunque el interés científico con que la afrontamos es de orden académico, nuestras vivencias han sido de un orden cercano a la experiencia de lo sagrado», resume. Una gozada en toda regla, pese a que afirme con humildad que carece de palabras para describirlo. Menos mal que no es el caso, ni por asomo.
En la misma onda, un espíritu afín, el italiano, residente en Nueva York, Marco Tedesco, con la colaboración literaria del reconocido reportero Alberto Flores d'Arcais nos ofrece en 'Hielo' (Gatopardo) la visión de este extenso continente de tundra ártica que mengua al derretirse el hielo que lo cubre. El punto de vista de Tedesco se inclina más hacia lo ecológico, no en vano es glaciólogo, y constituye un homenaje en todos los órdenes a «su majestad el hielo». De la misma estirpe que Glassley, el testimonio de su expedición es un complemento perfecto a las de aquél, con la misma emoción ante la vastedad y grandeza del terreno y con la consiguiente sensación de paz y tranquilidad. Menos lírico, más pegado a la superficie que pisa con cuidado y a la experiencia exploradora propiamente dicha. También más digresivo, siguiendo una jornada de investigación adereza el camino con amenas historias de exploradoras desconocidas y de la navegación ártica, de curiosidades que van de las bacterias que sobreviven congeladas a la astrobiología, la paleontología o el Big Bang, de las sagas vikingas, de los osos o de los pingüinos de la Antártida. Comenta de paso varias leyendas inuit, como la del Sol y la Luna, parafraseando la que nos brinda el libro de Rasmussen, o la del espíritu orca.
Ambos comparten la emoción ante el silencio sideral, la luz cegadora o el sol de medianoche, Tedesco nos convida a entender aspectos harto curiosos como los motivos por los que el manto de nieve centellea o por los que el hielo, en su estático dinamismo, fluye constantemente, más rápido en verano que en invierno o los que hacen que los lagos «caníbales» sobre los glaciares sean engullidos. El cambio climático, sus estragos y el impacto en la vida esquimal, es el eje de sus investigaciones: «Como un virus que ataca todo y a todos, nosotros, pequeños seres humanos, hemos conseguido, con las emisiones de gas invernadero y el calentamiento global, amenazar y poner de rodillas a la majestuosa Groenlandia». Una llamada de atención que no debería caer en saco roto.
Si la recopilación de Rasmussen es un clásico sine qua non para adentrarse en la literatura inuit, 'Kuessipan' (Pepitas de Calabaza), la narración de Naomi Fontaine que aborda fragmentariamente la vida diaria en la reserva algoquina de Uashat, en la costa canadiense de San Lorenzo, de la que es natural aunque actualmente resida en Quebec, puede convertirse con el tiempo en otro referente ineludible de la escritura inuit, y eso que la publicó, hace diez años, con tan solo veinticuatro de edad. El libro retrata, como decimos de forma atomizada, mediante breves capítulos a modo de piezas sueltas, estampas que van encajando hasta articular un soberbio fresco, el día a día en la reserva de nativos, una minúscula aldea asentada en una bahía, con una levedad no exenta de gracia poética, lo que no obsta para que muestre a la vez con bronco expresionismo tanto el ámbito doméstico como el familiar o el social: «Sé que el mundo es injusto».
Algunos retales de la almazuela son, en efecto, netamente líricos, a la manera de las enumeraciones borgeanas, si bien la escritura eléctrica de Fontaine, hecha de trazos impresionistas, casi brochazos, muestra sin paños calientes la durísima existencia de esta tribu india de ojos rasgados, en especial de las mujeres, cargadas con el peso de los niños y de la subsistencia: estragos del alcohol y las drogas, cheques sin fondos, talas a matarrasa, incestos, violaciones, suicidios, miseria, basura, maltratos, crueldad, desprecio, soledad, opresión e injusticia.
Pero incluso de este albañal, sin rendirse nunca ante las adversidades, puesto que parte de sus vivencias personales, es capaz de extraer una extraña belleza, procedente de la nostalgia, desde la niñez a los largos velatorios de tres días con sus noches, pasando por las quedadas de iniciación alcohólica con pastillas de éxtasis, de lo perdido, en suma, para empezar la casi cantada, y triste como un blues, lengua innu, «cuya falta de vocales la vuelve impenetrable, como una llamada a la naturaleza, la austeridad, la corteza y las astas». También de las tierras del interior, las de sus antepasados, a las que acuden a temporadas siguiendo la tradición y la llamada de la sangre, para practicar la caza y la pesca, pese a la oposición de los ecologistas. No faltan tampoco los rituales y costumbres como la recogida de arándanos, el corte de píceas, la captura del salmón, bailes, bodas y funerales.
Como les sucede, desde fuera de su cultura y su inconsciente colectivo, a Tedesco y a Glassley, almas gemelas, los aborígenes montañeses de Fontaine, tal y como decíamos, se escapan de vez en cuando, al dictado de su instinto de nomadismo, a alguna cabaña aislada donde disfrutar al unísono de la grasa del caribú y el aire puro, en busca de la paz interior y del descanso que proporciona el bosque, hasta fundirse con lo natural. De uno de ellos se dice: «Estaba en casa. Cerca de la naturaleza, cerca de los infinitos que ofrece el cielo, humilde ante la belleza de una tarde despejada de octubre. Un crepúsculo de oro». Se trata, en definitiva, de restaurar la conexión ancestral, perdida, con la madre naturaleza, posibilidad que, desde las latitudes árticas, ofrecen sin salir de casa, con intensa emoción, los cuatro libros que invitamos a leer, un soplo de aire fresco, aunque sea helador, para escapar del virus letal que nos atenaza.
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