Si hay un género por excelencia en esta edad de oro del documental es, sin lugar a dudas, el 'true crime'. Orillado durante años por creadores que preferían tratar otros asuntos considerados de mayor trascendencia artística, es justo reconocer que siempre ha estado ahí, que jamás se ha marchado. Lo que sucedía era que tenía otros nombres menos atractivos, como crónica negra o, directamente, sucesos. Pero es indudable que el mal, y sobre todo el mal cercano, el que comete ese vecino del quinto derecha «que era muy educado» o la mujer del cuarto izquierda «que saludaba sonriente todas las mañanas», nunca ha dejado de interesarnos.
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El resurgir del género en el ámbito audiovisual, no obstante, se corresponde con aspectos que distan mucho del fondo de la cuestión, que no ha variado demasiado: asesinos en serie, crímenes pasionales, estafadores de altos vuelos, sectas peligrosas, falsos culpables, secuestros, desapariciones y un largo etcétera de historias que nunca se fueron de las páginas de los periódicos y los programas radiofónicos e incluso de los telefilmes de sobremesa, pero que han encontrado en las series de las plataformas de vídeo bajo demanda actuales su hábitat idóneo.
'A los gatos ni tocarlos' (Netflix), 'Lucía en la telaraña' (TVE), 'Dolores. La verdad sobre el caso Wanninkhof' (HBO), 'Crímenes' (Movistar+) o 'Mi amigo Dahmer' (Prime Video) son solo algunos de los 'true crime' de éxito de los últimos años, series que se han colado entre las más vistas y que, además, han recibido los elogios unánimes de la crítica por ayudar a renovar un género que se creía estancado y ahora está en plena ebullición.
ahora bien, si en el fondo esas historias turbias que muestran las grietas de nuestra sociedad nunca dejaron de contarse, ¿qué ha cambiado? Pues exactamente eso que ustedes están pensando: la forma.
Si algo caracteriza a los 'true crime' actuales son unos exquisitos diseños de producción en los que conviven los testimonios de los protagonistas (en cuidadas puestas en escena que nos transmiten de un solo vistazo el rol del entrevistado en la historia), material de archivo (audios, vídeos caseros, grabación de juicios, cámaras de seguridad, álbumes familiares...) y recreaciones controladas de lo acaecido para alcanzar aquellos lugares a los que no se puede llegar de otra manera.
Todo ello para envolver una historia que se va desplegando con la narrativa propia de las series de ficción, a saber: tramas paralelas que se entrecruzan en un momento concreto de la historia, un 'in crescendo' en la tensión dramática que no se resuelve hasta el final de la serie, sorpresas constantes, cambios en el ritmo y el tono para aligerar historias de por sí asfixiantes en la mayoría de los casos y la utilización de dispositivos narrativos como el 'macGuffin' (ese elemento presentado al inicio que hace avanzar la acción) o el 'cliffhanger' (el cebo al final de cada episodio que nos impele a ver el comienzo del siguiente).
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Son estrategias de los guionistas que deciden arriesgar en la verosimilitud de la historia a costa de darnos un consuelo: nos hacen ver la realidad, por cercana que sea, por vívidos que tengamos los acontecimientos narrados, con la distancia que otorga la ficción.
Así, tenemos la sensación de que, aunque sepamos que todo eso que se ha mostrado ante nuestros ojos sucedió realmente, se quedará ahí encerrado en nuestra televisión y no sospecharemos, cuando bajemos a pasear al perro, del vecino del primero que nos sonríe quizás demasiado amablemente mientras nos sujeta la puerta del portal.
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