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Henry James nació en el seno de una familia culta y cosmopolita que cada poco tiempo cambiaba de lugar de residencia porque el padre estaba convencido de que vivir siempre en una misma ciudad terminaba por insuflar un aire provinciano. Así, la familia deambuló por ... Albany, Nueva York, Boston, Newport, varias ciudades inglesas, y otras tantas de Francia y de Suiza. James aprendió de un escritor quizás entonces aún oscuro –Nathaniel Hawthorne, iniciador de una de las líneas mayores de la narrativa estadounidense– y de los franceses como Honoré de Balzac o Gustave Flaubert, aunque en autores de su talla el aprendizaje significa algo distinto, más cercano al descubrimiento. Así, evolucionó desde el tardío romanticismo –en clave americana– de sus primeras novelas, 'Roderick Hudson', entre ellas, hacia el realismo –también en clave americana– de 'Retrato de una dama', 'El americano' o 'Los europeos'. A James le interesan poco los afanes de la clase media y de los trabajadores. Su mundo es ese grupo de personas con vidas desahogadas que tienen el tiempo suficiente como para explorar con cierta minuciosidad sus vidas interiores y ocuparse del bienestar de sus amigos. Tampoco parece importarle mucho la progresión narrativa pues sus novelas suelen ser estáticas o al menos el desarrollo está centrado en los mínimos cambios de humor o en los descubrimientos, que no siempre dejan ver los protagonistas, de unas vidas ocultas, silenciosas –a pesar de barullo social en que suelen estar envueltos– con demasiada frecuencia tristes e insatisfactorias.
James es uno de los grandes novelistas estadounidenses –incluso a pesar de que se nacionalizó británico– y es también otro de los grandes genios del cuento en un país donde no faltaban maestros en dicho género. Todos recordamos los relatos de Edgar Allan Poe o los de Hawthorne; más tarde llegaron Sarah Orne Jewett, Jack London y Edith Wharton. En medio se sitúa James, que escribe 113 cuentos más algunas novelas cortas –'Otra vuelta de tuerca' o 'Daisy Miller'– de factura impecable. Toca casi todos los registros –con la excepción de la denuncia social– en sus relatos, pero destacan, a mi entender, tres: el cuento de fantasmas –además de 'Otra vuelta de tuerca' podríamos citar 'El rincón feliz' u 'Owen Wingrave'–, los relatos de la vida artística –'Los papeles de Aspern' o 'La Lección del maestro'– y los de la vida insatisfecha, cuentos que, sobre todo al final de su vida, tienen mayor presencia y cobran una importancia nada desdeñable, sobre todo cuando sabe que el propio escritor consideraba que había desperdiciado su vida. Así, el sentido de 'La bestia en la jungla' parece teñirse de algunos colores y matices que solo da la experiencia; al igual que 'La vieja Cornelia', uno de los últimos, escalofriante por los tonos sombríos con que la protagonista repasa su vida. Cualquier lector ha de huir de la tentación que le asalta de explicar la obra a partir de la biografía. Estas narraciones tienen entidad por sí mismas y no necesitan de apoyaturas biográficas ni vivenciales pero resuenan sus ecos de manera distinta al intuir que quizás el autor estaba examinando lo que había sido su vida en las personas de sus personajes.
En cualquier caso, en estas últimas obras –maestras, sin duda alguna– hay tonos desconocidos en sus escritos de juventud y de madurez: los del declive –que es solo biográfico y nunca intelectual–. Parecen abrir una brecha por la que solo algunos elegidos se aventuran. James, que empezó como un realista de la primera hora –todavía un romántico rezagado –llegó hasta el momento en que autores como Virginia Woolf, o antes Joseph Conrad, comienzan a disolver las pautas canónicas de la narrativa. Con los varios narradores que inundan las novelas y con la percepción de un tiempo que puede estirarse o encogerse a conveniencia, el narrador central de James pierde importancia. Sin embargo, uno no puede dejar de sospechar que sin esos narradores tan obsesivos, entregados al registro minucioso de los cambios más mínimos en los protagonistas; sin esas frases que van complicándose, retorciéndose, bifurcándose y amplificándose conforme avanza su vida y adquiere seguridad, y que son capaces de registrar todas esas minucias sicológicas de los personajes, quizás la obra de los escritores que continuaron la tarea –un tanto inútil ya, quizás desfasada– de contar vidas ejemplares en algún sentido habría sido muy distinta, quizás menos arriesgada, quizás más lenta en su desarrollo.
Sin Henry James el cuento norteamericano –y por extensión el mundial– habría seguido la tendencia –no siempre recomendable– de fiar toda su fuerza al final sorprendente, ya sea en la forma de una revelación o en la de un giro inesperado en la narración. James se alejó de esa constricción narrativa, a pesar de que contemos con ejemplos extraordinarios de esa manera de cerrar las narraciones. Prefirió una extensión mayor, rozando en muchos casos la de la novela breve, con el propósito de dar espacio a un narrador que observa la historia y es capaz de ver la trama que la superficie oculta.
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