josé luis garcía martín
Valladolid
Viernes, 28 de enero 2022, 19:08
Nada puede aparecer menos apasionante que la biografía de un bibliógrafo, aunque sea tan importante como Antonio Rodríguez-Moñino, que muchos ponen a la par de un Menéndez Pelayo, un Menéndez Pidal o un Dámaso Alonso. Nada más apasionante, sin embargo, que el libro que ... le ha dedicado Pablo Ortiz Romero, un libro que sin restarle ningún brillo a su categoría intelectual llena de justificadas sombras a la persona.
Publicidad
Antonio Rodríguez-Moñino (1910-1970) ha pasado a la historia como uno de los más destacados representantes del exilio interior: represaliado por Franco, perdió su cátedra, le fue vetado el ingreso en la Academia Española y tuvo que exiliarse a Estados Unidos para poder ejercer como profesor universitario.
La realidad es muy distinta. El joven Antonio Rodríguez-Moñino tuvo un papel destacado en la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, creada por la Alianza de Intelectuales, de inspiración comunista, dedicada a salvar bibliotecas amenazadas de destrucción por las bombas o por las milicias populares que habían ocupado conventos y palacios.
Rodríguez-Moñino conocía como nadie todas las grandes bibliotecas de Madrid, públicas y particulares, y por eso, aunque oficialmente solo fuera un auxiliar técnico, se puso al frente del operativo: él decidía dónde, cuándo y cómo debía desarrollarse la incautación.
Publicidad
El verano de 1936, tan trágico para muchos, fue a la vez un período de ilusionada esperanza para otros: los intelectuales ocupaban los palacios de la nobleza y desde allí podían esperar la revolución. Para el joven Rodríguez-Moñino, que vestía el mono azul ritual y a quien más de uno recuerda haber visto con pistola, fue un tiempo de febril felicidad: todos los libros del patrimonio bibliográfico, incluso los más raros y celosamente guardados por sus propietarios, pasaban por sus manos.
Título: 'Antonio Rodríguez-Moñino. Luces y sombras del mayor bibliógrafo español del siglo xx'.
Autor: Antonio Ortiz Romero
Editorial: Almuzara. Córdoba, 2022
El caso de la biblioteca del marqués de Toca puede servir de ejemplo. Rodríguez-Moñino le conocía porque, en las subastas de libros, era «uno de los más temidos enemigos de todos los bibliófilos españoles», ya que siempre se quedaba con las obras más interesantes. Con el pretexto de que en casa del marqués se iba a instalar Radio Oeste, una emisora del Quinto Regimiento, decidió que había que requisar la biblioteca para «protegerla».
Publicidad
Pero resulta que en la casa del marqués no se encontraba su biblioteca. Rodríguez-Moñiño puso todo su interés en buscarla y después de muchas pistas falsas logró encontrarla en un piso donde no corría ningún peligro: en el portal había dos agentes de seguridad (el edificio era sede de un consulado) y la biblioteca estaba al cuidado de dos oficiales bibliotecarios, contratados por marqués. Rodríguez-Moñino quedó fascinado por la magnitud de aquella biblioteca y decidió a pesar de todo incautarla para darse el placer de tener en sus manos tantos raros manuscritos e incunables.
Pero no solo se ocupó de las bibliotecas, para protegerlas y socializarlas, para poner al alcance de todos los estudiosos las obras hasta entonces guardadas por bibliófilos obsesivos, sino que también intervino en uno de los latrocinios todavía no aclarados de la Guerra Civil.
Publicidad
El 4 de noviembre de 1936, Wenceslao Roces, subsecretario del ministerio de Instrucción Pública, y Antonio Rodríguez-Moñino, acompañados de guardias y milicianos fuertemente armados, se presentaron en el Museo Arqueológico Nacional para requisar todas las piezas de oro que hubiera en el centro: «Ayudados por linternas y en un ambiente tenso, por las reticencias de Mateu a facilitar la saca y por las prisas que Roces quería imponer a la operación, Moñino y el numismático Mateu fueron recogiendo las monedas de los diferentes armarios». Más que una incautación parecía un saqueo: «No se hacía ninguna relación de las piezas, sino que estas se sacaban de los armarios, donde estaban ordenadas por series, y se volcaban, primero en las gorras de los guardias, que ayudaban, y luego, tras contarlas y pesarlas, en unos sacos pequeños, unos talegos». En total se llevaron 2796 monedas, casi dieciséis quilos de oro. De ellas nunca más se supo.
Rodríguez-Moñino fue un hombre importante en la intelectualidad republicana. Fue a él a quien se le encargó la búsqueda del manuscrito del poema del Cid cuando la prensa nacionalista publicó que había desaparecido que, en la arqueta en que se guardaba, había sido sustituido por una pistola. Fue a él a quien se le pidió el prólogo del Romancero general de la guerra de España, donde se reunían obras de los más destacados poetas en defensa de la causa popular.
Publicidad
Terminada la guerra, cuando muchos por menos marcharon al exilio o pasaron largos años de cárcel o fueron fusilados, Rodríguez-Moñino entrará pronto a formar parte de la élite cultural del franquismo. Cuando en enero de 1951 se inauguró el Museo Lázaro Galdiano, de cuya biblioteca era responsable, allí estaba él compartiendo copas con el caudillo. Y si tenía algún problema administrativo podía acercarse al ministro Manuel Fraga para que se lo solucionara. ¿Cómo fue posible esto? Pablo Ortiz Romero documenta la estrategia del converso con irrebatible minucia..
Hubo un consejo de guerra, del que salió muy bien librado, y un expediente de depuración, en el que se decidió expulsarle de su puesto de catedrático, pero que quedó congelado hasta los años sesenta y terminó por no aplicarse. Los rumores sobre su pasado eran siempre acallados. ¿Cómo fue posible que este converso del republicanismo se convirtiera en símbolo del exilio interior?
Noticia Patrocinada
En 1960, quiso ser académico, contaba con los mejores avales, pero ante el rumor de que el ministro de Educación, Jesús Rubio García-Mina, vetaba su candidatura. Cela fue a ver la ministro y este le dijo que no podía ser académico porque sobre él pesaban graves acusaciones del tiempo de la guerra civil. Aunque sería elegido académico en 1966, nunca olvidó Rodríguez-Moñino ese veto que le llevó a aceptar la invitación para dar clase en la universidad de Berkeley y para iniciar una campaña de autopromoción entre los hispanistas que le convertía en símbolo de los represaliados intelectuales del franquismo. A él se le podía aplicar lo que le escribió a Dámaso Alonso, airado porque no le apoyó lo suficiente en sus pretensiones académicas:
«Me ha quitado la amargura que tenía y me ha devuelto mi capacidad de risa el párrafo en que te pintas poco menos que como la mayor víctima del régimen político actual, en gravísimo peligro. ¡Tú, perseguido por el Régimen! Es para morirse de hilaridad. Está bien que esos cuentos de miedo se los enjaretes a algún papanatas; a los que te conocemos, no». Y concluye con lo que le podrían decir a él con tanta o más razón quienes colaboraron con él en los años de la guerra —Tomás Navarro Tomás, Timoteo Pérez Rubio, Emilio Prados— y sobre los que descargó toda la responsabilidad de sus actuaciones: «Tus pequeñas ruindades y traicionejas te las hemos perdonado los amigos a cuenta de tu indiscutido talento. Pero erigirlas ahora en norma de moral para juzgar a los demás, eso no. Es ya mucha frescura eso. No me hagas hablar».
Publicidad
En el caso de Antonio Rodríguez-Moñino, este libro habla alto y claro, pero en ningún momento pone en duda su «indiscutido talento».
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.