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La primera vez que la señorita Bartlett sale a las calles de Florencia en la película 'Una habitación con vistas' va acompañada de la novelista Eleanor Lavish, una veterana en la ciudad que no quiere verse mezclada ni confundida con otros turistas británicos: «Yo les ... examinaría a todos en Dover, y al que suspendiera le daría la vuelta para casa», afirma Eleanor lanzando una mirada despectiva a un disciplinado grupo de compatriotas. En el vagabundeo por las callejuelas florentinas las dos damas pronto se despistan. «Nos hemos perdido», exclama sin preocupación la novelista, mientras que su compañera extrae inmediatamente del bolso el volumen rojizo de la guía Baedeker de la ciudad. «No, señorita Bartlett, no busque en su guía. Dos mujeres en una ciudad desconocida viven aventuras», le dice con voz enérgica. En esa escena, leída desde la novela de E. M. Forster, la guía Baedeker todavía recibe un correctivo mayor: «Solo enseña los lugares superficialmente».
Un vector que recorre las novelas de E. M. Forster es esa lucha por salirse de los cánones establecidos e impuestos por la sociedad. Libertad de vagabundeo frente a la seguridad de la guía Baedeker. Las películas que rodó James Ivory sobre esas novelas en cierta manera respetan esa pugna, esa incomodidad social. Pero al tiempo el cine que concibe James Ivory no suelta su guía Baedeker en ningún momento. Se atiene a su letra, letra que halla en los textos literarios de partida. Nada de callejuelas oscuras ni visitas sin programar. Capítulo a capítulo, sus películas se edifican sobre la fidelidad a la obra elegida, una fidelidad que comprime en dos horas de imágenes el contenido de cientos de páginas. Y ya se sabe el peligro de las guías: solo enseñan los lugares superficialmente.
James Ivory eligió bien pronto sus Baedeker, sus autores de referencia: británicos de nacimiento o de tendencia, prestigiosos, con personajes complejos y de proyección social. Su amor inicial fue Henry James, de quien adaptó 'Los europeos' (1979) y 'Las bostonianas' (1984). A él volvió al final de su carrera con 'La copa dorada' (2001). Pero pronto llegó el filón de E. M. Foster, de quien David Lean acababa de adaptar 'Pasaje a la India'. James Ivory se embarcó al año siguiente, en 1985, en 'Una habitación con vistas', y el éxito culminó con la obtención de tres Oscar. Luego le tocó el turno a 'Maurice' en 1987, premiada en el festival de Venecia, y cerró el ciclo de Forster la adaptación de 'Howards End' (en España la novela llevó por título 'La mansión') en 1992, alcanzando de nuevo el Oscar por triplicado. Otro autor filobritánico le quedaba por explorar: Kazuo Ishiguro, del que tomó en 1993 'Lo que queda del día' para labrar quizá su mejor película.
James Ivory pergeñó en su trilogía de Forster un modelo de reconstrucción de una época y de una sociedad: la que rodeaba al novelista en la Inglaterra de la primera década del siglo XX. Para ello se apoyó en un equipo estable, cimentado en su productora Merchant Ivory Productions, creada con su pareja Ismail Merchant; y asistido por unos colaboradores fieles y eficaces: la escritora Ruth Prawer Jhabvala en los guiones, Richard Robbins en la música, Tony Pierce Roberts en la fotografía. Las costosas y cuidadas producciones, en las que ningún detalle se deja sin atención, presentan las clases dominantes de la sociedad británica en el esplendor de sus ritos y lugares: ceremonias del té, recepciones y visitas, protagonismo de las mansiones, recreación de trenes y automóviles de época, cromatismo de jardines y praderías, elegancia de vestuarios. Y descansando en interpretaciones soberbias de actores británicos ajustados a su papel, desde la espléndida juventud de Helena Bonham Carter a la solidez de Emma Thompson o la madurez de Anthony Hopkins.
El resultado es innegablemente brillante y seductor, aunque queda flotando la duda de si esa impecable pulcritud de la puesta en escena deja sitio a la profundidad social y psicológica de las obras de partida de E. M. Forster. El exquisito desarrollo de 'Una habitación con vistas' tiene que permitir al tiempo la confrontación subterránea entre maneras distintas de concebir los sentimientos. La dramática negativa de Forster a publicar 'Maurice' durante más de cincuenta años para no revelar su homosexualidad, no tiene un fácil correlato en una película sin censuras que la vigilen. Y la complejidad social que bulle en torno a la mansión de Howards End se distrae un tanto en la pompa de los rituales. Una mansión que en esta obra se convierte en protagonista de una narración cinematográfica, una idea que después desarrollaría en profundidad Terence Davies, separándose con claridad del canon Ivory. En cualquier caso sus tres películas sobre las novelas de Forster, más la coda de 'Lo que queda del día', tejen una perspectiva crítica sobre la Inglaterra de principios del siglo XX lo suficientemente compleja como para estar a la altura de lo que declara uno de los protagonistas de 'Maurice': «Inglaterra ha estado siempre poco dispuesta a aceptar la naturaleza humana».
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