Una de las novelas más famosas del siglo XVIII comienza: «Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa». Lo que sigue es una historia de cortejo y de amor, una historia escrita para instruir a las ... jóvenes de la época. Por aquel entonces la novela, como ficción de entretenimiento, iba ganándole terreno – aunque aún no lo suficiente – a la instrucción moral. En el siglo XVIII, y en el XIX y el XX, era frecuente que las jóvenes leyeran con el noble propósito de hacerse una idea de lo que era la vida sin tener que frecuentarla evitándose así muchas tentaciones y peligros. Los manuales para jóvenes casaderas les proporcionaban una experiencia vicaria que complementaban en los salones mundanos, siempre acompañadas de algún adulto que sirviera para espantar las tentaciones. Pero era sobre todo la ficción lo que, a partir del siglo XVIII, sirvió para instruir y, por qué no, modelar las subjetividades intelectuales. No solo en temas como el amor o la moral. También sirvió -y aún lo hace – la novela como instrumento para crear una identidad nacional. Una vez que un país estaba bajo el mismo gobierno solo faltaba que todos se consideraran parte del mismo cuerpo político. Las novelas – también los cantares de gesta del pasado desempolvados a tal efecto – sirvieron para tamaña empresa.
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La novela – podríamos decir de modo más genérico la ficción – no quedó encerrada en esos predios y prefirió vagar por el campo del entretenimiento. La lectura pasó a ser ocupación de desocupados (valga la contradicción) que pretendían vivir vidas que nunca llegarían a vivir. Así, un muchacho nacido en la paramera castellana podía soñar con que era una marino gracias a las novelas de Pio Baroja, o que vivía entre la alta sociedad francesa cuando leía 'En busca del tiempo perdido'. Las ficciones mostraban el mundo que no podíamos conocer por más que quisiéramos pues la vida es breve y muchos son los afanes. En el siglo XX la novela se desprendió de cualquier pretensión de verosimilitud y con ella de cualquier moralización ramplona. Era un juego volcado en la nostalgia como en 'Tres tristes tigres', o se engolfaba en las andanzas del más vulgar de los hombres como en 'Ulises' o en 'El hombre sin atributos' o contaba los miedos más secretos como en 'La metamorfosis'.
Los que no dejaron de existir fueron los moralistas. Es comprensible que no fueran a ceder todo el poder que había tenido. Las críticas a la inmoralidad de las novelas de Gustave Flaubert, James Joyce, D.H. Lawrence señalaban el ocaso – nunca definitivo – de la influencia del clérigo. En el mundo comunista también los había que acusaban a las novelas de ser decadentes por burguesas. Uno de esos prebostes, de incomprensible prestigio, Gyorgy Lukács, dedicó parte de su tarea a anatemizar las más vanguardistas por no representar fidedignamente la vida de la burguesía, criticable, y la del proletariado, digna de encomio. Así, las novelas de, por ejemplo, Virginia Woolf son para el gran filósofo un ejemplo de ese arte decadente y burgués que el nuevo hombre que se adivinaba en la Revolución debía rechazar.
En un mundo poscomunista, el nuestro, los moralistas han vuelto bajo distinta capa. Los populismos han alentado una pléyade de clérigos que viven preocupados por que no nos movamos ni un milímetro de nuestro lugar. Da igual que a uno cosas tales como la identidad, la nación o la moral le resulten conceptos estólidos o, aún más claramente, elementos propios de la sumisión humana. El populista le negará la posibilidad de zafarse de ellos. Los iluminados (traducción del anglicismo woke) no dejarán de señalar las inúmeras indecencias, obscenidades, licencias o desvergüenzas de las obras de ficción aun a costa de las intenciones del autor o de la evidencia del sentido común (y se empeñarán sobre todo cuanto más en contra de este vaya su andanada.) Así, lo escrito en una novela será siempre la opinión del autor aunque todos sepamos de la distancia que media entre el autor y el narrador en virtud de la ironía literaria por más que el moralista quiera hacernos creer lo contrario.
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Este asunto es el que ocupa a Pau Luque en su más que meritorio y recomendable libro 'Las cosas como son y otras fantasías'. El autor estudia las características de toda ficción, que es una representación ni simplista ni unívoca del mundo (o de la realidad). Si la realidad es compleja, su representación ha de serlo de igual modo si quiere captar bien los matices y las complejidades. 'Lolita' no es un libro que incite a la pederastia ni siquiera que la presente como algo inocente, por el simple hecho de que Vladimir Nabokov, su autor, no es Humbert Humbert, su narrador. Si Humbert quiere justificarse ante una supuesta sociedad (la de la novela), Nabokov en realidad está dando cuenta de lo desagradable que le resulta la vulgar sociedad americana consumista de mitad del siglo XX. (No olvidemos que Nabokov era un aristócrata ruso educado en la alta cultura europea y en el lujo de una vida elitista que tuvo que emigrar a Estados Unidos por causa de la Revolución Rusa). Del mismo modo Charles Arrowby no es un trasunto de Iris Murdoch en 'El mar, el mar', ni siquiera comparte algunas de las ideas de la autora. Murdoch utiliza a sus personajes para presentar situaciones en las que el lector, en un ejercicio ético, habrá de decidir si son correctas o no. Si, por cualquier razón, achaca a la autora las acciones reprobables del personaje tal lector habrá renunciado a la parte moral que hay en cada uno de nosotros y habrá preferido refugiarse en la comodidad de los prejuicios.
Toda gran literatura es compleja. Por esa sola razón es moral e irreductible a una mera cuestión de bondad frente a maldad. No ha habido grandes novelas en que el autor plasmara de manera simplista sus ideas (y simplismo aquí significa también maniqueísmo). Eso lo dejaban los grandes autores para aquellos otros que solo podían escribir novelas de tesis. La ambigüedad de toda gran literatura (y es grande porque es capaz de representar la insondable complejidad de las personas sin dejarse llevar por parcialidades o escrúpulos) es la que permite la representación nunca complaciente ni prejuiciosa de la naturaleza humana. Mal que le pese a los cleriguillos moralistas.
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'Las cosas como son y otras fantasías'. Moral, imaginación y arte narrativo. Pau Luque. Barcelona: Anagrama, 2020. Premio Anagrama de Ensayo 2020.
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