Gila: humor de guante negro
En el centenario del nacimiento del humorista, se refleja la esperanza de reconciliación y unidad entre dos bandos a través de la universal carcajada
«Cuando volví a España y me encontré con que había gente que apoyaba a distintos partidos políticos […] La mejoría era evidente, pero con el ... paso del tiempo ha ido degenerando, y ahora es como si fuesen combates de boxeo entre dos enemigos o partidos de fútbol en los que tienes que ser de uno de los dos. Pienso que todo eso divide a la gente más que la une. Me aburre y me da pena, porque ya lo he visto en el pasado y son situaciones que nunca han terminado bien».
Estas palabras de Gila, articuladas en torno a 1987 tras su segundo casamiento en Argentina, podrían resumir con bastante acierto qué se escondía detrás del payaso, del humorista, del cómico y del superviviente de una Guerra Civil que se encontró, tras un golpe de estado que devino en contienda bélica y que se extendió tres años hasta consolidar la dictadura franquista, con un rol en la vida que hubo de acometer como mejor supo: reconciliar a las dos facciones enfrentadas, no perpetuando el régimen entre opresor y oprimido, sino a través del único elemento democratizador que, por entonces, le era permitido utilizar: la sonrisa.
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Entender a Gila hoy, en el centenario de su nacimiento, va un poco más allá de conseguir lo más difícil: este consenso al margen de ideologías que, en vida, suscitaba su figura, y que solo hoy empaños generacionales se esfuerzan por desmitificar, de acuerdo a las corrientes de derribo de ídolos que empapan, y en ocasiones muy pertinentemente, a los críticos de estos tiempos. Gila asumía los mecanismos del humor como si hubiera leído 'El chiste y su relación con lo inconsciente' de Sigmund Freud, y comprendió a su público y a su contexto mejor que muchos cómicos actuales que entran en polémicas que, con torpeza, ni siquiera andaban buscando. Y ni su público ni su tiempo eran los más sencillos de entender. Pero este bufón, que hacía de cateto y paleto con gran respeto y mayor talento, sencillamente sabía lo que había que hacer.
«Muchas veces me han dicho que tengo un humor muy negro, pero yo creo que no es cosa mía sino de España en general», dejo escrito quien definía el humor como un intento por distanciarse de la muerte y el dolor. En ese sentido, la España que no estaba muerta estaba muy dolida tras la tragedia incivil en la que a Gila lo «fusilaron mal», según él mismo contaba. El cómico extrajo muchas experiencias para varios de sus chistes más conseguidos: una de ellas fue en un partido de fútbol cuando estaba en el frente en Peña Gandullas, en el que su equipo (republicano) jugó contra otro del ejército nacional, y los primeros ganaron siete a cero: «Ellos se enfadaron tanto que uno agarró su pistola y se lio a tiros, aunque por suerte no nos dio a ninguno. Y solo porque les habíamos ganado. Broma, broma no es, porque nos podían haber matado. Pero algo de gracia tiene».
Acredita Jorge de Cascante en 'El libro de Gila: Antología tragicómica de obra y vida' (Blackie Books, 2019) en el 8 de octubre de 1951 la primera vez que Gila desempeñó, de modo profesional, una de las primeras variantes de su aplaudido monólogo sobre la guerra: «Solo he traído una bala, mi sargento. Pero se me ha ocurrido que le puedo atar un hilo y así me vuelve después de matar y puedo seguir matando». El éxito fue rotundo: «No esperaba que me fuera tan bien pero sí esperaba hacerlo medio bien, porque había ido mucho de espectador al teatro y veía que faltaba ese humor que sí que estaba en las calles de Madrid, un humor muy concreto, muy de soltarlo y darte la vuelta. Un poco herencia del surrealismo».
Ese surrealismo fue el que, precisamente, terminó hermanando al imaginario colectivo, cultural y popular de la época, que concluyó coronando a Gila como un justo referente del humor de la posguerra. Tanto dentro como fuera del gremio se ha seguido reivindicando el legado del artífice del monólogo del agente secreto, que diseccionó como nadie la familia y el matrimonio bajo una óptica inequívocamente española. En un país donde hasta la cebolla de la tortilla de patata es capaz de dividir en dos bandos irreconciliables, pocos puntos de acuerdo se pueden encontrar más allá de nuestra capacidad de reírnos de la desgracia (la propia siempre es más inteligente y de mejor gusto que la ajena) y de nuestra propia historia (la de reyes, guerras e iglesias, y la del pan nuestro de cada día).
¿Es el enemigo?
Pero si hay algo que caracteriza la relación de Gila con el humor es su inseparable teléfono. Con variantes, siempre cuenta una historia similar: una de ellas le toma a él por adolescente llamando de emergencia a un cliente de su abuelo a la hora de la siesta. «Disculpe que le despierte a estas horas», titubea el joven Gila. «No te preocupes, muchacho, si me iba a despertar de todas formas. Estaba sonando el teléfono».
El contraste también es otra de sus señas de identidad para hacer humor, no solo al despojar de solemnidad a lo ceremonioso o lo cotidiano mediante la intrusión del surrealismo, también al «unir la ingenuidad de los niños con la maldad de los hombres. O al revés, según se mire». Incluso en sus dibujos para distintas publicaciones periódicas y revistas cómicas de la época, en la que pocas cosas se veían tan absurdas como la misma guerra: «Cuando era niño dibujaba escenas de guerra en las tablas de madera que usaba mi abuelo para hacer muebles», evoca el humorista en 'Y entonces nací yo', su libro de memorias. Su abuelo posteriormente le hacía lijarlas para trabajar con aquellas piezas: «Lijar aquellas tablas era como aplicarle un tratado de paz a mi guerra inventada». En una de sus viñetas más logradas, un soldado le dice a otro del bando contrario: «Lo malo de estas guerras civiles es que nunca se sabe si el enemigo soy yo o eres tú».
Hoy sería acusado de equidistante, probablemente, por unos y otros, quien lejos de ser un estadista político sufrió a pie de calle lo que es enfrentarse al vecino. En un viaje a Chile pasada ya la primera mitad de los ochenta, un exiliado le reprochó que hubiese actuado para Franco en La Granja: «Le recordé la frase de La Pasionaria y le dije que yo me había quedado en España a morir de pie y terminé viviendo de rodillas».
Gila también ostentaba, como Berlanga y otros grandes genios de la comedia coetáneos y hoy elevados al más alto aplauso del humor, que hubieron de ingeniársela con el régimen y sus bromas; sus propios mecanismos para burlar la censura: «Cada vez que escribía algo para el teatro intercambiaba palabras como 'culo', 'teta' o 'pedo', y entonces el censor se iba a por esas palabras como un loco y las tachaba, dejando tranquilo el resto del texto». Su visión para encontrar el humor en lo cotidiano emerge, eventualmente, como su principal valor: «Estaba viendo un programa de entrevistas muy intelectual en TV3 en el que sucedió algo inaudito. Hacían una entrevista a un señor alemán. El alemán, claro, hablaba en alemán. Otro señor lo traducía al castellano y otro al catalán. Y vuelta. El catalán al castellano y el castellano al alemán. Dos horas así. Si eso no es cómico...».
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