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Es el regreso de Ramón Palomar la mejor noticia para el noir español. La afirmación tendría más valor si al periodista y escritor valenciano pudiera encasillársele dentro del género negro, pero, después de haber leído 'Sesenta kilos' (Grijalbo) y devorado su última propuesta, ' ... La gallera' (Grijalbo), me siento avalado éticamente para decir que no, que a este tipo con aspecto de haberse quedado anclado en los años de la movida ochentera no se le puede etiquetar de ninguna forma. Téngase en cuenta, además, que, de un tiempo a esta parte, en la sección de novela negra de los puntos de venta cabe todo. Todo vale con tal de que haya un muerto. Si hay sangre pertenece indubitablemente a esa sección a la que acuden tantos lectores. Cosas del mundo editorial. Dicho esto, en 'La gallera' hay muertos, por supuesto, y sangre, mucha y muy bien repartida, claro que sí. Sin embargo, en sus páginas no encontramos ni rastro de investigación policial –ni falta que le hace–, lo cual, bajo mi criterio, debe ser un ingrediente necesario para que una historia se tinte de negro. ¿Se le puede llamar cocido a un guiso sin garbanzos? No, pero…, ¿podría resultar un manjar? Por supuesto. Y esta novela lo es.
El argumento gira en torno a unos personajes muy bien construidos cuyas vidas se desarrollan, digámoslo así, al margen de la ley. A saber: tenemos un sicario con pasado mamporrero y profundos anclajes morales que encuentra en la noble profesión de ajustar las cuentas por encargo la vía de escape para su adicción a la violencia. Un descontrolado policía corrupto, ruin y ambicioso, que, movido por su sed de venganza, emprende un camino hacia la autodestrucción arremetiendo contra todo lo que se encuentra a su paso. Un narcotraficante de carrera manipulado por el amor que siente hacia una Dulcinea poligonera, mercancía mucho más adictiva que la cocaína que distribuye. En el elenco contamos también con un temible narcobeato colombiano, un experto entrenador de gallos de pelea, una astuta prostituta, un miserable sargento de la legión y otros personajes –además de los gallos, ¡Ay mi Rambito!– que aparecen y desaparecen según las necesidades del guión torturado por Ramón Palomar. Un reparto muy coral, en efecto, pero que en ningún momento se vuelve confuso o complicado de seguir. Talento. En cuanto a la trama, podría decirse que es lineal, dado que avanza por los meandros de la línea del tiempo, no obstante, y sin destripar nada, habría que decir que la sucesión de acontecimientos viene marcada por el pasado de cada uno de los personajes en su estéril intento por sobreponerse a las consecuencias de sus mezquinas decisiones. Es la clásica estructura de puntos de partida distintos y distantes que convergen en un único punto, un destino macabro en el que no existe futuro y donde al implosionar, te salpica la cara. Tan presentes están los siete pecados capitales –y otros que no conocía– que uno siente la necesidad de pasar por un confesionario conforme va devorando capítulos de 'La gallera'. Depravación en estado puro, arcadas de realidad fulera, lo cañí exacerbado, y todo ello bajo una atmósfera cicatera sin ambages, pintada a brochazos, vomitada para el goce y disfrute del lector. Pero, ¿no es precisamente eso lo que uno espera encontrar cuando acude a una gallera?
Espolones aparte, siento la necesidad de profundizar en los corrales de lo estilístico. Vaya por delante que los que pertenecemos al gremio –Santo Oficio de los escritores–, leemos siempre con una cerilla prendida, prestos y dispuestos a encender nuestras hogueras en busca de esa herejía que justifique la quema. Pues bien, no llevaría ni treinta páginas leídas de la novela y ya tenía claro que el alma de Ramón Palomar no se salva ni con cien autos de fe. Está condenada, sí. Porque este apóstata de la palabra ha creado su propia heterodoxia saltándose cualquier dogma literario, cualquier creencia escrita e impuesta en los libros sagrados, cualquier doctrina. Pero, lo que más me irrita, lo que de verdad admiro, es que lo hace con absoluta naturalidad, como si no le costara esfuerzo, como si no tuviera en consideración lo maravillosamente pernicioso que resulta leerle. Es un verdadero sacrilegio comprobar su dominio del léxico, un horror asistir a cómo hace uso del vocabulario cual si fuera de su propiedad, un espanto ser consciente de que estás ante un escritor único, diferente. Por ello, es del todo necesario que Ramón Palomar y su obra se consuma por gigantescas y purificadoras lenguas de fuego. ¡Qué arda! Pero que arda cuanto antes porque, quién sabe, igual se le ocurre seguir escribiendo y, sin permiso ni licencia, nos vuelve a regalar una novela como esta.
Lean 'La gallera'.
Pequen con gusto.
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