Viribus Unitis. Con unión de fuerzas. Ése era el lema de Francisco José I, emperador de Austria y rey de Hungría y Bohemia. El titular por excelencia del sueño de una Europa unida en la segunda mitad del siglo XIX. La concentración, bajo una sola unidad política, de un número considerable de pequeñas nacionalidades, hoy localizadas en trece países diferentes. La visión de una patria común para millones de ciudadanos de diferentes etnias y culturas, entre ellos los judíos centroeuropeos. Por la fuerza, pero con mentalidad de suma y unión frente a terceros. Un ideal que cobró derroteros muy distintos tras la caída del imperio austrohúngaro. Y sobre todo tras el ascenso al poder de Hitler y de su nuevo concepto del 'reich'.
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Un autor, Joseph Roth, y un libro, 'La marcha Radetzki' (con su continuación, 'La cripta de los capuchinos'), bastarían muy bien para apreciar de cerca los hilos con los que se tejió aquel imperio. La historia de cuatro generaciones de una misma saga familiar, los Trotta, cuyo origen aristocrático se fundamenta precisamente en el agradecimiento del emperador Francisco José por haberle salvado la vida en la batalla de Solferino. Y cuyo último representante vive en sus propias carnes, en el inicio de los años treinta (la novela se publicó en 1932) la profunda decadencia de un sistema que pronto se derrumbaría para dar paso a una 'nueva era'.
No en vano la obra, de la que Vargas Llosa dijo que era la mejor novela política de todos los tiempos, rinde homenaje en su título a la pieza musical que Johan Strauss padre dedicó al mariscal Joseph Radetzki, un militar legendario que sirvió nada menos que a cinco emperadores austríacos. Ese mariscal al que cada primero de año Europa entera, seguro que sin saberlo, rinde homenaje dando palmas y pateando en la sala dorada de la Wiener Musikverein. Y esa partitura, por cierto, que hasta este primero de año de 2020 no había recuperado la escritura original de Strauss, de 1948, ya que hasta ahora lo que escuchábamos eran los arreglos que introdujo en 1914 Leopold Weninger, años más tarde un encendido antisemita y xenófobo del partido nazi austríaco. Roth habría estado contento.
Para entender en su verdadera riqueza esa gran cultura centroeuropea que Joseph Roth representa en primera persona, tan importantes como esa novela son los centenares de artículos que publicó el escritor en diferentes periódicos. Incluidos aquellos que hablaban de literatura, de cine o de asuntos no estrictamente vinculados a la actualidad. Algunos de los cuales, como esas maravillosas 'Crónicas berlinesas' en las que retrata los años de la República de Weimar, se pueden leer en español. Lo mismo, también, que otras novelas suyas, fruto de la misma inspiración y la misma conciencia, como 'Job: historia de un hombre sencillo', por cierto la favorita de Marlene Dietrich. Para entender sin embargo, la extensión de la derrota final de este gran modelo multicultural, basta con leer las contadas páginas de 'La leyenda del santo bebedor', escritas en 1939, pocos meses antes de la muerte del escritor, en la víspera de la entrada de las tropas de Hitler en París. Un relato dolorosamente relacionado con los días finales de Roth.
El hombre que vivió con poco más de veinte años, tras la Gran Guerra, la destrucción de su patria original, y que alcanzó a pesar de ello gran fama como periodista y escritor en los 'felices' años veinte, no tardó mucho tiempo en ver cómo sus sueños se desvanecían. Cómo su vida se convertía en una «fuga sin fin», como dice el título de otra de sus novelas memorables, por diferentes ciudades de una Europa en convulsión. Primero de Berlín y después de Viena, tuvo que huir escapando de los nazis. Hasta que, tras numerosas vicisitudes personales y económicas, encontró en París su último refugio.
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Al cumplir los cuarenta, los nazis quemaron sus obras, por considerarlas peligrosas, y él terminó de quemarse a sí mismo perseguido también por el alcohol. A pesar de todo eso, su literatura no perdió jamás la cordura, la piedad, el lirismo ni el sentido del humor. El éxito en otro tiempo de sus artículos y sus novelas no impidió que, a la hora de su muerte, en el parte de defunción del hospital Necker Josep Roth figurara como una persona «sin profesión». Sin embargo a su entierro, en el cementerio parisino de Thiais, donde también está la tumba de Paul Celan, acudió una variopinta amalgama de judíos, liberales, comunistas o monárquicos. En sus últimos años, Roth se había convertido al catolicismo, en concordancia con la religión del viejo sacro imperio. El mismo que se enterraba con él.
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