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Acompaña la Musa, desde el principio, la última singladura literaria de César Antonio Molina. Su nave, de manera casi profética, buscó por un instante el refugio de la isla de la quietud. Sin saberlo, o sabiéndolo, justo antes de que se desatase la tormenta. ... La galerna universal. Y allí tuvo la oportunidad de recomponerse. Por eso el libro, titulado de manera reveladora 'Para el tiempo que reste', con pie de imprenta en marzo de 2020, se puede leer de muchas maneras. Pero también de ésta, radicalmente contemporánea.
La pausa. El recuento. El cálculo de la provisión necesaria para emprender un nuevo tramo del viaje. Árnica para recobrar el resuello. Ahí es donde se sitúa el acto primero de este libro. Para respirar en plenitud y también para reconocer la propia respiración. Para el «cultivo de uno mismo», como invita el poema que lo inaugura. No el culto, sino el cultivo: el cuidado, la curación, el riego. La mirada interior después de una larga vida levantada frente a los demás. Y la cuestión: «Pregunta a tu corazón lo que no sabe. Pregunta a tu corazón lo que no quiere saber».
¿'De senectute'? Tal vez. Pero mejor 'de juventute' sin ansia. Sin fiebre ni intransigencia. «Un saber sin impaciencia» que busca dejar esculpida el alma, como la sonrisa de los esposos etruscos de Villa Giulia, pero sin dejar de caminar. Un camino intermedio entre el exaltarse y el empequeñecerse. Con la Musa al lado y Zenón de Citio y Epicuro por delante, pugnando por imponer cada uno su criterio sin conseguirlo. Los cuatro con las voces de fondo de esa gran cultura mediterránea, española, donde lo grecolatino y lo cristiano se funden y confunden, también como dos caras de una misma moneda. Agamenón con Moisés. Penélope y Nausícaa con Marta y con María. Ramas de la misma sabiduría.
Sincretismo que obra también a la hora de elegir el estilo. O mejor dicho, la voluntad de no estilo. La conciliación de versos cortos, delgadísimos, que se empequeñecen hasta la unidad mínima de la sílaba, con poemas torrenciales de un agua densa, cargada, incapaz casi de contener el verso. Como el intenso texto dedicado a Teresa de Jesús. «Cuanto más desaparece el tiempo de nuestra memoria –dice el poeta–, más cerca estamos de la mística».
¿Puede ser la mística provisión para recorrer ese camino del tiempo que nos resta? Sin duda lo es. Pero no la única, Ni mucho menos. En la isla de la quietud hay otros suministros. Por ejemplo el de la cultura, «la única garantía para una sociedad más humana». Aunque la cultura no sea otra cosa que «riqueza de problemas», aunque a veces pensemos que ya no estamos seguros ni siquiera «en el gimnasio de Aristóteles». Y junto a la cultura, la palabra, esa «laguna del silencio» que mantiene todavía intactas sus propiedades curativas: «¡Oh palabra mía despeñada / por mi mala conciencia / ¡Sálvame!». Y junto a la cultura y a la palabra, el amor. Ese amor que es siempre destino, «la imposibilidad de escapar de quien se nos escapa siempre». Que mantiene su herida de inquietud –de «irrequietudine»– frente a las horas serenas. Y que nos invita a proseguir la aventura, por incierto que sea el resultado. Y al final, la propia poesía: «Frotar dos poemas de amor, de cualquier otro tema, hasta de nada, y esperar a que se desprendan las palabras y se transformen en llamas».
«Al poeta las Musas le otorgaban el saber y le daban una lengua elocuente para poder cantar con belleza y alegrar el corazón de los seres humanos». Cantar con belleza es lo que hace en este libro César Antonio Molina. Aunque sepa que la belleza es tan efímera como inmortal es la fealdad. O quizás precisamente por eso. Por la necesidad de mantener «la mente serena en los momentos difíciles» y «la mente templada en los favorables». Sobre la fealdad y la muerte. Sobre esa vejez que siempre «empieza de golpe». Sobre esa enfermedad de la que los médicos y las enfermeras hablan «en matemáticas», la voz poética surge sin miedo. Porque cada generación, desde los tiempos de Moisés y de Agamenón, siempre canta a lo mismo: a lo perdido por despilfarrado. Al final del libro, el poeta se despide de la Musa. Pero nosotros nos quedamos con la copla. Al borde de todos los abismos.
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