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Luis Marigómez
Valladolid
Viernes, 26 de marzo 2021, 08:56
Los narradores hablan de su tiempo, y a menudo del pasado, desde una perspectiva distinta a la de los historiadores. Esta mirada complementa el rigor ... científico y humaniza a los protagonistas de los hechos que se analizan. Napoleón Bonaparte (1769-1821) fue y es mucho más que un militar que llegó a lo más alto, más que un emperador que estuvo a punto de unir Europa, más que un estadista que, por momentos, se rodeó de las mejores mentes de su tiempo, más que un arribista venido de Córcega, entonces apenas perteneciente a Francia, que no hablaba bien ni francés ni italiano, con las mayores ambiciones imaginables. A pesar de sus vaivenes y sus contradicciones, se convirtió en vida en un mito, y quedó así para la Historia. Algunos escritores de la época, y de la inmediata posterior, trabajaron sobre su figura y significado. El más cercano, desde la admiración, pero sin ahorrar críticas, fue Stendhal, que llegó a escribir dos libros sobre el personaje, (que no terminó de afinar y fueron publicados mucho después de su muerte) además de hablar de él a menudo en otros cuantos. «No es dado a un solo ser humano tener a la vez todos los talentos, y era demasiado sublime como general para ser bueno como político y legislador.» Chauteaubriand, también contemporáneo, algo mayor, desde su posición de aristócrata afín a la monarquía, en sus también póstumas 'Memorias de ultratumba', dedica varios de sus libros al personaje, con una mirada opuesta.
Para situar el contexto, es preciso saber que el soldado, de buena familia, pero sin dinero, venido de Córcega, se forma como artillero en la Francia revolucionaria, y en 1786, con 16 años, tres antes del estallido social, ya es teniente, y cuando ocurre el cataclismo, se apunta a él en la facción jacobina. Era entonces, pues, un republicano que abogaba por la división de poderes. Esos principios, al cabo del tiempo, no resultaron muy sólidos. Fue, desde el primer momento, un militar brillante, cruel cuando las circunstancias venían dadas así. En la campaña de Egipto, en Jaffa, mandó fusilar a dos mil prisioneros porque tenía problemas de abastecimiento y de logística, según él mismo. Chateaubriand cita otras cuantas matanzas, menos conocidas, y quizá da la clave de esa operación cuando se pregunta: «Si se trataba de derecho, ¿qué derecho tenían los franceses de invadir Egipto?»
Desde nuestra perspectiva, su hecho más destacable es la invasión de España, que dio lugar a la llamada Guerra de la independencia. Napoleón estaba seguro de hacer un gran beneficio al país librándolo de unos gobernantes corruptos e incompetentes y dotándole de una constitución y una administración acordes con los nuevos tiempos. No se le ocurrió que su toma de poder encendió el virus de la identidad. Los españoles preferían ser gobernados por sus clases dirigentes, por más nefastas que fueran, porque eran las suyas, y despreciaban –y lucharon contra– lo extranjero, por el mero hecho de serlo, a pesar de sus supuestas virtudes. Stendhal lo resume así: «He aquí a España tal como iba a mostrarse durante seis años: estupidez, bajeza y cobardía en los príncipes; abnegación romancesca y heroica en el pueblo.» Chateaubriand escribe, sobre el transcurso de la guerra: «Perdida la batalla de Bailén, los Gabinetes de Europa, asombrados por el éxito de los españoles, enrojecen por su pusilanimidad.»
Galdós, en 'Napoleón en Chamartín', uno de su primeros 'Episodios nacionales', hace alguna descripción del personaje, a través de su narrador: «Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte.» Al final de la novela, llega a verlo, desde lejos, ya instalado en la capital: «Era el Emperador que volvía de su visita al palacio de Madrid y caminaba hacia su cuartel. Iba en coche, y al pasar, nuestro guía y los soldados que nos custodiaban mandáronnos que le diéramos vivas. Fue preciso repartir algunos culatazos para que obedeciéramos, y cuando el grande hombre pasó, algunos le saludaron.» El general está pendiente de empezar la campaña de Rusia y, sin entender nada, tiene que retirarse del país al que pensaba estar haciendo tanto bien. Dejando aquí a su hermano como rey y parte de su ejército para entretener a los ingleses. La visión de Stendhal es muy contraria a la de Galdós: «Mientras que aceptando a José como rey, los españoles hubieran tenido a un hombre bondadoso e inteligente, sin ambición, hecho a propósito para ser rey constitucional, y hubieran anticipado en tres siglos la felicidad de su país.» El monárquico Chateaubriand califica a Fernando VII de «miserable».
Llama la atención la prudencia de Sthendal, especialista en análisis de los sentimientos, hacia la vida amorosa de su héroe. Apenas habla en sus textos del jugoso matrimonio con Josefina, a la que parece que durante un tiempo quiso mucho más que ella a él, ni de su divorcio, oficialmente porque no le daba hijos que perpetuaran la estirpe. María Luisa de Austria, su segunda mujer tenía la vitola de la realeza y le proporcionó un descendiente varón.
La campaña de Rusia terminó de torcer la suerte del emperador. Ganó todas las batallas y perdió la guerra. La toma de Moscú, que encontró en llamas y vacío de clase dirigente, precipitó su derrota. «Él, que había mandado con tantos ultrajes, suspiraba por recibir algunas palabras misericordiosas del vencido», escribe Chateaubriand. Atónito, no supo qué hacer durante un tiempo y eso le obligó, con la llegada de los primeros fríos, a retirarse. «Aquel ejército, como un rebaño sin pastor, pisoteaba el forraje que podía preservarlo de morir de hambre; se descomponía y avanzaba hacia la muerte a cada nueva jornada que pasaba en Moscú.» Escribe Tolstói en 'Guerra y paz'. Chateaubriand hace decir al general Kutúzov: «Escolto al ejército francés, que es mi prisionero; lo castigo en cuanto quiere detenerse o alejarse del camino. (…) Les entregaré a Napoleón debilitado, desarmado, moribundo, eso es bastante para mi gloria.» Perdió cuatro quintas partes de su ejército, unos trescientos mil hombres, además de caballos y piezas de artillería. «Los últimos resultados de la campaña de Rusia llevaron a la invasión de Francia y a la pérdida de todo cuanto nuestra gloria y nuestros sacrificios había acumulado desde hacía veinte años.» (Chateaubriand)
Tras algunas escaramuzas políticas y militares, su derrota definitiva llegó en Waterloo, por donde deambula sin entender nada Fabricio, el héroe de 'La cartuja de Parma', de Stendhal. Desde allí el emperador derrocado, fue a la isla de Santa Elena, donde aprovechó él mismo para escribir un 'Memorial' en el que contó sus aventuras como le convenía antes de morir a los 51 años, puede que envenenado. Tuvo siempre a Alejandro Magno y César como sus referentes. Su figura ha producido tanta literatura como ellos, quizá más.
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