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Fermín Herrero
Valladolid
Jueves, 21 de mayo 2020, 21:36
Amodo de diario narrativo, disfrazado de novela posmoderna y balizado por fechas señaladas del calendario tradicional islandés, está concebido 'Tierra de amor y ruinas' (Sexto Piso) de la licenciada en Filosofía Política por La Sorbona –«es innegable el daño que me ha hecho ... la filosofía», reflexiona con autoironía tras subrayar en un libro de o sobre Heidegger «el lenguaje es la casa del Ser»–, profesora universitaria de Arte, galerista y letrista de dos álbumes de Björk, Oddný Eir. También poeta y ensayista, esta es la cuarta narración, no me atrevo a llamarla propiamente novela, de esta trotamundos y aficionada al vagabundeo: en el libro, aparte de por París, deambula por Estrasburgo o Basilea y visita la casa de John Ruskin, de quien se declara devota, o los lugares de los poetas laguistas, con el diario de la hermana de Wordsworth, Dorothy, como guía.
Eir escribe con una desenvoltura que a veces me ha dejado estupefacto: para presentar a un ornitólogo con el que la protagonista, o sea, la propia autora, va a ligar y a acostarse de inmediato dice: «en cuanto distinguí el olor dulzón de su sudor, percibí que su escroto estaba abierto como una flor». Gracias a este compañero, al que apoda Mochuelo, y a su hermano arqueólogo, Búho, ella misma se moteja como lechuza, trata a lo largo del texto de salvarse a sí misma como medida precautoria previa a la salvación económica de su país, Islandia, sumido por entonces en una crisis muy aguda, colapso financiero incluido, debido sobre todo a la corrupción, en cuyo intento, junto a otras mujeres, intervino, al parecer, directamente. Al hilo, igual nos muestra sin ningún pudor los intríngulis familiares y de su relación de pareja, aderezados por reflexiones filosóficas que denomina teorizaciones, algunas de calado, como la que parte del deslinde de Hanna Arendt entre espacio público y privado y su desagüe en los totalitarismos, que su oposición a la venta a un multimillonario chino presuntamente ecologista de extensos terrenos del norte de la isla.
Sin concesión alguna, lleva al límite las formas literarias, a tal punto que como me sucede con gran parte de la auto ficción tan en boga me pregunto, lo mismo me pasa con el idolatrado por algunos y denigrado por otros Knausgård, si no será un tanto narcisista, pornográfico incluso, exhibir así la privacidad. De todas formas este relato pasional de su vida no ha hecho sino renovar mi amor por la literatura islandesa, desde las sagas –que jalonan el libro: la del Valle de los Salmones, la de Gísli Súrsson, la de los britanos, la de Nial que le leía su padre al irse a la cama…– hasta el incomparable Halldór Laxness, uno de los narradores fundamentales, a mi escaso entender, de la literatura universal, cuya casa museo, Gljúfrasteinn, cita Eir.
Iris Murdoch, escritora singular donde las haya, de la que celebramos en su día en este suplemento el centenario de su nacimiento, es conocida como novelista, si bien a mi juicio es igual de insoslayable como pensadora concienzuda –matiza continuamente, con incisos, como royendo su materia de reflexión– y libre, nunca previsible, tan perspicaz como clarividente. 'Nostalgia de lo particular' (Siruela) comprende su pensamiento filosófico inicial, ya muy cuajado, y es la suma de dos volúmenes, el que da título al libro, compuesto por cuatro ensayos y 'La necesidad de la teoría', cinco más breves, tres de ellos procedentes de reseñas, lúcidas en extremo, sobre los memorables 'Masa y poder' de Elias Canetti y los 'Cuadernos' de la no menos impredecible Simone Weil, así como de 'Freedom of the Individual' de Stuart Hampshire, creo que sin traducir aún al español.
Otro es un acercamiento a la vertiente moralista, edificante, de la faceta de crítico literario de T. S. Eliot, para un simposio con motivo de los setenta años del autor de 'La tierra baldía' que, según Murdoch, cargase contra el liberalismo como culminación del estoicismo, hasta desembocar, pasando por el romanticismo y cierto puritanismo, en «la imprecisa filosofía de una sociedad de individuos materialistas e irresponsables», la privativa de nuestra época. Para Eliot, al que también atribuye un «jansenismo de temperamento» de orden pascaliano, en las antípodas de las maneras de Eir, el arte no debería ser «la expresión de la personalidad» porque «la carrera de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad».
En el marco de las conexiones entre lenguaje y pensamiento y entre experiencia e interioridad, discrepa en general de la eliminación de la metafísica por parte del empirismo moderno vía Hume-Kant-Hegel y de haberla desligado de la ética y la moral, sometidas en nuestra sociedad a una «concepción conductista», dentro de una indagación constante, un asedio, en torno al tema del artículo, a lo que «podemos llamar la textura de un ser humano o la naturaleza de su visión personal». Pone el énfasis en las actitudes morales que atañen a «los detalles inagotables del mundo», «en el carácter infinito de la tarea del entendimiento», «en la conexión del conocimiento con el amor y de la percepción espiritual con la aprehensión de lo único». Un cerco completísimo, detallado y preciso, aun a sabiendas, ya por aquel entonces, a mitad del siglo pasado, de que «en una sociedad en la que la opinión de cualquier hombre es igualmente válida no hay unidad de perspectiva».
No menos interesante es su análisis de la crisis del socialismo inglés, y el consiguiente vacío moral, hacia 1958 –y se me antoja que sus consideraciones socio-políticas resultaron proféticas, serían completamente aplicables hoy–, en la búsqueda de acotar la idea, desaparecida por desgracia, de «la forma lógica fundamental de un juicio político», que tanta falta haría, sin ir más lejos, en la compleja situación actual de España.
En 'Teoría de la gravedad' (Libros del Asteroide) la argentina Leila Guerriero, aparte de brillante narradora, una de las más destacadas firmas del periodismo hispanoamericano, reciente premio Manuel Vázquez Montalbán, selecciona columnas aparecidas en el último lustro en 'El País' hasta formar, según la afortunada formulación de la contraportada, «una hermosa constelación de sus recuerdos, lecturas y reflexiones» en la que pasa olímpicamente de la actualidad para abrirse en canal y despedazarse sin contemplaciones a sí misma, en carne viva, que es como ha titulado su prologuillo, donde subraya la poderosa mirada de Guerriero, capaz de traspasar el mundo y sus representaciones, su compatriota Pedro Mairal, el novelista de la exitosa 'La uruguaya'. Y lo hace mediante un fraseo corto y directo, contundente, punteado con tajante dureza rítmica. Sin duda, como practica la autora, el rigor temático y estilístico debe ir modificando el ángulo hasta que el escritor acabe apuntándose a sí mismo.
Ya el primer texto antologado, que principia así: «Aquí yo, otra vez, arrastrándome en el pantano de los rotos o flotando feliz entre la euforia de los vivos, idéntica a mí, la muy sincera, la muy falsa, la esquiva…» y se abisma en una enumeración adjetival sustantivada, en una sarta inmisericorde de todas las facetas de su carácter y personalidad, muchas contradictorias entre sí, marca el tono de inmersión total, nunca condescendiente, en su persona y condición. Y concluye el artículo, terminante: «Vengo aquí. Saqueo mi vida. Ahí la tienen. ¿Para qué la quieren? Yo a veces la prendería fuego». Después de semejante declaración de intenciones no cabe sino esperar, a modo incluso, alguna vez, de 'runner', una introspección feroz en su dispersa infancia con horizonte de 'cowboy' y en su adolescencia atolondrada con «canciones que drenaban el hielo negro que guardaba nuestro corazón», en sus familiares, en particular sus padres, en el paisaje pampeano de origen, «la pampa de pueblo chico donde me crie, la pampa plana, la pampa helada», en la siempre inestable vida de pareja, en sus viajes y, al cabo, en la propia escritura, su «patria tirana» en su razón y su sentido.
Todo menos recurrir a las buenas intenciones o caer en el infierno de la indiferencia, porque estamos ante una columnista que no te deja jamás frío o indemne y que, a pesar de los pesares, se reafirma, una y otra vez, en su vitalismo, de ahí que cite al poeta chileno Gonzalo Millán: «Toda la inmortalidad que puedes desear está presente/aquí y ahora». Algunos artículos de este animal literario, que por algo invoca a Ricardo Piglia, bien pudieran considerarse poemas breves de ritmo anafórico y de hecho en muchos de ellos la apoyatura de conclusión, como a menudo durante su desarrollo, es lírica, casi siempre de poetas fuertes –mujeres de armas tomar, magistral la columna sobre la volcánica cantante alemana, cabaretera, Ute Lemper–, poco dadas a la flojera sentimental o expresiva, como la uruguaya Idea Vilariño, la canadiense Anne Carson, la rumana Ana Blandiana o las norteamericanas Louise Glück, Elizabeth Bishop o Sharon Olds. En su espléndida y difícil estela cabría situar a esta deslumbrante prosista de Junín.
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