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No negaré que el encierro que hemos vivido estos meses pasados para evitar la expansión del virus haya influido en la lectura de los libros de relato de Marina Perezagua. 'Criaturas abisales' (2011) y 'Leche' (2013) describen algunas de las caras del prisma infinito que ... es la vida extraña. La reclusión forzada en que nos encontramos inmersos, haciendo de lo extraordinario nuestra nueva cotidianidad, procura –al menos así lo siento– una lucidez necesaria para vivir en medio de ella. No tengo claro si esta nueva realidad se asemeja a alguna novela de Joseph Conrad –en la que el barco está inmóvil en alta mar por falta de viento– o a una novela utópica –toda utopía es una distopía– en que el mundo se ha convertido en un inmenso hospital. En cualquiera de los dos casos el deslizamiento de una a la otra ha sido imperceptible y ha impedido el acopio de fuerza para aguantar la temporada en el inhóspito refugio hospitalario en que los hogares se han convertido.
No necesitamos que haya un gran cambio para encontrarnos con una de las caras ocultas de la realidad. En algunas ocasiones ocurre cuando un elemento extraño entra en nuestras vidas como es el caso de 'Lengua foránea' en el que el adjetivo añade un plus de extrañeza. Sin embargo, en la mayoría de los relatos de 'Criaturas abisales' los personajes ya están instalados en ese mundo que –en muchos casos– es una impugnación de la sociedad que llamamos normal: una mujer vegetal o una mujer con la que los hombres no pueden mantener relaciones y, aun así, se queda embarazada, por no hablar de esas criaturas que viven en el Nuevo Reino. Para ellos sus vidas son normales, no conocen un antes y un después del acontecimiento porque este tuvo lugar el día en que nacieron. Lo excepcional es –en el caso de todos ellos– lo normal porque así es su naturaleza.
En la mayoría –por no decir en todos– de los relatos el cuerpo es una obsesión, acaso porque solo seamos eso o porque sin él no podríamos saber del exterior ni comunicarnos con los otros. En 'Fredo y la máquina' la protagonista –una mujer en estado vegetativo– dice (o piensa): «que cada cuerpo acarree su propio deterioro», y esta idea recorre los dos libros, porque el cuerpo dañado es uno de los temas principales y alcanza su mejor expresión en 'Little Boy', la historia de una japonesa a la que la bomba atómica destrozó aunque ya antes como cuerpo era un fenómeno intersexual. Perezagua despliega una reflexión sobre la vida, la concepción, el sexo y las fuerzas destructivas de la naturaleza –entre las que debemos incluir al hombre– en la que las fronteras entre realidad y lo imaginado, entre el presente y el pasado no siempre están definidas. A un cuerpo le corresponde un lenguaje extraño que pueda dar cuenta del horror, que se caracteriza por la ausencia de sinónimos, por la imposibilidad de jugar con él o de buscar expresiones semejantes con otros matices. El horror es el cuerpo vulnerado y el lenguaje robótico donde ni la ambigüedad ni la subjetividad desempeñan papel alguno. Gracias a un lenguaje así la nueva realidad ocupa el lugar de la antigua y la reemplaza sin dejar resquicio alguno.
El horror reaparece en 'Él', otro relato con el que el lector acabará desasosegado una vez más. Él es un cuerpo, cuya solo visión produce una fuerte aprensión porque ha abandonado su naturaleza humana para entrar en el territorio de las cosas. Su compañera se ve a sí misma como un parásito –bacteria o buitre– cuya vida solo tiene sentido si él es él y no otro. No es menos desasosegante la historia de la hija que hace todo lo posible para perder los rasgos que la unen a su familia quedando así en tierra de nadie, desenraizada, huérfana de identidad.
Hay también algunas reescrituras –término tan de moda– como la del minotauro o la de la loba que amamantó a Rómulo y Remo. La primera es una narración con toques castizos y un giro final inesperado. Desde luego son historias muy alejadas del moralismo actual que desvirtúa historias antiguas porque no soportan lo que hemos sido a lo largo de la historia y prefieren borrar todo aquello que ahora resulta ofensivo.
Marina Perezagua conforma dos libros muy solventes donde lo extraño es un centro hacia el cual el mundo normal se ve arrastrado hasta quedar instalado en él como si fuera otra normalidad. Hay elementos recurrentes como el cuerpo y el sexo; otros –el circo, por ejemplo, o la habitación del enfermo– sirven de escenario. El circo remite a un mundo ajeno a una sociedad que, sin embargo, lo reclama como espectáculo que la saque de la rutina. A camino entre la diversión necesaria y el miedo por lo desconocido e ingobernable, el circo ha protagonizado películas como 'La parada de los monstruos' de Tod Browning donde ya quedaba fijado una representación de lo extraño monstruoso que ha de permanecer alejado. Perezagua va más allá de la fascinación que despertaron los feriantes a finales del siglo XIX y comienzos del XX logrando actualizar lo que tiene de ajeno a la sociedad.
El lenguaje –en contraposición con la realidad descrita– es claro, despojado de adjetivos tremebundos y de imágenes exageradas; serían un estorbo pues el horror hay que describirlo con la frialdad, objetividad y minuciosidad del científico. Los profetas –más o menos apocalípticos– al final terminan por darnos libros que parecen escritos para personas que alimentan aún la angustia adolescente. El lenguaje exacto permite revelar la turbación que rompe las continuidades de nuestra percepción de lo real. Además la autora logra que las historias sean textos narrativos de gran fuerza y no meras elucubraciones teóricas apoyadas en un débil argumento narrativo, elemento este fundamental y que con demasiada frecuencia algunos narradores parecen olvidar.
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