Limpieza de huevos en una granja. JOHN THYS
Un ángulo me basta

Excéntricos: de las gallinas de Jackie Polzin al capitalismo simbólico de Valentín Roma

«'Gallinas' simplemente relata, pero con qué fascinante precisión que lleva a reflexiones de altura, su vida doméstica y sus trabajos esporádicos de limpieza a fondo de casas en venta»

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 22 de abril 2022, 00:10

De muy joven levanté en un corral, con las manos y mi escasa pericia de albañil chapucero –de hecho, abandonado hace mucho, se ha pandeado parte del teguillo y hundido un trozo del tejado, usé demasiado cemento por falta de talento y su peso y ... el paso de los años no perdonan–, un chamizo de piedra y teja, a modo de robusto gallinero, para refugio de unas cuantas ponedoras que estaban siendo diezmadas por una comadreja o bicho parecido. Era muy cutre: un palo cruzado de pared a pared como posadero, una pila de granito para el agua y varias cestas de mimbre con paja como nidales por todo ajuar, no como la caseta de jardín que adaptó como hogar de sus cuatro gallinas (a saber, Gloria, «la más estoica, de porte regio», Tiniebla, Gam Gam y Hennepin County), bombilla calorífica con temporizador y placa calefactora incluidas, Jackie Polzin, para convertirlo en centro neurálgico de su debut como narradora, en metáfora del mundo. Claro que cerca de Riverton, Minnesota, hace aún más frío que en mi pueblo de Soria, pueden llegar a los treinta o cuarenta bajo cero, y también aprieta más la calor.

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En 'Gallinas' (Libros del Asteroide) Polzin, con gracia, una ironía muy fina y una sobresaliente capacidad de observación y atención hacia los detalles nimios, hacia el fulgor de lo vivo, cotidiano, aparentemente insustancial, cuenta una temporada, acompañada de su marido, en una casa «llena de encanto y de rarezas», en torno a la citada minigranja –el original se titula 'La nidada' y fue publicado en USA el año pasado–, la traductora de campanillas es Regina López Muñoz.

Simplemente relata, pero con qué fascinante precisión que lleva a reflexiones de altura, su vida doméstica y sus trabajos esporádicos de limpieza a fondo de casas en venta, por eso el colofón del libro, el refrán castellano «en casa barrida no pica gallina», viene que ni pintado. Como secundarios, una madre tan peculiar que cuida dos cabras mimándolas con caramelos de menta, un vecino soliviantado por el jaleíllo gallináceo o una amiga un tanto casquivana.

Al terminar de leerlo –cómo no recordar, al paso, el maravilloso divertimento cervantino de José Jiménez Lozano 'Las gallinas del licenciado'– se me representa el cazcaleo gallináceo, su zarceo de aquí para allá, aparentemente sin cabeza, con su cacofonía de cloqueos y cacareos, su acicalamiento y limpieza de ácaros, el escarbar y escarbar con las patas, el picoteo incoherente, la melé al echarle de comer al cuarteto en peligro constante por la amenaza de halcones, águilas, zorros o mapaches, hasta por la gripe aviar o un tornado, siempre por la muerte súbita e inesperada.

Flota en mi recuerdo el matiz en el color de los huevos, del melocotón pastel al marrón cacao, revuelto con algunas apreciaciones chocantes: «El ojo de una gallina es lo único que queda de los dinosaurios» o «es probable que las gallinas no sueñen, atrapadas como están en el momento presente».

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Si la obsesión avícola de Polzin es una excentricidad difícilmente parangonable, no digamos la escritura iconoclasta del bonaerense Luis Chitarroni, a quien su compatriota Patricio Pron cataloga en el prologuillo de 'Peripecias del no' (Firmamento) como autor ubicuo, desestabilizador, escritor de escritores, para concluir que «nadie escribe como Chitarroni, pero tampoco nadie lee como él».

El libro, imposible de encasillar se mire por donde se mire, se subtitula, jugando al despiste, «Diario de una novela inconclusa» y es teóricamente la intrahistoria de una revista llamada paradójicamente 'Ágrafa', en realidad 'Babel', fundada en 1921 y de vida intensa y agitada, aunque, como señala Pron, se trata más bien de «un ejercicio sistemático de ocultamiento de esa historia».

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Estamos ante un ejemplo de literatura experimental en estado puro, «música a la deriva» sin voluntad siquiera de ejercicio de estilo, con algo de escritura automática adobada por una erudición voraz. Se suceden fragmentos como fogonazos, una acumulación a modo de puzle de parágrafos de toda laya y condición sobre la revista aludida, que funciona como imán vagamente temático. El intelectualismo es feroz, sin concesiones; el ingenio verbal, de primer orden; los recursos fonéticos, impresionantes; la agudeza e inteligencia que se despliegan, agudísimas; el humor, sardónico, a veces 'cum grano salis'. Abunda, naturalmente, la metaliteratura –un kafkiano teatrillo integral, generalizado, de Oklahoma–, intercalada entre juicios de valor, esclarecedores, en ocasiones bastante temerarios, conversaciones laterales, conatos de cuentecillos, listas de presuntos e improbables, con nombres imposibles, colaboradores de la revista, y hasta dos sextinas, de ida y vuelta. Incluso se aplica a otros una definición que valdría con precisión para el propio libro: «Apoteosis dulce y carnavalesca de literatura, bakhtiniana, subjuntiva, subversiva».

Me he acordado al terminar 'El capitalista simbólico' (Periférica) de Valentín Roma, narrador sin duda excéntrico en el panorama español actual, pese a recurrir a una mezcla de autoficción y memorias muy en boga, de aquello que ponía, con cierto retintín, Agustina Bessa-Luís en el pensamiento de Germana, Germa para los allegados, al poco de empezar la inolvidable novela, de fuste decimonónico y mucho cuerpo, 'La sibila': «Los artistas que se hacen, en general, notar por su excéntrica banalidad y que se distinguen de los burgueses porque viven las extravagancias que los burgueses reprimen en sí mismos».

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La narración, que abarca la última década del siglo pasado, Juegos Olímpicos de Barcelona incluidos, continúa por la extraordinaria senda autobiográfica que abrieron 'El enfermero de Lenin' (2017) y 'Retrato del futbolista adolescente' (2019), de un realismo descarnado, brutal, de escalpelo, sin anestesia, apoyado en una sinceridad aplastante, casi ofensiva a veces, en particular cuando aplica el bisturí con un desapego y una distancia fría de impresión a las relaciones sentimentales y personales; siempre, no obstante, lejos del aspaviento, con frecuencia suavizando la crudeza lacónica con un tono de sorna, guasón, como cuando recuerda su etapa laboral redactando, cual «cazador de emociones», las Guías Verdes de Michelin: «Añoro cuando nos invitaban a algún seminario en la factoría madre de Clermont-Ferrand. Y recuerdo los desayunos copiosos, las oficinas sin persianas, el olor a neumático nuevo mezclándose con el impresionante aroma a Eau Sauvage que salía del cuello de los ejecutivos».

Roma no deja títere con cabeza, si bien con preferencia, lo que se agradece, se zarandea a sí mismo, sujeto tenido de continuo por extravagante, que nunca actúa como se debe, desclasado, con las humillaciones que comporta, pero refractario a ser posible al cinismo facilón, aunque sea «un combustible para que nos flagelemos». Termino con una de sus confesiones implacables: «Me pregunto qué parte de nuestra felicidad depende de que te alaben. ¿Honestamente? En mi caso: toda» . Así que querría despedirme celebrando con entusiasmo su obra, se lo merece.

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