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Henry James nació en New York en 1843 y murió en Londres en 1916. En consonancia con su lugar de nacimiento y con el de defunción, vio la luz como norteamericano y murió como británico, nacionalidad que había adquirido poco antes. Siguió, pues, el ... camino inverso de los pioneros, en gran medida gracias a que su progenitor, teólogo que abandonó el calvinismo para abrazar la doctrina visionaria de Swedenborg, quería que sus hijos –su hermano William es uno de los filósofos y psicólogos finiseculares más reputado– pudieran superar el provincianismo yanqui, fueran cosmopolitas bien preparados.
Suele afirmarse que James contrasta en algunas de sus narraciones «la inocencia norteamericana (una gran bondad unida a una ignorancia absoluta de la cultura y sociedad europeas) con la sofisticación del Viejo Continente». Borges, a quien siempre conviene acudir en caso de duda por su infalible precisión, fijó el asunto en los siguientes términos: «Creyó que los americanos eran intelectualmente inferiores a los europeos y éticamente superiores». Poco antes, y más o menos por aquellos años, Walt Whitman estaba agavillando esa pureza adánica, esa energía generosa, sin malear por el refinamiento del trato social y de la hipocresía en las conductas, que luego desapareció de Norteamérica.
Autor prolífico y aun así respetado y muy bien valorado por tirios y troyanos, conjunción harto difícil de alcanzar desde que la modernidad decretara arbitrariamente que sólo lo sucinto puede ser excelso, aunque el sentimiento de ser estadounidense en Europa es un tema frecuente en sus libros, creo que donde James vierte mejor las impresiones sobre la Inglaterra de su tiempo es en 'The Middle Years', traducido libre y acertadamente por el novelista colombiano Juan Sebastián Cárdenas para Periférica como 'El comienzo de la madurez' y escrito tras instalarse en Londres, después de una estancia en París, ciudad que le fascinó, al extremo de compararla con una lámpara encendida para todos los amantes del mundo, y antes de radicarse definitivamente en Sussex.
El libro es una «serpenteante colección de notas» de su disipada vida londinense, absorbida con esa capacidad única, arrebatadora, de su mirada sobre todas las cosas, que James supo trasladar como nadie a una prosa hipotáctica, acorde con un pensamiento sinuoso y clarividente. Cuando a sus casi veintiséis años desembarca en Liverpool siente, en plenitud de facultades para la observación y la reflexión, «una romántica armonía que poseía la fuerza de una revelación». Se sumerge así, de inmediato, en un «éxtasis de la comprensión» de tantas novedades como se le presentan, si bien, de suyo cauto, nos advierte que «la ignorancia sólo llegaría más adelante, cuando se ampliaran mis conocimientos».
Aun con cierta nostalgia por lo que ha dejado «al otro lado del océano», evoca «las puertas del paraíso de las primeras impresiones cruciales», aquella atmósfera de intensidad, de avidez casi juvenil hacia los saberes desconocidos, llevado, no sin perplejidad, por la pasión de la inteligencia y la curiosidad intelectual. Como si fuese tejiendo un tapiz, una alfombra con figura como en su memorable relato, la percepción personal de Londres, de la sociedad inglesa y europea por extensión, «el vuelo de la contemplación», prueba bien a las claras su aguda y minuciosa sensibilidad, como en toda su obra.
Virginia Woolf, a partir de la convicción de que el mundo inglés de aquella época le había brindado amistad y oportunidades, concluía que este libro memorialístico no era sino «un sublime acto de gratitud» del autor de 'Los europeos'. Desde luego se trasluce una devoción grande por la cultura y la manera de entender la vida de los ingleses, más por la de los escasos individuos menguantes del 'Ancien Régime', supervivientes, que por la masa heredera de la Revolución. Y en sus barruntos del aire de la Europa coetánea, califica a Francia como inimitable y a Italia como incomparable; parece ser que no albergaba la misma simpatía hacia la cultura germana. Aun con todo se me antoja injusto el reproche de Willa Cather, que tanto lo admirara, de que «su interés por sus compatriotas se reducía básicamente a la relación de éstos con el mundo europeo».
Termino, de vuelta a Borges, para quien James siempre supo que era un espectador, eso sí, sutil e inventivo, ambiguo y complejo, en vez de un actor de la vida, como sucede en las páginas a las que nos hemos referido, donde se queda pasmado al tropezarse casualmente con Swinburne o prendado al escuchar a cierto Tennyson y, sobre todo, a su admirada George Eliot, como muchos años después, le sucedería en su amado París con Ernest Renan. Siempre es un placer para cualquier lector encontrarse de nuevo con el espesor penetrante de su prosa, dúctil e impecable, igual de bien concebida que trabada, de continuo propensa al matiz y atenta a la aclaración, capaz de aquilatar y condensar, con conocimiento de causa, la inconfundible vibración de su espíritu.
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