Manos de un anciano en un parque francés. christian hartmann-reuters
Un ángulo me basta

Contra la estrategia del olvido

Dejar constancia filial es un reto que asumen Pierre Pachet y Marina Jarre en sus últimas propuestas literarias

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 25 de marzo 2022, 00:48

Afirmaba más o menos Juan Marsé, con su contundencia habitual, que para soportar la vida recurrimos a la estrategia del olvido. Puede que sea cierto, pero también nos concierne y aguija el 'deber de memoria', sintagma debido a nuestro paisano de Pedrajas de San Esteban ... Reyes Mate, que aplica a la necesidad de recordar el testimonio y las vivencias de las víctimas de la Shoah y demás horrores de la Historia, si bien sirve para cualquier persona, aunque solo sea por rescatar vidas anónimas al activar la memoria pasiva, por usar terminología 'bergsoniana', mediante la escritura como indagación interior y ejercicio memorialista, lo que los griegos llamaban anamnesis y Paul Ricœur rememoración.

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Con ese deber, en su caso filial, cumple Pierre Pachet en 'Autobiografía de mi padre' (1987), traducido por Laura Salas Rodríguez para Periférica. En sus otros tres libros de autoficción –nos encontramos ante un adelantado a la moda, no es de extrañar que tal vez el más afamado exponente de esta variante novelística tan en boga, Emmmanuel Carrère, declarase en 'Le Monde' que le fascinaba la literatura de Pachet, su voz «apagada y obstinada»–, a mayores de esta recreación biográfica de su padre estomatólogo, al cabo dentista, aborda el sobrecogedor retrato de su madre con alzhéimer, la enfermedad y muerte de su mujer y el desgarro de la viudedad sucesivamente.

En realidad, el libro es una búsqueda de las verdades últimas de su progenitor sionista, para lo que se embarca en una tarea desmesurada, «la de contar su vida de principio a fin, la de engendrarse en una soledad absoluta, la de asumir la responsabilidad entera de su existencia». El acercamiento a estos abismos finales se desencadena cuando se recrea cómo el padre sufre con la edad un «deterioro somático» que se manifiesta de pronto con la «degeneración» de la vista. Ni los neurólogos ni los oftalmólogos consiguen frenar la rara afección, el menoscabo físico y los padecimientos, en los que Pachet bucea como si estuviese dentro de la cabeza paternal, poniéndose en su lugar, fusionándose con él por completo, con una meticulosidad psicológica abrumadora: «La palabra de mi padre muerto reclamaba hablar por mí como no había hablado nunca, más allá de nuestras dos fuerzas reunidas».

Así, nos lo presenta en un prologuillo: «Se llamaba Simcha», que en hebreo significa alegría, 'Apashevsky u Opashevsky', y antes de nominarlo, traza un retrato somero e informa brevemente de sus gustos, su curiosidad viajera, su atracción por la juventud, su seriedad en general, benevolencia y gratitud. A seguido, le da voz directamente, como si la palabra de su padre muerto hablase a través de él, convertido en una especie de médium, comienza propiamente la autobiografía evocando a su vez a sus padres, los abuelos del autor, oriundos de Besarabia, en el sur de Rusia, cerca de la frontera rumana: la madre, que murió a sus cinco años, su padre, comerciante de grano, «un hombre vigoroso, sibarita, judío practicante», por añadidura, en el tiempo de los primeros pogromos. Criado por su madrastra fue «un niño bastante introvertido, dedicado a los libros y descontento con su destino», asistió a la escuela rusa y a la hebrea, donde pasó su «época más luminosa» y de adolescente estudió en la prestigiosa, tanto científica como culturalmente, 'yeshivá' de Odesa. A partir de ahí, emigra a Francia y dejo al lector que tenga noticias fidedignas de los hechos de esta vida única, aunque al fin y al cabo lo sea la de cualquiera, contada de maravilla, con un estilo de una sencillez, no exenta de rigor, apabullante.

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También judío del Este, pero sobreviviente de la Shoah, pues pudo emigrar y camuflarse durante la Ocupación, no como el padre de Pachet, que fue fusilado por los nazis en 1941, el de Marina Jarre fue bastante calavera y extravagante, como «un príncipe árabe», al decir de la cocinera y según 'Los padres lejanos' (Siruela, el original es curiosamente del mismo 1987), autoficción familiar de abuelos a nietos, casi una confesión estremecedora. Su madre, de carácter igualmente áspero, sufrió mucho con él, largo divorcio incluido, antes de emigrar a su Italia natal. Su ascendencia valdense es en realidad el origen del libro, pues la autora comenzó a rememorar sus orígenes con motivo del encargo por parte de la RAI de un documental sobre este movimiento purista surgido en el siglo XII. A lo largo de la narración, a modo de puzle, se entreveran escenas puntuales cazadas al vuelo, sueños, gustos, aptitudes y actitudes, virtudes y defectos, culpas y arrepentimientos, recuerdos e invenciones, imágenes hermosísimas, observaciones, juicios, «desviaciones», comentarios… de tal manera que algunos pasajes parecen concebidos un poco a la remanguillé, si bien, al hilo autobiográfico, el conjunto resulta, desde una impresionante meticulosidad, de lo más armonioso.

Las memorias, más que novela propiamente dicha, se inician, con un aire levemente poético, a lo Natalia Ginzburg, con la que se emparenta a Jarre por estilo y contenido, en Turín, bajo el bochorno veraniego y un cielo despejado e inmenso, ciudad donde se estableció y murió esta novelista de origen letón, natural de Riga, que como Pachet aún no había sido traducida al español. Su compatriota, el Nobel Claudio Magris, ha conceptuado su escritura como «vital, abierta a los colores y a los hechos, llena de infancia y sabiduría, de vida que no sucumbe bajo las cenizas de la Historia».

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No se pueden resumir mejor las cualidades del libro. El vitalismo alienta del principio al final de la demorada evocación, con tintes entre nostálgicos y melancólicos, de su vida y la de los suyos, dividida en tres movimientos diacrónicos: 'El círculo de la luz', sobre su niñez de cría torpe y lectora en el primer tercio del siglo pasado, marcada por sus «repelentes instintos alimentarios» y la inclinación morbosa hacia los ceremoniales de la enfermedad; 'La piedad y la ira', en torno a su adolescencia y juventud primera, la felicidad al aire libre en una casa de campo italiana, rodeada de montañas, la vivencia de la guerra y la lucha partisana, el despertar religioso o la iniciación literaria, cinematográfica y sentimental; 'Como mujer', capítulo en el que desde la madurez y la senectud casi se psicoanaliza a fondo, con la fatigosa experiencia docente y la compleja matrimonial como focos.

Recuerdo ahora un título de la gran escritora sureña Eudora Welty, 'La palabra heredada' (Impedimenta), y una frase suya: «Para la memoria nunca nada se pierde realmente». En sus memorias, Jarre evoca la «nostalgia litúrgica por volver a la playa luminosa e inmensa de la infancia», cuando era Marinette. Pachet, por su parte, en la autobiografía paterna, señala, por caso, que las melodías jasídicas que oyó de chiquillo fueron siempre para él, «la música por excelencia». Y entonces me viene a la cabeza el comienzo del maravilloso soneto de Borges 'Everness': «Una cosa no hay. Es el olvido…».

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