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Hace ya unos cuantos años que el Museo Nacional de Escultura abrió las puertas y salió a la calle. Se extendió más allá de los gruesos muros del Colegio de San Gregorio, marchando por el empedrado tras los nuevos espacios del Palacio de Villena y ... la Casa del Sol. Y si esa es una evidencia física y callejera, más lo es si pensamos su viaje y sus traslados como una liberación del corsé académico que envolvía la vieja sede, como una inyección de aire fresco y vitalidad frente al aburrimiento de la ortodoxia y el estatismo de la bendición académica. La ampliación no trajo solamente un nuevo y radiante vestido a la calle Cadenas de San Gregorio; al tiempo era una propuesta programática de ampliación de límites, de disolución de fronteras, de diálogo y escucha entre artes y artistas sin constreñirlos a cauces prefijados.
El museo disponía de sus vetustas obras, además de otras muchas arrinconadas en el almacén. Llegaron también las reproducciones de esculturas y relieves de la antigüedad clásica buscando acogida en la Casa del Sol. Y visitantes de toda índole fueron invitados para sumarse a exposiciones y convivencias, a cruces imaginativos y sugerentes.
A partir de 2009 las propuestas se hicieron realidad, fueron cogiendo fuste y cargándose de valentía y desparpajo. La tauromaquia, Teresa de Jesús y la mística, la melancolía, el fundador olvidado Ricardo de Orueta, aquella inolvidable de Alonso Berruguete en las cercanías paganas del Laocoonte. Envueltas y alargadas en conciertos, películas, conferencias, paseos.
En 2019 se abrió 'Almacén. El lugar de los invisibles', con la presencia de obras nunca expuestas que se arracimaban en pasajes de sabor orquestal y operístico. Algunas de las esculturas estaban del revés, mostrando la espalda oculta de su materia y trama. En el programa de la exposición se aludía a que estábamos asomándonos «al cerebro del museo; o mejor, a su inconsciente». El museo en estos trabajos dejaba ver lo que estaba reprimido y oculto por la razón –ese es el tejido del inconsciente freudiano–, por la razón académica, hasta sacarlo a la luz. De alguna manera, ese era el espíritu que animaba esas exposiciones, confirmado en los últimos meses por el rescate de María Luisa Caturla y su 'Arte de épocas inciertas'. Y ahora por 'Non Finito. El arte de lo inacabado'. Siempre bajo el comisariado infatigable de María Bolaños.
«Las obras inacabadas son las que más se parecen al mundo, siempre en estado de tránsito», se lee a la entrada de esta última muestra. Frente al estatismo de lo definitivamente concluso, intocado e intocable, la exposición dirige su atención a lo movedizo, a lo fluyente. A lo que carga con la vida imprevisible de su autor, con las circunstancia de su tema, con la fragilidad de su materia. Puede cruzarse la muerte en el trabajo artístico, como en el impresionante lienzo al que Sorolla intentó seguir llevando pinceladas mientras notaba el mordisco de un ictus. O centrarse en un tema que se nutre de la derrota de lo inacabable, como sucede con la torre de Babel. O caer en la red inagotable del infinito en la combinatoria de Borges y Perec. O albergar el paso del tiempo en la erosión de sus materiales. La propia exposición es, tiene que ser en su coherencia, una propuesta inacabada, abierta. Se contiene a sí misma como una de sus partes, en una paradoja inclusiva que recuerda aquellas que guiadas por Bertrand Russell hicieron temblar los cimientos de las matemáticas (o que festivamente Lewis Carroll llevó hacia la paradoja del barbero). Sus salas se prolongan con obras que surgen en la cabeza de cada espectador. Y estas líneas aprovechan esa apertura inagotable de lo inacabado para soñar una propuesta exploratoria de dos autores que no figuran allí, Antonio López y Víctor Erice, pero que comparten las características que gobiernan la muestra.
No hay pintor más aferrado a la fama de inconcluso que Antonio López. Quién no recuerda la célebre foto del autor firmando el retrato 'La familia de Juan Carlos I' en el momento de la entrega pública, como si hubiera estado dando pinceladas aquel mismo día (y tal vez lo hizo). Una obra que siempre iba a quedar abierta, pues las espasmódicas vidas de sus protagonistas huían del retrato estático que Antonio López había iniciado veinte años antes.
Por no volver sobre la luz auroral de las 6:30 –un reloj del cuadro fija la hora– que baña la Gran Vía madrileña en el mes de agosto, y que verano tras verano Antonio López se empeñaba en capturar. O el espacio urbano de 'Terraza de Lucio', al que dedicó casi treinta años. Precisamente este cuadro fue propuesto por TVE a Víctor Erice para un proyecto de documentales sobre arte que no prosperaron. Pero que sí permitieron al cineasta acercarse al pintor. Un cineasta que sabía de la fuerza de la elipsis para rodear la guerra civil en 'El espíritu de la colmena' (1973). Y que en su siguiente obra, 'El sur' (1983), sufrió la interrupción del rodaje de su parte final, precisamente la que daba cuerpo a la promesa del título. En la adaptación de la novela de Juan Marsé, 'El embrujo de Shanghai', no pasó de la fase de guion, en la que empleó tres años, y que el productor rechazó para dejarlo en un olvidable largometraje de Fernando Trueba.
Antonio López le contó a Víctor Erice su propósito de pintar el membrillero cargado de frutos de su jardín. Corría el verano de 1990. El cineasta decidió acompañarle en esa aventura. Cómo no llamarla así. Un árbol en el otoño de sus membrillos, un tiempo limitado y escaso para el pintor de la exigencia cercana a la parálisis y el cineasta que apenas si lograba arrancar en algún proyecto. El 29 de septiembre, el equipo de rodaje se instala en la casa estudio de Antonio López, con este imbuido en la disciplina de un actor, pero pronto transido de sí mismo cuando mira al árbol y comienza los preparativos del cuadro. Barre, corta el lienzo, lo clava. Busca las coordenadas espaciales con la plomada, cava el suelo, fija su mirada, sus pies. Los primeros veinte minutos de la película se tiñen de lo que la exposición llama «el encanto de los comienzos». Ni el pintor ni el cineasta saben a dónde se dirigen frente al árbol imperturbable que sigue el reloj secreto de las estaciones. Disimulado el artificio del cine en la sabiduría del montaje, Antonio López se concentra en la lucha por capturar la luz, por conjurar la lluvia, por detener a los membrillos en su caída.
El residuo de los trabajos artísticos conforma una película excepcional y única, 'El sol del membrillo', que se consume en el discurrir de un presente que no tiene final, en un fluido de fechas en el que la presentida derrota no es más que una anécdota lateral. «Lo maravilloso es estar junto al árbol», dice Antonio López, que comparte su contento con otro amigo pintor, Enrique Gran, con el que ensaya la copla de la que se roba el título de estas líneas, esa espuma que lleva el río, el río de Heráclito.
'El sol del membrillo' se queda en una sala imaginaria del Palacio de Villena bautizada con palabras de sus autores: la espera y la renuncia. Se ajusta al texto que abre Non Finito: «como si encerrase un secreto que se nos escapa, pero que despierta nuestro apetito de saber más y comprender». Y acepta «la emoción de lo que ha quedado a la vista, pero también la melancolía de lo que se ha perdido». 'El sol del membrillo', como tantas otras obras, germina las semillas que planta esta insólita exposición.
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