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Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 13 de diciembre 2019, 07:53
Sin duda, la modernidad, encarnada finalmente en un capitalismo salvaje, ramplón, castrador de conciencias, orientado por la usura, el furor tecnológico y la creencia ciega en un progreso exclusivamente material, ha dado la espalda a lo sagrado, al espíritu, o como queramos llamar por aproximación a la vivencia íntima del ser. Sin embargo, en el libro colectivo 'Itinerarios interiores', publicado por Fragmenta, editorial volcada en indagar sobre la belleza de los asuntos espirituales, el narrador y ensayista, amén actualmente de consejero cultural del Vaticano, Pablo D'Ors, recuerda que vivir espiritualmente es «simple y llanamente estar vivo» y que «contra lo que suele pensarse sobre las personas espirituales –que están en las nubes y viven fuera de este mundo–, un hombre o una mujer espiritual es precisamente aquel o aquella que vive plenamente inmerso en lo real».
Todo el libro es una destilación de esencias, un elixir en pequeñas dosis para solaz del espíritu. El coordinador del volumen, el ingeniero agrónomo Lluís Ylla, firma, además de las escuetas introducciones de cada uno de los autores y del último apartado, en torno a la percepción subjetiva y cultural del espacio y del tiempo, el prólogo y una meditación epilogal a zaga de unos versos de León Felipe, tan breves como atinados. En el prefacio aclara metafóricamente que los caminos que se abren cuando alguien se interna en sus espacios interiores son muchos y diversos, si bien cada cual acaba encontrando el propio, que según el 'dictum' machadiano «se hace al andar». Para ello, aconseja arrimarse a caminantes avezados, en pos de «lo bello, lo verdadero, lo justo». La compañía elegida, los «maestros andantes» que ha escogido, para acompañarnos a los lectores, como «invitación a vivir, a sentir, a admirar, a amar, verbos que solazan la andadura», no puede ser más distinguida y adecuada.
Con la seguridad de que «la vida vale la pena y es mejor vivirla a fondo y con intensidad» y desde la convicción, en la línea de Dag Hammarskjöld, de que el viaje más largo es el viaje hacia sí mismo, nos adentramos en el silencio reparador, «abierto al misterio», a través de la música callada de la prosa de D'Ors; hacia el cuerpo, «se espacio habitable», la corporeidad y la corporalidad de la mano del psicólogo, especializado en 'focusing' y 'mindfulness' Luis López; en la senda intrincada de la sabiduría –«ese vaciado que es apertura al otro»– por medio de textos del filósofo Ricardo Pinilla: «el sabio se da desde dentro, y así, más que guardarse, se entrega entero»; en el sentido de la palabra creadora, que sana, gracias a la filósofa Ruth Galve: «la palabra, como la música, no es lo contrario del silencio, sino del ruido»; en la intuición poética desde el verso de la pedagoga Cristina Álvarez Puerto; en la mirada científica y rigurosa desde las dimensiones ética y estética del pensamiento del biólogo Ramon María Nogués: «conocemos poco y controlamos menos» de lo que parece, de la «maravilla de complejidad» que nos rodea.
Annie Dillard nos ofrece en 'Enseñarle a hablar a una piedra' (Errata Naturae) catorce textos breves que balizan su obra en marcha. Los dos más extensos recrean su visión alucinante y sobrecogedora sobre las apasionantes expediciones árticas y antárticas a la conquista de los polos, en busca de lo sublime, de la «luz inabarcable», desde su «altura de espíritu, pureza y dignidad»; y la vida en dos islotes de las Galápagos, «laboratorio de la metafísica casi exento de la cultura y la historia humanas», con sus pálidos palos santos y sus felices y retozones leones marinos u otros animales como sacados de El Bosco. El resto recoge diversas epifanías: la belleza indómita de los manglares convertidos en islas flotantes; un fin de semana con una niña en un valle de Los Apalaches; un espejismo en verano desde la playa de una isla; las criaturas del agua observadas en una gota gracias al microscopio o los cisnes chicos vistos en una laguna a través de los prismáticos; la emoción al escuchar en la selva ecuatoriana, sentada en un tocón a la ribera de uno de los afluentes del Amazonas, una melodía en la flauta de un jesuita; el encantamiento de un cruce de miradas con una comadreja; el silencio mientras pastorea en una granja; la impresión, en fin, ante el hombre que vive en una casucha de tablas en lo alto de un barranco y cuya obsesión da título al volumen.
El prestigioso novelista y crítico de 'ABC Cultural' Andrés Ibáñez la tiene como «uno de los más grandes escritores vivos». Afirmación que ya corroboramos en estas páginas cuando apareció hace dos años, en la misma editorial, 'Una temporada en Tinker Creek', ensayo con el que ganó el Pulitzer con apenas treinta primaveras. En la contraportada el editor califica su prosa como «la más lúcida metáfora del espíritu» y la relaciona con el Maestro Eckhart, con Emily Dickinson o Robinson Jeffers. En este sentido, no en vano Dillard cita en el libro a Martin Buber, Theodore Roethke o Wallace Stevens. Por eso, desde su predilección por la soledad, por el silencio, «que es todo lo que hay» y por lo que Plotino llamaba «el vuelo del solo al solo», en medio de la bazofia dominante, «de la basura interior que acarreas contigo dondequiera que vayas», porque «como pueblo hemos pasado del panteísmo al panateísmo», ella nos muestra «no la cosa en sí sino el atisbo de la cosa» y nos transmite una manera de mirar el mundo que nos hace despertar hacia lo sensible que suele pasarnos desapercibido. De ahí que sobre muchos de sus escritos gravite la «nostalgia de absoluto» de la que hablaba Steiner y que puede salvarnos, aunque lo Absoluto sea «ese punto del espíritu más alejado en todas direcciones de cualquier punto accesible del espíritu».
También hemos traído antes aquí, y varias veces, al poeta polaco Adam Zagajewski. 'Una leve exageración', como de costumbre en Acantilado, reúne apuntamientos desde su regreso a Cracovia, aunque rememora sus veinte años parisinos, sus estancias norteamericanas, sobre todo en Houston, Texas, y en Berlín, con algo de memoria personal y familiar y que no son propiamente un diario ni tienen voluntad exhaustiva: «De todos modos, no lo voy a contar todo. Porque, bien mirado, no ha pasado gran cosa. Y además, soy un representante de la vieja escuela de la discreción de la Europa del Este: aquella que no habla nunca de divorcios ni reconoce que uno está deprimido». Es el comienzo de la entrada inicial del libro, de fondo musical, en torno a la asistencia a un concierto en honor de Dimitri Shostakóvich. En ella se advierte su aguda y, no obstante, bondadosa manera de mirar el mundo, o de obviarlo en beneficio del poder creador de la palabra solitaria, de la música o de la pintura.
Ya en una de las primeras anotaciones se desmarca de la posmodernidad irónica imperante en el ámbito de la poesía actual y aclara que, al margen de los teólogos, es de los pocos autores que utilizan de vez en cuando el concepto de «vida espiritual», lo que naturalmente hace que los círculos progresistas dominantes lo motejen como «reaccionario o por lo menos conservador extremista». Luego se pregunta, igual que nosotros mediante este artículo, «¿qué son el espíritu y la vida espiritual?», se lamenta de que «¡ojalá fuera más ducho en definiciones!» para concluir con una definición, difícil de superar, de Robert Musil, para quien el espíritu sería «la síntesis del intelecto y la emoción».
Da gusto leer a Zagajewski, conocer sus certeras apreciaciones, disfruto más si cabe de su prosa que de su poesía, por la que es más conocido, desde que hace muchos años, unos quince, me deslumbró para siempre con 'En la belleza ajena', libro en cierto modo emparentado con éste. Es un pozo de sabiduría, particularmente desde la óptica de las reflexiones sobre la escritura y la literatura, aunque en realidad en todos los órdenes. De entrada se ocupa de su admirado, a pesar de los pesares, Gottfried Benn, al que vuelve por medio y hacia el final, y después, dime de quién hablas y te diré quién eres, nos acerca en sus meditaciones a Paul Claudel, Jünger, D.H.Lawrence, Holan Apollinaire, Jankélévitch, Thomas Mann, Seferis y Kavafis, Proust, Kafka, Mandelstam, Valéry, Scholen, Cioran y Simone Weil, cuyos respectivos 'Cuadernos' coteja con suma propiedad, y un largo etcétera, entre los que no faltan, claro, su querido y cercano Joseph Brodsky, su paisano y mentor Zbigniew Herbert y su casi vecino de Cracovia, el inigualable Czesław Miłosz, en su país natal, como sucede, por desgracia, con otros de su estirpe en nuestro desnortado Occidente, «blanco ideal del odio a la grandeza, tan típico de las democracias». Buena parte del volumen, esta vez, se centra en las curiosas vicisitudes vitales de su tribu, de sus antepasados en Gliwice y Lvov, actual Ucrania, ciudad que ha pertenecido en los dos últimos siglos a cinco países distintos, en especial su padre, ingeniero, de quien curiosamente procede el título, metáfora para Zagajewski del fenómeno poético.
Sosiego, quietud, hermosura, soledad, arte… son palabras que van apareciendo y cuajando a medida que vamos leyendo los tres libros recomendados. De ellas sabía mucho y nos enseñó Julián Rodríguez, que murió repentinamente este verano, responsable a medias de otra de las editoriales ejemplares de nuestra literatura actual, Periférica, aparte de prosista tan parvo como luminoso. No querría acabar el artículo sin hacer mención al colofón del libro de Annie Dillard, honda elegía, que suscribimos, en su memoria. Nos sumamos desde aquí al merecido recuerdo y homenaje en la edición de 'Enseñarle a hablar a una piedra'.
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