Fermin Herrero
Valladolid
Viernes, 12 de marzo 2021, 09:22
Cuando la violencia se adueña de una sociedad, determina las relaciones personales, es muy difícil, por no decir imposible, dar marcha atrás y erradicarla, generalmente se necesita una guerra, ante la imposibilidad pacífica de frenar su escalada. Es lo que sucedió, por desgracia, en nuestra ... Guerra Civil o en Guatemala, durante el conflicto bélico entre militares y guerrilleros a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo anterior, telón de fondo de 'Canción', quinto título, algunos comentados aquí, de Eduardo Halfon, en Libros del Asteroide, tras 'Monasterio', 'Signor Hoffman', 'Duelo' y la nueva edición de 'El boxeador polaco', primer libro suyo que conocí, el que me convirtió en adepto acérrimo de su prosa fragmentaria, tersa, precisa, conmovedora, que desde hace mucho he relacionado con Rodrigo Rey Rosa, el otro narrador guatemalteco al que procuro seguir, pues siendo muy distintas sus maneras –procede del círculo marroquí de Paul Bowles– me parece también un escritor de referencia, que ha abordado igualmente la violencia en su país, sobre todo en 'El material humano'.
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Halfon es un maestro en las distancias cortas y en lo que se denomina como autoficción, con un olfato narrativo innegable va reconstruyendo su biografía familiar nouvelle a nouvelle. Su singular estilo, el toque Halfon, es fácil de detectar pero complicado de dilucidar. Tal vez, se me ocurre ahora, reside en la amalgama entre el halo poético que desprenden sus reminiscencias, la habilidad para engarzar la trama alternando, engastando los tiempos, y un humor e ironía soterrados, con un poso de tristeza que lleva a la media sonrisa, que se aplica incluso a sí mismo: una «académica literaria» afirma, para defenderlo, que «todas sus historias parecían extraviadas y no llevar a ninguna parte». Igual es ese aparente extravío, como la vida misma, lo que me subyuga. Pero no sé, quizá tenga que ver con su ascendencia judía, con la pericia oral de sus antepasados sefarditas o la tradición parabólica, la exégesis continua, la imaginación portentosa aplicada a la realidad del acervo yiddish.
En esta ocasión la novela breve gira en torno al secuestro de su abuelo, que se llamaba como el autor. La frase inicial, exenta, no puede ser más sugerente: «Llegué a Tokio disfrazado de árabe». Y es que la narración comienza, y termina, de forma circular, con un viaje a Japón con objeto de participar, por error, en un congreso de escritores libaneses donde en teoría debe «hacerse el árabe», si bien decide lo contrario. La posición de salida, como de costumbre, es capciosa, mero trampolín anecdótico para conducirnos sin que lo notemos en el meollo de la historia familiar de la que nos va a hacer partícipes. Cada persona merece su novela y Halfon sabe exprimir y referirnos muy bien las de sus allegados.
De Tokio nos transporta sin solución de continuidad hasta la casa aromada de eucalipto, más bien palacio, casi alcázar, con aires mexicanos, de sus abuelos en Guatemala, donde pasó parte de su niñez, lo que da pie a sus deliciosas digresiones domésticas y culinarias, a la aparición de sus inolvidables figurantes, personajes de paso, con vasos comunicantes, como siempre, con otras de sus novelas. Investiga, hasta que lo averigua, el verdadero motivo y el porqué de su elección como víctima del operativo que los guerrilleros llamaron 'Operación tomate', debido a la piel enrojecida de su abuelo; rememora el desarrollo y desenlace del secuestro, «de los treinta y cinco días de cautiverio», al tiempo que nos ofrece una síntesis del origen y evolución del montaraz movimiento o frente guerrillero guatemalteco, de otros secuestros resueltos en asesinato, como los de los embajadores de Alemania y Estados Unidos. Además de retratarnos a varios secuestradores, entre ellos el cabecilla, cuyo apodo da título a la novela.
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De una violencia más restringida, de índole grupal, juvenil, instalada en el corazón de las democracias occidentales, tal vez consentida como vía de escape de la conflictividad social, la de los hinchas futboleros, se ocupa Kiko Amat en 'Revancha' (Anagrama). El problema se agrava, como sucede en la novela, hasta extremos insospechados cuando la matonería de los ultras, en este caso barcelonistas, cristaliza en crimen organizado con tráfico de drogas como base de financiación. Amat ya había demostrado en sus cinco narraciones anteriores la desenvoltura eficaz de una prosa que golpea como el martillo entre trazas de sangre de la portada del libro.
Natural de Sant Boi de Llobregat, el novelista conoce como la palma de la mano el terreno que pisan sus descarnados personajes, los bajos fondos de la Ciudad Condal; domina a la perfección los orígenes y funcionamiento de estas bandas criminales, neonazis en cuanto a sus acciones, de auténticos gángsters de hoy, cuya cantera, más bien carne de cañón, está en los supporters inadaptados del extrarradio urbano, hooligans radicales, muchos skinheads, presas fáciles de enrolar, sin posibilidad alguna de marcha atrás o de redención, en las actividades delictivas de lo que ellos mismos llaman con rimbombante seriedad «empresa»', en realidad «pura mafia. Estructura piramidal», de una violencia terrorífica en el trato intergrupal y no digamos con el resto de la humanidad. «Hoy se van a enterar de quien es el más violento», gruñe como grito de guerra y muestra de su caudillaje el capo del comando principal de la historia, alias El Cid.
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La acción lineal, salpicada de 'flashbacks', es de una plasticidad cinematográfica, con frecuencia espeluznante, bastante tarantina, que aligera la lectura hasta embeber al lector, sigue en paralelo, se supone que para cruzar sus desaforadas vidas en el desenlace, a los coprotagonistas: un cachorro espídico del grupo de exaltados ya delincuentes y asesinos, celoso de ocultar su homosexualidad por la cuenta que le trae, Fran Amador para más señas, como sus colegas sanguinarios de un narcisismo vandálico solo comparable a sus pulsiones sádicas, y una mole humana, César, ex héroe del rugby local tornado sicario anfetamínico, tranquilo repartidor a granel de la revancha del título.
La escritura afilada, sin afectación alguna, de un humor negrísimo, sembrada semánticamente por la jerga barriobajera, del hampa, con cierto lirismo descriptivo de pujos expresionistas, es de una estilización apabullante. Explora, descontando el componente castizo o cañí, la vía Montero Glez para retratar la actual cepa hispana solanesca. En los mejores momentos de evocación de la niñez aparte de barrio recuerda a Marsé. El tremendismo de las durísimas escenas, de un gore subido, y la concepción general son herederos del naturalismo decimonónico, de un pesimismo cerval y un determinismo biológico a lo Lombrosso. Aunque en ningún momento decae el ritmo de vértigo, tengo algunas dudas sobre lo idóneo de la extensión de la novela, quizá excesiva, porque no se corresponde con el efecto punch, de directo al hígado, de su fluida prosa.
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De cómo el delirio colectivo fraguó en la barbarie totalitaria del nacionalsocialismo, a la que rinden culto los pandilleros de 'Revancha', trata 'Infierno' (Siruela), novela póstuma de Mela Hartwig, autora postergada, actriz en sus inicios, pintora famosa al cabo como Mela Spira. Tras el recital de frases sincopadas, con sintaxis de percusión, de Amat, se agradece la precisa morosidad descriptiva de la naturaleza, de los afectos, percepciones y emociones, en general el estilo sereno, adensado, de Hartwig, fruto de su pasión por la atención y la lentitud, valores en vías de desaparición en beneficio de lo rápido, resolutivo; no es de extrañar que, tras exiliarse a Londres precisamente el año en que sitúa la novela, trabará amistad con Virginia Woolf hasta convertirse en especialista de su obra, según señala el joven historiador Vojin Saša Vukadinović en el epílogo del libro, fundamental para situarlo en sus justos términos.
'Infierno', narración psicológica, la propia protagonista la define cerca del desenlace apocalíptico como «monumento al espanto», sucede en los adentros, en la cabeza de Ursula, dieciocho años, recién terminado el bachillerato, que aparece callejeando por una Viena retratada en travelling, engalanada para recibir al Führer, «el hombre que extasiaba a millares de personas con sus palabras y del que se esperaban milagros». Frente al horror latente, heraldo de la violencia desenfrenada, «un clima mezcla de pánico y embriaguez», con la pasión amorosa de por medio, la protagonista vacila entre sumarse con entusiasmo idealista al delirio misticoide, sublimado, de la masa enardecida, representado por su hermano matón, que tiene amedrentados incluso a sus padres, o atender a su conciencia atormentada, tras la Noche de los Cristales Rotos, y hacer frente a «la brutalidad desbocada, la crueldad taimada y lasciva» enrolándose en la resistencia clandestina. Como decíamos de entrada, sólo la guerra, «un torrente de sangre», puede poner fin a la vorágine del terror.
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En el principio fue el verbo. Todo empieza como sabemos por la palabra, también el desatarse de la violencia. Cuando el sentido de la realidad se tergiversa mediante el discurso, y para demostrarlo bastaría 'La lengua del Tercer Reich' de Victor Klemperer, a quien la traductora de 'Infierno' cita con buen tino a pie de página, podemos barruntar por desdicha lo que va a venir después. Pero por el contrario la literatura es capaz, desde su valor testimonial, en su búsqueda de la verdad, si no de cauterizar al menos de desenmascarar a los verdugos y dejar memoria de las víctimas, como sucede en las novelas que aconsejamos hoy.
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